Horas críticas

Libros de la semana #79

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Las palabras de la ciencia, de Miguel Alcíbar (Guadalmazán)

Este libro nace de una laboriosísima investigación que se remonta a hace más de 35 años, cuando su hoy reputado autor aún era estudiante. Desde entonces y hasta hace poco, cuenta en su introducción, se ha dedicado a registrar en una libreta, «con la misma vocación con que un entomólogo ordena mariposas», aquellos términos científicos que le iban llamando la atención por percibir en ellos ciertas reminiscencias literarias, religiosas o populares: Big Bang, fenómeno El Niño, efecto del Gato de Cheshire cuántico, ratón avatar, escutoide… «Quería saber más, desentrañar el impulso creativo que condujo a esos nombres, quiénes, cómo y por qué los inventaron. Es esa temprana curiosidad el germen de este libro», explica, y no se nos ocurre propósito mejor para escribir que el de adentrarse en lo desconocido. Bajo el subtítulo Historias sobre el lenguaje científico y los hechos que explica, hallamos un ameno, exhaustivo y documentado relato compuesto de 21 ensayos que transitan por disciplinas tan diversas y complejas como la astrobiología, la mecánica cuántica o la neurociencia, a través de su plasmación en metáforas y locuciones más familiares como el análogo terrestre, la neurona espejo, la superbacteria o la partícula de Dios, por citar algunas. Miguel Alcíbar, docente y especialista en comunicación aplicada a campos como la medicina o la biología, nos recuerda la importancia de que seamos capaces de Comunicar la ciencia —título de un libro suyo anterior a este— para saber valorarla en su justa medida; pero también la de cuidar y reivindicar el lenguaje, el uso preciso de las palabras, que también están llenas de riqueza y conocimiento. Así pues, el autor se muestra dispuesto a demostrar que la ciencia no está tan alejada de las letras como podamos pensar; de hecho, recuerda citando la afortunada sentencia de Bertha M. Gutiérrez, «la ciencia empieza en la palabra». Por ello, en su búsqueda del origen de ciertos términos y expresiones que revelan cómo ha evolucionado nuestra percepción del mundo, recurre a investigadores y autores de ambos lados del espectro cognitivo-creativo, desde Robert K. Merton y Umberto Eco, Carl Sagan y Marcello Truzzi, Albert Einstein e Ian Stewart, a los más populares Lewis Carroll, William Hanna y Joseph Barbera, Suzanne Vega o James Cameron, entre muchos otros. Las palabras de la ciencia se detiene en una serie de exóticas nomenclaturas para conceptos científicos que no dejan de ser, como señalara Gérard Fourez, metáforas endurecidas. «La jerga de los especialistas, como microfenómeno del discurso científico, no es una mera sucesión de signos cuya única misión es designar de forma neutra, unívoca y aséptica los objetos de conocimiento», indica Alcíbar. De ahí que se empeñe en superar esa visión reduccionista y captar el carácter vivo del lenguaje científico, el mismo que divulga sus avances y sus descubrimientos, sus curiosidades y sus asombros, al tiempo que aprovecha para disuadir falsos mitos y creencias erróneas.


Los alegres funerales de Alik, de Liudmila Ulítskaya (Lumen)

«Por el poderoso aliento narrativo con que registra las más sutiles emociones, la sensibilidad con que cuenta la epopeya de las personas arrojadas al laberinto del mundo, la delicadeza con que rehabilita la dignidad de los sometidos al despótico azar de la desdicha, la soberbia índole de sus personajes y su ondulante, aguda y deslumbrante conversación», estos eran los argumentos con los que, de forma reciente, un jurado formado por Basilio Baltasar, Elide Pittarello, Marta Rebón, Gustavo Guerrero y Enric Bou decidía otorgar el Prix Formentor de las Letras 2022 a Liudmila Ulítskaya (Dablekánovo, 1943), y de alguna forma sirven para captar buena parte de las cualidades de este extraordinario libro. Los alegres funerales de Alik es una novela de 1998, que Lumen editó hace casi veinte años y ha decidido ahora, con buen criterio, relanzar. Un gesto necesario, no solo por celebrar el galardón recibido por una de las escritoras de mayor trascendencia en la literatura rusa contemporánea, una de las habituales candidatas al Nobel y comparada con clásicos rusos como Dostoievksi o Tolstói por su agudeza psicológica; sino porque también este año ha sido el de su exilio, debido a la guerra de Ucrania y a su postura siempre crítica con el gobierno de Putin. Situada en el verano de 1991, durante la desintegración soviética, esta novela excéntrica, políticamente incorrecta, sutilmente mordaz y del todo descacharrante, retrata a a un grupo de inmigrantes rusos en Estados Unidos, que se justifican constantemente por la decisión de abandonar su país, al tiempo que no pueden desprenderse de él: «Parecía como si llevaran ese país en las entrañas, en el alma, y como si, independientemente de la opinión que tuvieran de él —y las opiniones eran muy diferentes—, su vínculo fuera indestructible. Era como una reacción química en la sangre: provocaba náuseas, acidez, angustia…». Un relato en torno a la identidad, que tiene como protagonista a Alik, artista fracasado que se está muriendo de una lenta parálisis en su apartamento de Manhattan, y en medio de un sofocante clima cuya descripción inicial parece una magistral crónica de nuestro último verano: «Se diría que toda la enorme ciudad, con sus inmuebles inhumanos, sus parques extraordinarios, sus variopintas gentes y perros había llegado al límite de la fase sólida y que al poco tiempo seres semilíquidos iban a aparecer flotando en aquel aire transformado en caldo». En ese cargado ambiente conocemos, a través de ágiles analepsis sobre sus historias particulares, a las cinco mujeres que acuden para despedir al moribundo: Nina, su esposa alcohólica y extremista religiosa; Irina, su examante y antigua acróbata circense; Gioia, su vecina italiana; Valentina, su actual lío; y la joven Maika, alias Tee-shirt, hija de Irina (y quizá suya). Una maravillosa galería de personajes capaces de retratar la experiencia de vivir entre dos mundos, el de origen y el adoptado; dos culturas en las antípodas, la rusa y la estadounidense. Contraste que también acarrea la narración en su tono, entre lo satírico y lo elegiaco, único en su especie y característico de Ulítskaya, capaz de esgrimir la burla y, al mismo tiempo, de expresar el sentimiento de alienación. La vida es, para la autora rusa de ascendencia ucraniana —paradoja suma—, un oxímoron comparable al de un funeral alegre.


¿Cómo entender a los humanos?, de Pablo Rodríguez Palenzuela (Next Door Publishers)

Este ensayo se centra en dos de las esencias de nuestra humanidad: la mente —es decir, lo que nos otorga una personalidad determinada— y la conducta —definida por nuestros actos—, entendidas desde el punto de vista de la biología pero también de las ciencias sociales. De la filosofía además, pues a este campo pertenecen muchas de las cuestiones planteadas, que han sufrido una auténtica revolución en los últimos tiempos a partir de los imparables avances en diversas ramas del conocimiento. Lo importante, en cualquier caso, es la amplitud de miras con que se pretende dar respuesta a la pregunta esencial de «por qué somos como somos»: por qué nos definimos como de ciencias o de letras, por qué tendemos a coger kilos de más o somos el espíritu de la golosina, por qué tenemos un fuerte temperamento o una actitud zen, independientemente de la suerte que corramos. Pablo Rodríguez Palenzuela, catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, así como experto en Bioinformática, maneja tan bien estas áreas como su divulgación, pulsando las teclas adecuadas para despertar nuestra curiosidad: «No se trata solo de explicar cuestiones técnicas, sino de explorar cómo los nuevos descubrimientos afectan a creencias muy asentadas y, a veces, muy queridas». En este libro, que de alguna forma supone una puesta al día de su anterior e influyente La lógica del titiritero: una interpretación evolutiva de la conducta humana (2006), parte de la premisa de que las reglas del juego biológico han cambiado: los avances culturales han ido dando lugar a cambios genéticos que a su vez han producido cambios culturales. Para empezar, advierte, si queremos entendernos y dar explicación a cuestiones como la tensión entre violencia y capacidad de cooperación, «es indispensable aceptar que nuestro lado animal es una parte integral de nuestra humanidad y no una colección de bajos instintos». Su estudio señala los rasgos que nos diferencian de ellos («la brecha») y de qué modo fuimos evolucionando como especie hasta alcanzar los siguientes objetos de análisis: el origen del lenguaje, de la cultura tal y como la entendemos, y de la moral como concepto milenario aunque mutable; pero también de algo tan etéreo y a la vez crucial en nosotros como el deseo de estatus, vinculado a la jerarquía y la estratificación social, expresado en todo ese mundo material del que tanto nos cuesta prescindir. En otros capítulos, el autor aplica su rigor científico para definir aquello que depende de la genética de lo relacionado con el entorno de aprendizaje —una dicotomía engañosa que el autor insta a evitar—; las moléculas que nos gobiernan, desde la dopamina o «diosa del placer» a la serotonina o «recompensa social», pasando por la oxitocina o «molécula del amor puro», sus implicaciones y matices más complejos; la certeza de que somos «un animal moral», y por ello podemos desarrollar actitudes altruistas y empáticas; así como la llamada «neurobiología de la ética», que pone en relación el funcionamiento del cerebro y los dilemas asociados a las nociones de bien/mal y los valores sobre los que se asientan. Un libro que evita la tentación de caer en lo sesudo de ciertos temas para, en cambio, estimular la reflexión y el debate, pues nada hay tan poderoso y esperanzador para nuestra especie como seguir haciéndonos preguntas.


Colectivo Desobediencia y Verdad, de Martín Sacristán (Bunker Books)

Ana Librada —nombre y apellido muy oportunos— es la «chica invisible» que protagoniza esta novela, ambientada en una sociedad (alarmantemente parecida a la nuestra) que la considera sospechosa por no tener cuenta en las redes sociales, ya saben: ese maná para el negocio de los datos, la única forma de conocernos o de darnos a conocer hoy día. Pues bien, ella es acusada de un delito de ocultación de identidad por la Agencia de Vigilancia en Internet (AVI). «Es que no aparece ni en las de ligar, coño. Usted follará como todo el mundo, vamos digo yo», le espeta uno de los polis, antes de revelarle el abecé de Twitter: «Simplemente métase con alguien que no conoce, eso funciona muy bien en Internet». La autoridad invade la intimidad y la soledad de la desconcertada ciudadana, fabricándole pesadillas y ansiedades antes de arrojarla a una espiral de desdicha: provocan que pierda su empleo (y crean una suerte de alarma antiterrorista para otros directores de recursos humanos), el subsidio de paro, las condiciones de su hipoteca, su acceso a la sanidad; es la muerte social en vida. En paralelo se nos presenta Diego, exempresario «quebrado», una víctima —más— de la crisis económica metido a activista, o más bien «actor». Se esconde en las palabras y con ellas juega a las arengas en una plataforma antidesahucios, aunque nadie desconfía más que él de las frases grandilocuentes: «Las filosofías tómalas con azúcar y disueltas en negro café, y déjalas para las páginas, porque no significan nada», se dice. Sin embargo, bajo esa fachada, él y otros pertenecen al clandestino Colectivo Desobediencia y Verdad, convencidos de que «hay que actuar ante los que están mirando» y de que los renegados de internet son la resistencia. En Ana encuentran a su particular elegida, la vía para revelar al mundo las paradojas del control y del Estado democrático y maquiavélico, que no duda en cercenar libertades y ejercer el máximo autoritarismo bajo la excusa de velar por la seguridad de sus ciudadanos. El escritor y periodista Martín Sacristán, gran especialista en tecnología y ciencia ficción, ganador del 42º Premio Enrique Ferrán por su artículo sobre vigilancia digital Soldados del algoritmo, sabe sobre qué sustrato real asentar esta ficción (poco) especulativa. Finalista del premio novela social Distrito 93, se trata de un thriller distópico y conspiranoico que sabe captar el actual clima de despotismo y crispación, de opresión y radicalismo, de cuestionables discursos ideológicos e incendiarias llamadas a la acción o reacción. Lo hace a través de un thriller absorbente, frenético desde sus primeras páginas, que de forma muy inteligente combina el relato en tercera persona con el que se escribe en segunda persona (Ana) y en primera persona (Diego). De esa forma, el autor transcribe sin filtro el flujo de pensamiento de sus protagonistas y plantea sin paliativos las situaciones a que se enfrentan, con dos efectos: sumergirnos en la corriente de la acción y obligarnos a tomar partido, a mojarnos. ¿Estamos con los protagonistas o contra ellos? ¿Somos los vigilados o quienes vigilan? ¿Y a estos últimos quién los vigila? La narración se completa con los manifiestos y las proclamas del colectivo que le da título —no solo contra el Estado sino también contra sus cómplices: corporaciones, bancos, algoritmos—, imbuido de un espíritu necesariamente anarquista y libertario: «Desobedeciendo defenderemos la verdad. Exigiendo palabras sencillas y claras que no la escondan bajo el lenguaje especializado de las leyes». Esta apabullante novela hace de todo con las palabras, menos esconderse.

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