Tempus fugit

Sonidos y músicas

Tempus fugit: XLVII septimana

21 de noviembre de 1877 — Thomas Alva Edison

Edison con su segundo fonógrafo, en 1878. / Foto: Levin Corbin Handy

Hay misterios que se me escapan por más interés que le pongo a su entendimiento: que una agujita sobre un surco diminuto me permita escuchar una sinfonía me parece cosa de magia, aunque la física tenga una explicación simple para ello. Conseguí entender la fotografía el día que, en un pueblo de León llamado Maraña, al despertarme, vi en la pared de la habitación cómo pasaban unas vacas por la calle, es decir, por una rendija de la ventana de madera se colaba un rayito de luz que iluminaba aquella cámara oscura proyectando lo que había al otro lado, pero del revés (los ingleses le llaman a esto «tener una epifanía»). Eso fue lo que los europeos Daguerre, Nadar y otros innovadores lograron fijar mediante química en unos papeles, aquello que la naturaleza ofrece, nuestros ojos ven y nosotros llamamos «imágenes».

En la misma época descubridora, con la explosión de las ciencias, el americano Thomas Alva Edison consiguió que las ondas sonoras producidas por la voz o por otros medios se transformaran en vibraciones, que grabó en un cilindro vertical de cartón recubierto de estaño. Después, con una pequeña aguja que se pasaba por encima de ese cilindro, reprodujo las vibraciones haciéndolo girar mediante una manivela y le añadió una bocina que amplificaba lo que había grabado, convertido de nuevo en ondas sonoras. Había fijado el sonido con un aparato al que llamó «fonógrafo» —del griego fono (sonido) y grafos (escribir)—, y abierto la ventana a un mundo descomunal que ha pasado por varias fases hasta llegar, de momento, a lo que disfrutamos hoy.

El cilindro vertical se convirtió en un disco plano de goma dura gracias a los trabajos de Emile Berliner, un alemán que vivía en Estados Unidos y que partió de los descubrimientos de Edison para crear lo que llamó «gramófono», que funcionaba básicamente como el fonógrafo, pero era más avanzado y permitía la reproducción de un sonido de mejor calidad. Y fue mejor cuando en 1888 la goma fue sustituida por un disco metálico, tratado químicamente, en el que una aguja iba trazando una espiral para grabar las vibraciones que después se reproducían a la inversa por el mismo sistema.

El 21 de noviembre de 1877 Edison pudo grabar la canción «Mary Had a Little Lamb», un tema infantil que tiene pocas notas y menos letras, y que los americanos todavía cantan a los bebés mientras les cambian el pañal. En 1925 esas vibraciones se grabaron utilizando la novedosa electricidad y aparecieron los tocadiscos; más tarde se utilizó el electromagnetismo y aparecieron los cassettes, aunque la revolución total vino de la mano de la informática, que arrasó con lo analógico y nos introdujo de lleno en lo digital. No hace tanto de eso, y aún existen los nostálgicos del vinilo e incluso los del walkman que Sony lanzó al mercado en los años 70 del siglo pasado.

En 1876, un año antes de que Edison inventara el fonógrafo, un escocés llamado Alexander Graham Bell patentó el primer aparato que conseguía transmitir sonido de un lugar a otro, el teléfono, aunque no fuera él mismo el padre del hallazgo, sino el italiano Antonio Meucci.

Fonógrafo y teléfono fueron dos inventos que nacieron con muy poca diferencia de tiempo y que, como los Mandamientos de la Ley de Dios, hoy quedan resumidos en ese aparatito del que no nos separamos porque nos es útil para esas y para muchas otras cosas.

23 de noviembre de 1876 — Manuel de Falla

Manuel de Falla, fotografiado en París en 1913. / Archivo Manuel de Falla

Un paseo por la Tacita de plata, la preciosa ciudad de Cádiz, nos muestra casi en cada esquina el recuerdo de uno de sus más ilustres ciudadanos, Manuel de Falla, nacido el día 23 de noviembre de 1876 en el seno de una familia bastante acomodada. El teatro en el que se celebran los concursos de las agrupaciones carnavalescas y sus chirigotas, en la plaza Flagela, lleva su nombre, y sus restos reposan en la catedral a la que fueron trasladados desde Argentina, donde vivió una vez finalizada la Guerra Civil y hasta su fallecimiento en 1946. Su simpatía por la II República no fue óbice para que su imagen apareciera en los billetes de cien pesetas a partir de 1973. Ha sido uno de los grandes.

El nombre de Falla se asocia a la música nacionalista, aquella que se basa en el folclore popular y en los rasgos que definen a un grupo humano, a una región o a un país, un estilo que procede del romanticismo y que tuvo tanto desarrollo en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. Falla tuvo como primera maestra de solfeo y piano a su propia madre, quien supo potenciar las habilidades de su hijo y que comprendió, siendo este muy joven, que debía volar y aprender.

Viajó a Madrid para estudiar en el conservatorio con el maestro Felip Pedrell y en 1907 se fue a París de vacaciones, aunque se quedaría hasta 1914. Cuando llegó, componía casi exclusivamente obras para piano, pero en la capital francesa conoció a Isaac Albéniz y Ricardo Viñes, quienes le animaron a ampliar su repertorio a otro tipo de obras. La influencia de Debussy y Ravel y del impresionismo musical fue muy importante en las composiciones que realizó en esa época, aunque no lo fueron menos los artistas que formaron los primeros movimientos de vanguardia en otras manifestaciones artísticas.

A su vuelta a España se instaló en Sitges, en la casa del pintor catalán Santiago Rusiñol, donde inició la composición de algunas de sus obras más famosas: El amor brujo, un encargo de Pastora Imperio, cantante y bailaora que quería una pieza en la que pudiera expresar todo su arte; y El sombrero de tres picos, que fue originariamente una pantomima en dos actos que se estrenó en Madrid en 1917, dirigida por Joaquín Turina, aunque el éxito lo obtuvo en 1922 con los Ballets Rusos, dirigidos por Serge Diaghilev, quien la representó en Londres con escenografía de Picasso.

Falla se instaló posteriormente en Granada, en el carmen de la Antequeruela Alta, cerca de la Alhambra, donde vivió los últimos años antes de exiliarse y donde entró en contacto con los poetas de la Generación del 27. Viajó frecuentemente a Madrid, a París y a Londres e inició la composición de su obra más ambiciosa, la Atlántida, que terminaría su discípulo Ernesto Halffter.

Se dice que para componerla se inspiró en el libro Granada, guía emocional, escrito por María Lejárraga, la esposa de Gregorio Martínez Sierra, libretista de Falla, aunque últimamente ha salido a luz que las composiciones eran de ella a pesar de que aparecían firmadas por el marido. La verdad acaba saliendo a flote.

26 de noviembre de 1938 — Tina Turner

Tina Turner, en un concierto de su gira «The Farewell Tour», 1990. / Foto: Les Zg (CC BY-SA 4.0)

Anna Mae Bullock también permaneció a la sombra de su marido, Ike Turner, durante muchos años, hasta que decidió que ya estaba bien. La historia de esta fuerza de la naturaleza, nacida en Tennessee el 26 de noviembre de 1938, es bien conocida gracias a la magnífica película Tina (What’s Love Got to Do with It), de 1993, protagonizada por Angela Basset y dirigida por Brian Gibson, y al documental Tina, de 2021, dirigido por Dan Lindsay y TJ Martin.

Estas biografías nos reconcilian con los finales felices. Ella era una chica nacida en una familia desestructurada que vivió los malos tratos que el padre infligía a la madre hasta que la abandonó. Tampoco la propia madre tuvo mucho cuidado de sus hijas y las dejó con la abuela antes de desaparecer, cuando Anne tenía 14 años. Ella y su hermana mayor cantaban por los garitos para sacarse un dinero con el que sobrevivir, y ahí fue donde entró en contacto con la banda Kings of Rhythm, liderada por Ike Turner.

Anne tuvo un hijo con el guitarrista del grupo, pero desde 1958 y hasta 1978 fue pareja del líder, formando el dúo Ike & Tina Turner, con el que fueron muy populares. Tuvieron más hijos y algunos éxitos hasta que ella, harta de palizas y desmanes, decidió separarse y dejarlo. No le resultó fácil, nunca lo es con un adicto o con un psicópata.

No lo pasó bien y hasta intentó suicidarse, pero resurgió de sus cenizas gracias a la música, abandonó el metodismo por el budismo y se convirtió en la diosa del Olimpo de las estrellas musicales gracias a una puesta en escena que llenaba de energía a cuantos la seguían. Sus piernas han resistido dando saltos hasta los 73 años y su voz desgarrada le ha proporcionado todos los premios que se conceden en la esfera musical, incluyendo el Kennedy Center Honors, la distinción que otorga todos los años el gobierno norteamericano, desde 1978, a cinco figuras relevantes de las artes escénicas. Una vez impuesto el collar (que es bastante feo, por cierto), los asistentes al acto disfrutan de la música de los laureados, interpretada por las figuras del momento: a Tina Turner la homenajeó Beyoncé, en un espectáculo impresionante que levanta la moral a cualquiera y que se puede ver en YouTube. Ese vídeo y el de Led Zeppelin de los mismos premios equivalen a un par de cafés, doy fe.

La gran Tina cumple hoy 84 años en su retiro de Suiza. En su honor, por fuerte, por valiente y por extraordinaria, habría que escuchar alguna de sus canciones, quizá la más célebre, la que da nombre a su biografía.

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