Ficción

INVISI: la solución moderna para el suicidio

Esta será la última vez que me mire al espejo.

No más verme reflejada con cara de sueño cada mañana, la melena enredada y esas cosas bajo los ojos que no sé si son ojeras o bolsas. Tampoco es que importe demasiado la diferencia, igual delatan mis trasnochos. No más verme en el armario para confirmar si el atuendo es adecuado, aunque desde que me mudé a Madrid, poco importa. Siento que todos se visten mil veces mejor que yo —en algún tiempo me hizo ilusión la idea de vestirme siempre tan elegante— y con este clima de mierda, con tardes calurosas y noches friolentas, da igual lo que me ponga, sufro siempre.

Esto no me pasaba en el trópico. Eso decía mi abuelo siempre. Llegó a Venezuela desde España escapando de una vida de pobreza y fantasmas de la guerra. Vivió la mejor época del país, mientras su tierra se descosía entre rencores de los bandos de vencedores y vencidos. Tuvo una familia, oportunidades, llegó alto, fue feliz. Incluso con la dictadura, lo fue. Decía que Venezuela lo tiene todo: la mejor gente y el mejor clima. Por eso no se quería ir. Al final, murió en esa tierra de clima perfecto. Murió antes de verme volver a su patria, de la que me hablaba y, al mismo tiempo, no me contó nada. O al menos, no más que los mismos cuentos de matar gatitos al enterrarlos en la arena, porque ya en su pueblo gallego todos tenían gatos y todos tenían hambre y ya no había quien los adoptara o los alimentara. A veces me imagino a los gatitos fantasma correteando por la playa.

No me veré más reflejada en las puertas del metro para acomodar mi postura. Siempre parada contra la puerta, rara vez sentada. Siempre con libro en mano, a ver si algún extraño hace algún comentario sobre lo que esté leyendo en ese momento. Pero no me miran. Y si lo hicieran, no me hablarían. ¿Para qué, al final? La conversación que deben seguir del otro lado de la pantalla, con esa persona que está allí pero no miran, debe ser más interesante que el comentario literario de una extraña.

No me reflejaré en las puertas de la universidad, casi todas de vidrio, al entrar para estudiar. En esos momentos, cuando leo a otros y a tantos escucho hablar de «encontrar nuestra voz», «encontrar nuestro estilo», me pregunto si tengo eso. Si me veo reflejada en lo que escribo. A veces espero que sí, otras espero que no. Las que restan, no lo sé. Al final, cada quién ve lo que quiere ver.

Como yo ahora. No me quiero ver más en este espejo. Ni en este ni en ninguno.

Bendita tecnología, Frankenstein moderno, mezcla de cosas que hemos creado los humanos y de nuestros más grandes miedos. Tengo entre mis manos el más reciente invento de nuestra capacidad intelectual de autodestrucción. Un frasco pequeño. Un líquido translúcido. Inodoro, incoloro e insípido. O al menos, eso dice la etiqueta. ¿A dónde nos ha llevado el posmodernismo con su toque nihilista? A esto. «Dios está muerto, lo mataron los hombres», decía Nietzsche. Pues ahora, el hombre está a punto de matar al hombre… O la mujer de matar a la mujer, mejor dicho.

Voy a matarme, sí. Pero no como crees. No como crees. Esto no es veneno. O sí. Pero es un veneno distinto. No voy a morir, o al menos no realmente, después de beberlo.

¿Alguna vez has ido manejando por la autopista y ves una de las defensas y dices «qué pasaría si me estrellara en este instante»? ¿O cuando estás en un puente, o una azotea, observando el paisaje y miras hacia abajo y piensas «dolerá la caída»? ¿O ese pensamiento, fantasía de poeta gótico, donde te ves sufriendo algún tipo de accidente, medio muerto en una clínica y pasas lista, con una sonrisa curiosa, de quiénes irían a visitarte? Ensayas la sonrisa. Susurras el «estoy bien» cuando claramente no lo estás… Y despiertas. Otra vez frente a alguna superficie donde te ves reflejado.

El espejo me devuelve la mirada y me juzga. ¿Qué miras?, le espeto. Las dos bajamos la mirada al frasquito. Me parece una dosis muy pequeña. ¿De verdad funcionará? Eso espero. Oh, Dios, cómo lo espero. Necesito que funcione. Si existe la misericordia divina, por favor, que se manifieste en este momento.

INVISI. Eso dice la etiqueta. Un corto y marketero apodo para la invisibilidad. Algo tiene la palabra, eso de que solo tenga la «I» como vocal me resulta atractivo. La veo y se me parece a una persona sola, de pie con los brazos hacia abajo, rendida. Quizás también es el logo. Me imagino al diseñador gráfico haciendo el encargo como cualquier otro. ¿Sabría lo que estaba creando? ¿Sabría a qué le estaba dando nombre e imagen? Aunque el eslogan —»Ahora me ves, ¡ahora ya no!»— seguro se le ocurrió a algún huevón de la agencia de marketing, que pensó que sería chistoso ponérselo a un frasco que te volverá invisible de manera permanente. Porque eso hace el frasquito este. O más bien, el líquido inodoro, incoloro e insípido en su interior. La nueva droga de la industria farmacéutica que ha logrado replicar el efecto de la luz infrarroja, para ser invisible a los ojos humanos.

Sonrío un poquito. Mi abuelo trabajaba en la industria farmacéutica. Siempre me hablaba de Pfizer. Su tema de conversación preferido era la nueva medicina que había salido al mercado, dar recomendaciones como si fuera médico —una copa de vino es buena para el cuerpo; el Clonazepam es mejor que el Rivotril; las propiedades vitamínicas del Ensure son una maravilla, es mi cena todas las noches— y los libros de autoayuda. Lo mudamos del apartamento en el que había vivido los últimos años de su vida —su segundo divorcio y su vejez— a un apartamento más pequeño, más cerca de casa. Así, mi padre no tendría que atravesar la ciudad cuando tuviese que correr a ayudarlo en plena noche, porque el pobre hombre confundía una subida de tensión con un infarto. Cuando fui a ayudar con la mudanza, me tocó encargarme de vaciar la biblioteca. Siempre he sido una ávida lectora. Pero en aquella oportunidad, me dio vértigo ver tanto libro. Pasé tres días vaciando los estantes. Libros. Libros. Libros y más libros. Inteligencia emocional, de Daniel Goleman; Los secretos de la motivación, de José Antonio Marina; Cómo superar la depresión, de Enrique Rojas. Llévate los que quieras, me decía, ya me los he leído todos. Había de política, había de filosofía. Y había muchos libros repetidos. Dos, tres, hasta cuatro veces el mismo libro. Incluso, algunos aún estaban envueltos en plástico. Otros tenían huecos y arañazos por dentro; las polillas tenían un festín a base de Brian Tracy, José Antonio Marina y Moisés Naím. Tomé uno con una portada blanca y un pájaro solitario en una rama tan fina que parecía que se rompería en cualquier momento. El título en azul, el autor en negro. ¿Lo has leído? Es maravilloso. Ese no te lo lleves, quiero releerlo. Yo también lo he leído, abuelo. Dos veces ya. Primero me lo mandó una profesora y ahora lo quiero usar en mis clases, pero siempre lo leí en pdf, jamás en físico. Es un libro maravilloso. Mira, aquí hay otro, abuelo. Llévate uno y yo me quedo con el otro. Era El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl.

Yo hace tiempo que estoy buscando un sentido a todo esto. A ver si lo consigo al fondo del frasco de INVISI. Sé que te dije antes que iba a morir al beberlo. De cierta forma, sí. Es mover el volante para estrellarme contra la defensa en la autopista. Es saltar del puente. Es despertar en el hospital… o no. Aunque como fantasma me daría curiosidad ver quién sí me visitaría. Después de pasar lista, me iría a correr con los gatitos de la playa.

Porque en un mundo donde estamos cada vez más idolatrando la imagen, si no te ven, no existes. Los muertos son los que dejan de publicar fotos en Instagram. Quitarse la foto de perfil de WhatsApp, a raíz de una discusión con alguien más, es un intento de bloquear la realidad, como si te convirtieras en eso, en un ícono sin rostro, gris sobre blanco y nada más. Un fantasma cibernético. Cuando conoces a un famoso, necesitas tomarte la foto para acordarte de que estuviste allí, de que eso pasó, no te fías de tu memoria. Cuando sales con tus amigas, pasarla demasiado bien significa olvidar tomarse la foto correspondiente, pero cómo lo lamentas cuando quieres publicarlo en redes y no tienes nada que subir. Nada que mostrar. Porque vivimos en una constante vorágine pública, donde nos tenemos que demostrar los unos a los otros que estamos viviendo. Que estamos aquí. ¡MÍRAME!, gritamos, a ver, como en la lista que pasamos en el hospital, quién realmente se acerca para venir a vernos.

Voy a matarme, sí. Porque eso es INVISI. Es la solución moderna para el suicidio. Si quieres dejar de existir, pero no quieres dejar de vivir, unas gotitas inodoras, incoloras, insípidas serán suficientes para lograr tu cometido. Nuestro cometido. Me bloquearé permanentemente de la realidad. No tendré qué subir en Instagram, porque no saldré jamás en las fotos que quiera publicar. Seré luz infrarroja, que flota en el ambiente, que siempre está allí, pero nadie la nota. Nadie la ve. Así como nadie me ve en el metro cuando voy leyendo. Así como no sé si me veo en mis textos cuando estoy escribiendo. Así como ya no veo a mi abuelo desde que murió. Porque no quiero reencontrarme con él. O al menos, aún no. Ya más adelante iré a la playa a correr con él y los gatitos que enterró y los fantasmas de una guerra de la cual jamás me contó.

Pero por ahora, beberé. Beberé invisibilidad para volverme un fantasma sin que mi cuerpo caiga como una muñeca de trapo, sin alma. Beberé invisibilidad para vivir con la conciencia tranquila de que, si ahora la gente no me ve, es porque yo así lo decidí. Beberé invisibilidad en mi eterno control de esta nueva eutanasia espiritual donde yo le digo a Dios, sí, te matamos, y por lo tanto ya no decides quién vive y quién muere, eso lo decido yo. O al menos, lo decido en mi metro cuadrado de dos piernas y dos brazos, pegados al cuerpo como la «I» solitaria que se levanta erguida en INVISI y en la pantalla de algún diseñador gráfico trasnochado, con ojeras o bolsas bajo los ojos, o ambas, qué más da.

Beberé INVISI para empezar a vivir, sí. Seré una punk como los de Berlín antes de que cayera el Muro. Esos que se cambiaban el nombre de nacimiento y se ponían uno nuevo, pero no se registraban en el sistema. Porque el nombre con el que nacieron era impuesto, el que escogieron era realmente ellos. Era quienes querían ser en realidad. Ellos querían ser libres y querían que los vieran, con sus pelos pinchos, de colores, con sus chaquetas de cuero, con su música a gritos. Mi grito es el silencio. No me cambiaré el nombre, no me pintaré el pelo. Simplemente me tomaré mi frasquito de veneno y empezaré a vivir como lo hacen los muertos. Sabrá Dios en dónde, porque no los vemos, pero tenemos la certeza de que están descansando en paz.

Salud.


Isabella García-Ramos Herrera (Caracas, 1997) es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Monteávila, donde también ha ejercido como docente de esa materia y ha impartido talleres de storytelling. Como dramaturga ha escrito las obras de teatro Prohibidos (2018) y Knoche: el doctor que venció a la muerte (2019). Colabora como redactora con medios como El Diario de Venezuela y Frontera Digital, y ha trabajado también como fotorreportera. Actualmente reside en Madrid, donde ha obtenido el Máster de Escritura Creativa de la UCM.

Este texto ha sido finalista del concurso Ciencia Jot Down en la modalidad de narrativa de ficción científica.

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