Ficción

En la cama

Relato inspirado en la canción «Hoy no me levanto yo», de Chicho Sánchez Ferlosio

La noche anterior habíamos estrenado Dios y Diablo. Para empezar, tras la función todo fueron comentarios negativos. Los colegas del bar solo decían «interesante, interesante», mientras sonreían a medias y evitaban mirarnos a los ojos. Después planchamos el vestuario prestado en el camerino. Me quemé el pulgar, se perdieron dos bragas y un reloj muy caro. Cuando recogimos todo, nos fuimos a tomar unos cócteles. El sitio era bastante malo. Ponían baladas latinas de los años veinte; no nos entraban ganas de bailar, y la luz del neón era tan cegadora que tuve que estar mirando a la moqueta casi toda la noche.

Me fui a casa a las cuatro de la madrugada. Fue la primera vez en mi vida que no desperté a nadie con mis pies de fregona. Como no había comido nada desde la tarde, busqué en la despensa y acabé a cucharadas una fabada de lata. Me metí en la cama sin lavarme los dientes y con la misma camiseta interior que utilicé para salir a saludar.

Abrí los ojos a las once y me quedé observando el gotelé del techo. No sabría explicar bien lo que me sucedió. Quizá los rayos del sol no eran lo suficientemente espectaculares, o el nórdico pesaba más de lo normal, pero no tenía ganas de levantarme de la cama bajo ningún concepto. Podía llegar a incorporarme para estar sentada, pero solo en momentos concretos: cuando quería matar algún mosquito o se me enquistaba un moco en la garganta.

Llegaban las doce, la una… A las dos habría podido describir mi cuarto entero sin mirar. De fondo se escuchaban encabritadas las voces de mi cuñada y de mi suegra, con unos llamamientos cada vez más largos y pesados. Acabaron entrando las dos, preguntándome como locas cuál era mi problema.

Entonces apareció mi hermana pequeña con una bandeja. En ella traía un té con leche y un bocadillo de jamón. Llevaba su pijama del Sr. Potato, dos coletillas finas y la boca manchada de colacao. Abrumada por su ternura, me incorporé en la cama y tomé el té con leche. Antes de catar el resto del menú, mi suegra atrapó el bocadillo y se alejó de mi posición; «si quieres comértelo, tendrás que salir». La miré con rabia y pegué bien la espalda a la almohada. Replicó mi comportamiento irrespetuoso, afirmando que estaba siendo una niña chica y que iba a perder el tiempo en mi deseo de querer retarla. Mi cuñada, por otro lado, iba al grano llamándome vaga y estúpida. Harta de tanta discusión, respondí:

—¡Que hoy no me levanto yo!

Vencidas por el grito más alto, salieron espantadas; «¡y encima dice tacos la niña!». Yo me pregunté qué entendían por «taco» y qué harían con el bocadillo.

Mi novia apareció después y se sentó conmigo como si yo fuese la paciente de un hospital. Su tono cálido contrastaba con la escena anterior. Me dedicó una sonrisa leve y me acarició la mejilla. Estaba claro que usaba otra táctica de persuasión. Me preguntó por qué estaba tan triste como para no salir de la cama. Le conté el fracaso de la actuación, además de que notaba mi cuerpo flaquear y que no me llegaba la inspiración para acabar el poemario que me había propuesto desde hacía meses. Antes de que pudiera consolarme, empecé a derramar lágrimas.

Mi hermana, que aún seguía en el cuarto, preguntó:

—¿Por qué llora Amalia?

A lo que respondió mi novia:

—Porque no puede escribir.

A lo que mi hermana comentó:

—Yo escribo mucho —y se fue. No me molestaré en decir que aquello me hizo llorar el doble.

Mi novia me dijo que a lo mejor lo que me hacía falta era un retiro espiritual, como aquel que había tenido antaño en el máster de escritura. Fuimos a una casa rural en la sierra de Cádiz; comimos focaccia, hicimos fogatas, cantamos coplas y dormimos por tríos en las camas. A la hora de escribir, cada uno se buscaba el sitio más extraño. Yo solía subirme a los árboles, a la rama más alta, y ahí, encorvada y clavándome astillas en los muslos, realizaba mi creación. Al final nadie terminaba su manuscrito, pero qué bien lo pasamos, y qué grandes personas me llevé en el corazón, aunque no volviese a verlas nunca más.

Como un imán acolchado, la mejor idea que pasaba por mi cabeza era la de quedarme donde estaba, con mi nórdico y mi taza de té vacía. Mi novia no se lo explicaba. «Estás cabezona, ¿eh?».

En mi fuero interno sabía que, aunque vinieran los del gobierno, la televisión, la prensa, la policía con sus alguaciles o los propios comunistas pidiéndome que me excomulgara, yo ese día no me iba a levantar. Tampoco sabía muy bien el porqué de mi decisión. Aunque era evidente que mi creciente pesimismo, la resaca de la noche anterior y mi complicada situación artística recalcaban la razón más que nada. Cuando concluí que debía dejarlo estar, mi novia, como si me leyera el pensamiento, me apoyó.

—Mira, tú quédate aquí el tiempo que quieras. Después, por la tarde, te haré tu merienda favorita y hablaremos.

Sonreí de oreja a oreja. No hay mejor regalo que el que tu novia te haga unas tortitas. Parecía un plan redondo. Antes de que se marchara, le pedí una libreta y un boli para pasar el tiempo. Me lo cedió encantada y salió del cuarto. Por fin me quedé sola a merced de la ocurrencia. Como al principio no salió nada por mi mano, dejé tranquilamente el material en la mesilla. «Ya lo usaré, no importa».

La luz se había despedido. Casi pude registrar con la mirada el cambio de iluminación en el color de los muebles. Olvidé las magníficas tortitas. Cuando mis ojos se cansaron, decidí intentar dormir. No sé con certeza si había pasado algo entrada la mañana; si tuve un microdespertar por el olor de las tostadas que había hecho que las tripas me rugieran durante un par de minutos. El caso es que lo vislumbré confusa, como si se tratara de un sueño.

El tacto suave y perfumado de mi novia me despertó. No podía faltar el alocado grito de mi suegra diciendo que eran más de las dos de la tarde. Ninguno de mis bohemios y toscos compañeros había llamado para preguntar por mí, lo cual no me sorprendía en absoluto. Estaba tan atontada que, más que dormir, parecía haber salido de una montaña rusa. Mi novia volvió a preguntarme y yo volví a comentar mi frustración con respecto a mi falta de inspiración; el día de la marmota.

—Empieza por algo simple —me dijo—, escribe cómo te sientes —su idea tenía lógica, pero mis sesos debieron derretirse, pues no sabía por dónde empezar—. Explica por qué no quieres salir de la cama.

Me devolvió la libreta abierta que había dejado en la mesilla. Me pareció un buen título para una redacción. Acepté su oferta y empecé a escribir con ella mirando, hasta que me dejó intimidad.

Comencé con las razones que ya había dicho y después indagué en cada una. El texto se tiñó de melancolía y furor, y su belleza resultaba cada vez más clara. Dada la magnitud de las sensaciones que me embriagaban, pensé que eso podía ser el principio de un extenso poemario. Tras una hora, llamé emocionada a mi novia para que le echara un vistazo. Durante la lectura me echó varias miradas.

—¿Y bien?

—Bueno, me ha dejado un poco…

—Es bonito, ¿no?

—Sí, es bonito, pero…

«Preocupante» era la palabra. Le parecía preocupante, al estar basado en el hecho real de mi permanencia bajo el nórdico. Yo le dije que no era para tanto, que lo importante era la obra que había salido. Además, había disfrutado realmente la vorágine de su escritura, como si a su vez hubiera estado viendo una película. Mi novia me miró unos segundos, tomó aire, retomó el poema y lo leyó en voz alta.

Escuché el principio con las comisuras altas; mi memoria no parecía recordar lo del medio; y acabé con el ceño fruncido en el final. Solo entonces, al oírlo en ella, pude distanciarme de lo que había expulsado en aquel ataque de sensibilidad. No quise reconocerlo, pero…

Debía salir de la cama en seguida.

 


Con la colaboración del Máster Universitario en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, que se imparte en la Facultad de Comunicación desde el curso 2010-2011 y que actualmente coordinan Mª Jesús Orozco Vera y Carlos Peinado Elliot. Más información aquí.

Este relato musical surgió de una actividad de la asignatura «Modelos narrativos», impartida por la profesora Clara Marías. A partir de la letra de una canción, los estudiantes tenían que escribir un relato en torno al personaje que —tan bien— retrata, manejar la intertextualidad (citando algún verso de la canción) e incluir algún elemento autoficcional.

Amalia Romero es actriz graduada en la Escuela Superior de Arte Dramático de Sevilla. Formada en doblaje por Emilia Domínguez en su escuela La Voz del Cine, lleva ejerciendo la profesión desde 2018, habiendo trabajado con Recording Words, Alta Frecuencia, Dasara Producciones, Arte Sonora y Dinh Media. Desde niña muestra interés por las artes escénicas en su totalidad, además de por la pintura, camino que emprende de forma autodidacta. Recibe clases de canto con María Ogueta y especializa sus estudios en el Laboratorio de Investigación Teatral TNT, llegando a realizar sus primeros estrenos sobre los escenarios en el feSt 2021 y en el MITIN 2022 con la compañía Teatro Incandescente. Realiza el Máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla y, en 2023, entra a formar parte como profesora de doblaje en la escuela Locutarte, en Cádiz.

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