Tempus fugit

Llega el otoño, como llegó Juan Sebastián Elcano

Tempus fugit: XXXVIII septimana

19 de septiembre de 1771 — Orden de Carlos III (el nuestro)

«Carlos III con el hábito de su Orden» (c. 1783-1784). Palacio Real

Los reyes, desde la antigüedad más remota, han premiado las hazañas de sus nobles y súbditos de muchas maneras. Lo habitual ha sido siempre que se otorgaran títulos nobiliarios que llevaban aparejadas tierras o pensiones vitalicias; gracias a ellas, el reconocido y su familia podían pasar el resto de sus vidas con mucha comodidad económica y algunos todavía lo hacen, solo hay que leer el Hola para comprobarlo.

Esto era posible porque los reyes tenían lo que se llamaba un «sentido patrimonial de su reino» o, dicho en román paladino: las tierras eran de su propiedad y podían repartirlas como quisieran; un concepto medieval que se alargó hasta la llegada del constitucionalismo, por no decir algún tiempo más.

Además de títulos nobiliarios y tierras, se fueron creando a lo largo de la historia otro tipo de condecoraciones con las que se premiaban los servicios a la Corona. Cuando el poder de los reyes empezó a declinar, es decir, cuando después de la Revolución Francesa empezó a cambiar la cosa, esa idea de que «todo esto es mío» fue desapareciendo y ya en el siglo XX los reyes dejaron de disponer de tierras que regalar y pensiones que repartir.

Lo que tradicionalmente habían sido poderes del rey se traspasaron al Estado moderno y entre esos poderes se contaba la capacidad de penalizar y su cara B, la de premiar a los ciudadanos. Existe el Derecho Penal y existe, aunque parezca raro, el Derecho Premial que tiene como objeto regular los premios a los ciudadanos que se distingan por sus hazañas o servicios al Estado. Ahora consiste en honores que no llevan aparejada pensión o tierras, faltaría más, y existen muchos y de variadas categorías.

Los títulos nobiliarios, sin embargo, son concesiones exclusivas del rey: siguen existiendo, pero no tienen ninguna sustancia, son meramente honores que no hacen a ningún ciudadano de mayor categoría (civil) que otro, como ocurría antes.

La condecoración más importante que concede ahora el Estado español es la Orden de Carlos III, instituida por este monarca el día 19 de septiembre de 1771, y tiene por objeto condecorar a personas que se hubiesen destacado por sus buenas acciones por España y la Corona. Se convirtió en orden civil (antes era únicamente de caballería) en 1847 y desde 1983 también condecora a mujeres.

Como Carlos III era muy devoto de la Inmaculada Concepción, los colores de las condecoraciones son el blanco y el azul celeste; la podemos ver en forma de collar, gran cruz, encomienda de número, cintas e insignias. La tienen casi todos los que han sido ministros de un bando y de otro, y suelen lucirla los reyes en recepciones oficiales de carácter lúdico o festivo; no se ponen nunca en funerales o en actos que conmemoren hechos dolorosos.

Se colocan sobre unas bandas de color azul y blanco, iguales a las que se ponen a las novias en sus despedidas de soltera por debajo de la diadema de pene, y las reinas o damas de honor de las fiestas de los pueblos. O, al revés, cuando se pone la banda de reina de belleza se está imitando la condecoración. El pueblo siempre se ha conformado con eso, con imitar a los poderosos.

20 de septiembre de 1519 — Hernando de Magallanes

Retrato de Fernando de Magallanes. Biblioteca de la Universidad de Sevilla

El 20 de septiembre de 1519, cinco naves financiadas y pertrechadas por la corona española —Santiago, San Antonio, Concepción, Trinidad y Victoria— partían del puerto de Sanlúcar de Barrameda bajo el mando del portugués Hernando de Magallanes. La expedición tenía como objetivo principal llegar a las islas Molucas navegando hacia el oeste y arrebatar el monopolio de las especias a los portugueses, que las conseguían circunnavegando el continente africano hasta llegar al océano Índico.

La expedición contaba con 265 hombres de diferentes nacionalidades y condición, desde los instruidos capitanes y mandos salidos de la Casa de la Contratación de Sevilla, hasta muertos de hambre, delincuentes o sirvientes que preferían aventurarse en el mar antes que pudrirse en la miseria de sus tierras.

Así empezó la primera vuelta al mundo, la que demostraría que la tierra es una esfera y que se podía volver al punto de partida navegando hacia el oeste. Tardaron tres años en completarla y por ello celebramos en 2022 semejante gesta, inmensa, tan importante o más que la llegada del hombre a la luna y de la que no van a participar los terraplanistas, pero ellos se lo pierden por tontos.

Una vez en Brasil, Magallanes se propuso encontrar un paso hacia el Mar del Sur que había descubierto Núñez de Balboa en 1513; navegó y navegó hasta que llegó a lo que hoy llamamos el estrecho de Magallanes, en el extremo sur de Chile, entre la Patagonia y la isla grande de Tierra del Fuego, el paso natural entre los océanos Pacífico y Atlántico. Por el camino había perdido dos naves y parte de la tripulación que, por miedo o por aburrimiento, desertaba llevándose gran parte de las provisiones.

El 28 de noviembre de 1520, con los tres barcos que le quedaban, avistó un océano desconocido al que bautizó como Pacífico —por encontrarlo en calma— y del que no sospechaba su tamaño, que tardaron 97 penosos días en atravesar sin provisiones suficientes. El 16 de marzo de 1521 llegaron a las islas Filipinas donde unos nativos le hablaron en malayo, el lenguaje de las Indias Orientales, y ahí entendió que lo había conseguido: había dado la vuelta al mundo. ¡Hip, hip, hurra!

Desgraciadamente, la alegría le duraría muy poco porque un mes después unos indígenas acabarían con su vida. Tomó entonces el mando de la expedición Juan Sebastián Elcano que, con los 114 hombres que quedaban, continuó la travesía y consiguió llegar al puerto de Sevilla el día 8 de septiembre de 1522, trayendo en la nave Victoria gran cantidad de especias de las Molucas; solo bajaron del barco las 18 piltrafas humanas que habían conseguido sobrevivir a semejante aventura. El monarca condecoró a Juan Sebastián Elcano con un escudo de armas con un globo y la divisa Primus circumdedisti me.

Si esta hazaña maravillosa la hubieran llevado a cabo los británicos, la estaríamos conmemorando con los fastos más fastuosos. Visto lo visto con la muerte de su reina, cabe imaginar lo que hubieran planeado si ellos hubieran sido los primeros en darse cuenta de que la tierra es redonda.

23 de septiembre — Llega el otoño

«Otoño» (1573), de Giuseppe Arcimboldo. Museo del Louvre

Va a empezar el otoño y nos hacemos un poco de lío con la fecha. Algunos calendarios señalan el día 21 de septiembre y otros el 23, pero siempre hay que esperar a lo que diga el Instituto Geográfico y Catastral, que es el organismo que determina el día y la hora.

En 2022 y para España, el sol cruzará la línea del Ecuador en su movimiento aparente hacia el sur a las 3:04 horas del viernes 23 de septiembre. Esto, como cualquier medida del tiempo, se debe a un convencionalismo creado por los hombres, porque la rotación de la tierra no es exacta y dura unos 365 días más seis horas y unos minutos. Ese exceso horario se acumula cada cuatro años, añadiendo a febrero el día 29, lo que llamamos un bisiesto. Puro invento. El sol se va hacia el sur y la naturaleza se va parando en el hemisferio norte a la espera de que vuelva en forma de primavera, dentro de seis meses. Lo contrario de lo que ocurre en el hemisferio sur, donde empiezan a reventar las flores, a revolotear los insectos y a hervir la sangre de los adolescentes.

Los antiguos griegos, que no contaban con observatorios astronómicos, lo explicaban mediante la mitología: la diosa Deméter tenía una hija, Perséfone, de la que se encaprichó Hades, dios del Inframundo, quien la raptó y se la llevó con él. La madre, desolada, la buscó hasta que consiguió que Hades le permitiera verla una temporada al año (primavera y verano), pero después tenía que volver con el esposo. La tristeza de la madre era la tristeza de toda la naturaleza que se apagaba con la partida de Perséfone.

Las hojas que caen, los frutos que se recogen en la época y el sentimiento de melancolía general son temas muy atractivos para los pintores: Arcimboldo, un pintor nacido en Milán en el siglo XVI que trabajó para el estrambótico Rodolfo II de Austria, pintó una serie de cuadros muy complejos en los que compuso caras a partir de los frutos propios de cada una de las estaciones, pinturas que son muy conocidas por singulares y de las que existen varias versiones en el Louvre, el Vaticano y la National Gallery.

Goya tampoco se resistió y pintó, a finales del siglo XVIII, una serie de cartones para la Real Fábrica de Tapices en los que refleja escenas costumbristas, entre ellas La vendimia, que se exhibe en el Museo del Prado.

Para los pintores impresionistas la llegada del otoño era ideal: la pintura rápida, la captación de la luz y los colores directamente de la naturaleza en estas fechas fueron motivos recurrentes en las obras del grupo, es el caso de Pissarro y, algo más tarde, Van Gogh. Ambos pintaron bastantes álamos, árboles que se ponen en estas fechas especialmente bonitos.

Acompañamos en el sentimiento a Deméter y nos dejamos llevar por la melancolía, mientras nos comemos unas granadas y bebemos una copa de vino. Y le llamaremos, una vez más, otoño.

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