El reverendo Dodgson lleva de paseo en bote a tres niñas pequeñas, son hermanas; la del medio se llama Alicia. El sol quema tanto que abandonan el río y buscan algo de sombra en el prado.
— Cuéntenos un cuento.
El calor los envuelve en un entorno somnoliento pero Alicia no quiere quedarse dormida, entonces el reverendo decide hacerla caer por una madriguera de conejos sin la menor idea de lo que va a sucederle después. Dodgson disfruta de las historias que se van armando sobre la marcha. Es profesor de matemáticas en Oxford y también es el fotógrafo de niños más prestigioso de la zona: su debilidad son las niñas pequeñas; en cuanto crecen, pierden interés para él. Le gustan los desafíos de lógica y las especulaciones abstractas, hace cosas impensadas con el lenguaje, toma las palabras, inventa nuevas y las pone a jugar en cuentos que va improvisando para entretener a sus interlocutoras ocasionales.
Eso está haciendo en el prado mientras las tres hermanas Liddell escuchan con fascinación y esperan que las aventuras no terminen nunca.
— Y esto es todo hasta la próxima vez.
— ¡Ah! Pero esta es la próxima vez.
Entonces el hombre inventa una historia más. Alicia siguió al conejo blanco, se estiró y encogió, nadó entre lágrimas, habló con ratones, orugas, loros, gatos y liebres, bebió un té imposible, trató con reyes y lacayos, fue a juicio y temió por su cabeza.
— ¡Oh, Sr. Dodgson!, quisiera que escriba las aventuras para mí.
Hasta entonces, las historias que el Sr. Dodgson contaba eran como jejenes de verano, nacían y morían en una sola tarde. Cuando llegó a su casa se puso a trabajar y en poco tiempo tuvo listo el manuscrito, con ilustraciones incluidas, y se lo regaló a su inspiradora. Después lo publicó bajo el seudónimo Lewis Carroll y cambió para siempre la literatura infantil. Desde aquel día de paseo, ese universo sin lógica comenzó a formar parte de nuestra imaginación: allí las cosas se despliegan con otras formas, en una atmósfera que es la de los sueños.
Para seguir a Alicia por la madriguera y acompañarla después tras el espejo hay que ser curioso; el personaje solo cuenta con el lenguaje para enfrentarse al mundo, los lectores también. Cuando caemos con ella, el sinsentido cotidiano cobra otra dimensión y la vida, ese absurdo que un día comprendió Sísifo, se reduce a las indicaciones del Rey:
— Empieza por el principio y sigue hasta llegar al final; entonces, para.
Para atravesar el camino laberíntico de los sueños, las historias y la vida, las instrucciones son las mismas: principio, medio y desenlace. Solo hace falta querer saber qué hay más adelante.
Alicia no emprende un viaje, cae en él, y todo lo que necesita para esa expedición lo lleva consigo. Es su curiosidad la que pone en marcha la maquinaria, lógica y arbitraria, de ese universo narrativo donde conviven lo que las cosas son y lo que parecen ser. La diferencia radica en el lenguaje y se desentraña en él. El mecanismo para avanzar es potente y se puede resumir en un signo de puntuación. Son las preguntas las que muestran lo que permanecía oculto por la apariencia tramposa de la obviedad; y son los animales —no los humanos— quienes hacen surgir el sentido. Hay una historia que cuenta el origen del signo de interrogación: en el antiguo Egipto, un hombre observa a su gato y nota la curva que hace su cola; encantado con la forma, comienza a usarla mientras escribe preguntas sobre el fenómeno.
A Alicia se le dan muy bien las preguntas, por eso quiere saber antes de elegir un camino.
— ¿Qué clase de gente vive por aquí?
No importa qué dirección tomar, dice el Gato de Cheshire, adonde vaya estará rodeada de locos: nada tiene lógica en el mundo y, sin embargo, seguimos en él.
«¡Qué tontería!», repite Alicia a cada paso.
«No soy yo misma», duda de todo.
«Esto no tiene sentido», protesta y sigue adelante.
Es capaz de renunciar al porqué, no a las preguntas. Puede aceptar que las cosas, los animales, las personas y el tiempo carecen del sentido que conocía —único, equilibrado, victoriano—, pero no está dispuesta a retroceder: quiere saber qué hay más allá. ¿Qué niño no ha desarmado sus propios juguetes intentando desentrañar cómo están hechos? El mundo es desconcertante, sí, pero nos aferramos a él con las palabras mientras intentamos encontrarle la vuelta. Esa es la lección de Alicia. Si queremos avanzar, empezamos por el principio, después seguimos, llegamos al final y entonces paramos.
¿Y si nuestros interrogantes no obtienen respuestas satisfactorias? Los verdaderos curiosos no declinan en sus preguntas y desconfían de las afirmaciones, verdaderos disparates enunciados con seguridad.
— Cuando yo uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que yo decidí que signifique.
— La cuestión es si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas — dijo Alicia.
— La cuestión es saber quién es el amo aquí. Eso es todo — dijo Humpty Dumpty.
No hay moraleja. Las aventuras de Alicia no son cuentos de hadas. El autor se ocupaba de aclararlo una y otra vez, aunque no estaba seguro de cómo definirlas: historias fantásticas, extraordinarias, fabulosas. Definitivamente, no eran las típicas fairy tales de la época. Había inventado algo nuevo; relatos simples que no exigen esfuerzo de quien los escucha o los lee, libros con dibujos, animales parlantes y un narrador que no pide nada a sus lectores más que dejarse llevar. Sin fábulas moralizadoras, sin amonestaciones ni consejos, sin obstáculos.
Al hablar, el Sr. Dodgson sufría una especie de titubeo que él llamaba hesitación, un tartamudeo que crecía cuando hablaba en público, por eso casi nunca aceptaba hacerlo. Sentía pánico porque abordar un texto era aventurarse y exponerse a la brusca aparición de palabras difíciles; cuando charlaba con sus amiguitas, en cambio, el decir vacilante se convertía en locuacidad. Y así fue como Lewis Carroll se mantuvo en el terreno de los libros.
«Uso un seudónimo para escribir con el solo y único objeto de evitar la publicidad personal, para poder ir y venir, desapercibido, por todos los lugares públicos».
Lewis Carroll no es un seudónimo, es un disfraz. Mientras Dodgson escribe tratados matemáticos mediocres, Carroll toma esas ideas para desplegar un universo caótico y a la vez preciso en el que da gusto perderse. Dodgson juega con relojes, hace sonar las cajas de música al revés y escribe cartas que solo pueden leerse frente a un espejo. En su casa hay muñecas, rompecabezas, autómatas, un oso que da la hora, bailarinas mecánicas, pajaritas de papel y Bob, un murciélago volador que él mismo fabricó. También están sus otros inventos: el nictógrafo para tomar notas en la oscuridad, prototipos para juegos, un aparato para autofotografiarse, un ajedrez de viaje y el papel engomado por ambos lados. Tiene una imprenta de mesa, una máquina que hace cálculos hasta un millón, artefactos para hacer gimnasia, otros para purificar el agua y un amoniáfono para mejorar la voz. Colecciona cajas musicales, papeles de todos los tamaños, lapiceras fuente, tinteros que no se vuelcan, sacapuntas, maniquíes teatrales, binoculares, telescopios, microscopios, barómetros, relojes de bolsillo, de mesa, de pared y sus favoritos: los relojes con funcionamiento anómalo. Cada una de esas manías se las lleva Lewis Carroll para sus historias y despierta el interés de los lectores mientras Alicia dice qué tontería, qué raro, qué extraño, qué disparate y, sin embargo, sigue adelante.
La curiosidad humana es inconmensurable porque nace de la imaginación. Y las dos se despliegan con el lenguaje. Ese signo curvado y coronado con un punto que interpela al otro y le demanda una respuesta es, ante todo, un signo que moviliza al hablante. Quien hace preguntas se eleva sobre la aparente evidencia de las cosas. Lo que queremos saber va de la mano de lo que podemos imaginar, por eso Lewis Carroll hizo soñar a Alicia con cosas imposibles, la hizo cambiar de tamaño, la enfrentó con todo tipo de seres, le planteó acertijos y adivinanzas. Las aventuras de Alicia están hechas de sueños y palabras.
Es un relato extraordinario y, como todos los relatos extraordinarios, va de la mano de una historia sobre su nacimiento: un hombre cuenta una historia para tres hermanas, las niñas se transportan a ese mundo de maravillas y al final del cuento ven a la protagonista despertar sobre el regazo de su hermana y descubrir que todo era un sueño. Pero el relato no termina ahí, Alicia le cuenta a su hermana mayor cada una de las cosas que vivió, después se va y siguen los sueños y las palabras: la que escuchó la historia cierra los ojos, se adormece y Alicia está contando otra vez el sueño para su hermana, que alcanza a ver entre la hierba al Conejo Blanco, al Ratón asustado, al Grifo, a la Duquesa, al Lagarto y al bebé cerdo, intenta descifrar los acertijos de la Oruga, escucha el tintineo de las tazas de té y asiste a una merienda infinita con el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo, llegan los gritos de la Reina y también el sollozo triste de la Falsa Tortuga y todo un mundo desvaneciéndose como un mazo de naipes.
«De modo que ella, sentada con los ojos cerrados, casi se creía en el País de las Maravillas, aunque sabía que solo tenía que abrirlos para que todo se transforme en obtusa realidad».
Los lectores pueden cerrar el libro y seguir en ese mundo de palabras, sin ceder a la obtusa realidad, para acompañar a Alicia al otro lado del espejo.
Andrea Calamari es doctora en Comunicación Social, docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario, escritora colaboradora en varios medios y editora de la revista Jot Down en Argentina.