I
Una condena en prisión es como una brujería-de-juez, eso es, una maldición para que el tiempo se detenga y cada día se alargue y torture como si estuvieran raspándote los huesos. Y uno todo aburrido y arrinconado, pensando, repensando y volviéndose loco. Me dicen Limón, pero me llamo Martín, MartínLimón. Para invocar un conjuro contra esa brujería-de-juez yo encontré mi contra, mi tabaco, mi ron, mi hechizo vudú: me senté a leer. En el ojo del huracán de la prisión, las historias me mordieron y terminaron por tragarme enterito, y vea, quedé hablando como un poeta de tres pesos. Leía y a la vez desertaba de la cárcel y esa brujería se convirtió en otra cosa, en otra cosa.
Yo antes no leía nada, pero nada era nada. Ni me interesaban esas historias del campo con mujeres y hombres con sombreros y caballos, ni las historias de amores pendejos de gente que no tenía nada qué ver conmigo, ni con mis calles, ni con la tienda de don Ramiro, por ejemplo, ni con Tatiana, tan linda, ni con mi moto, mis vueltas, nada de mi barrio o mi música o mi mundo. Eso es, yo no leía nada, pero nada era nada.
¿Y cómo empecé a leer? Eso fue una tarde cuando, por pura pereza, estuve mirando la biblioteca de la cárcel, un cuchitril con sillas podridas para las reuniones con sicólogos y rehabilitadores, y me llamó la atención la tapa de El poder del perro. Leí el resumen y me pareció tan entretenido que de una salté a la primera página: fue como inhalar una bomba de humo de una poderosa marihuana. Severo viaje. Por primera vez escapé del terror que me producía el tiempo detenido y mi percepción del mundo cambió.
Leyendo en la cárcel se me apagaron el miedo y la ansiedad. Entonces yo escapaba del abismo para fugarme a un lugar tranquilo, ese lindo lugar donde estaré cuando muera. Leía embrujado por ese hechizo vudú que es la lectura y caía en otro lugar, en otro tiempo, y la maldición del juez se deshacía, ese virus que es la justicia, esa pandemia que me obligó al encierro. Después de tantas horas leyendo quedé hablando así también, como si fuera un pillo educado, un ladrón leído, pura barbarie y biblioteca, qué risa, lo mejor es seguir con la historia.
Gracias a mis libros sentí que iba a otra velocidad sobre el tiempo. Así leí La serpiente emplumada de D. H. Lawrence, Serenata de James M. Cain, El poder y la gloria de Graham Greene, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, La última oportunidad de Richard Ford, Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy, Lejos de Veracruz de Enrique Vila-Matas y Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Entre ellos, nadie de la literatura colombiana, porque esa literatura es un desastre.
Estas historias tenían todo que ver con mi mundo y mis calles y mi gente y mi cabecita. De todos los autores que leí, el que más me gustó fue Edward Bunker, un man que cuando era chiquito era supernecio, y ya más grandecito se dedicó a robar, extorsionar y falsificar. Entraba y salía de la cárcel, como yo, pero luego el man se volvió famoso, yo no. Bunker pasó dieciocho años encerrado en distintos reformatorios y prisiones. El primer libro suyo que leí fue No hay bestia tan feroz. Una parte dice así: «Rosenthal me dijo: —Tu gran problema es la inmadurez emocional. Quieres que la vida sea como en el cine, llena de emociones. Así es como piensan los niños, pero los adultos aceptan la monotonía, el tedio, la frustración».
Edward Bunker, luego lo supe, fue gran amigo de Quentin Tarantino. Alguna vez, el director de cine necesitaba una fuente de información directa de los bajos fondos para sus pelis y adivine a quién le preguntó. Eso es. Bunker aparece en esa película llamada Reservoir Dogs.
II
En la cárcel, como en todas partes, alguien tiene que imponer las reglas, ese orden depende de las armas, y en este caso de los cuchillos. Yo tenía la esperanza de ganarme un buen mando, imagínese cultivar la esperanza en el abismo. Soy un hombre de fe, de mucha fe, entonces prendía una velita y me rezaba un Padre Nuestro pidiéndoles a Dios y a la Virgen María para que me ayudaran a tener fuerza y, claro, inteligencia. Entre nosotros decíamos: «Dígame cuál arma tiene y le diré de cuál carece». Dígame lo que tiene en el corazón y le diré lo que le falta en el cerebro.
Bueno, sigamos, cada día reventaban broncas por el control del patio. Como digo, fue una época muy-muy dura, pero yo sabía que tenía que actuar rápido y así lo hice. Luego de la primera condena en la cárcel de Bellavista ya me había ganado el respeto, mis oraciones no fueron en vano. Comencé a armar mi combo, armarlo, y pensar en cómo ganarme la vida, a diseñar el negocio, mi negocio. La vida en la cárcel es muy difícil para andar sin plata, entonces me aceité el contacto con algunas fichas dentro y fuera.
Unos meses después de llegar a Bellavista trasladaron a nuestro patio a cuatro muchachos, eran caleños y llegaron calmados, calmados los caleños. A los quince días querían ser los más tesos y montar imperio, un imperio caleño y valluno en territorio antioqueño, cómo le parece. Un sábado en la mañana se levantaron luego de tragar pastillas Roche que quitaban el miedo y hacían que uno se creyera Superman, un Superman empepado. Salieron envueltos en cobijas y cuchillos en las manos.
En una primera pelea con uno de nuestros mejores hombres, estos caleños lo cascaron y cogieron más confianza. Incluso ya se sentían dueños del patio. Yo esperaba detenido contra una pared para saber cómo se movían. Tenía que estudiarlos. Cuando supe cómo atacar, dejé el puñal con uno de mis escoltas y me les fui a los puños con buena técnica de boxeo, esquivando las hojas de acero de sus puñales. En el patio estaban emocionados porque era una pelea de puñal contra puños. Era el jefe y tenía que demostrarles. A uno de los caleños le di un puñetazo en el estómago, pero la cobija amortiguó el golpe, entonces supe que solo iba a ganarles si coronaba en las quijadas. Al final quedé herido en un hombro y en una mano, con cortes profundos. Sí, así fue, luego de darle un puñetazo al primero en un ojo, lo desarmé y hundí su puñal. Con los otros hice lo mismo, sus propios puñales en sus propios cuerpos.
El pelotón antimotines tuvo que disparar balas de goma contra la cantidad de presos y el desorden. Dispararon granadas de gases lacrimógenos, abrieron espacio a punta de garrote y retiraron los cuerpos.
¿Y mi plan B? Por la noche pensaba: bueno, ¿Martín y ahora qué plan tienes? Y yo mismo me contestaba. Mi plan B es como el A, pero ya desde la cárcel y al lado de Dios y la Virgen María, sin dejar de mirar el horizonte, sin dejar de mirar el porvenir, sin dejar de creer en el destino y la esperanza.
Entonces el profe de la biblioteca me trajo La educación de un ladrón, otro libro de Bunker. Me acordé de los manes que vienen dizque a enseñarnos escribir cuentos y crónicas, unos pobres pendejos que no han vivido, y por eso son tan malos escritores.
Mire la cita de Bunker: «En lugar de empezar con un simple érase una vez, vendí sangre para pagarme un curso por correspondencia de la Universidad de California. Esto sucedía en la breve época en que la sociedad consideraba la educación un camino a la rehabilitación. Las primeras lecciones trataban de gramática y sintaxis, que nunca llegué a entender, como se constató en mis notas. Pero cuando las lecciones pasaron a ser auténtica redacción, las calificaciones fueron excelentes y el instructor, probablemente un estudiante de posgrado, me cubrió de elogios. Cuando terminó el curso, icé velas en solitario en el proceloso mar de la palabra escrita: Érase una vez un par de adolescentes que entraron a robar en una licorería y…».
Lo anterior me contestó por qué la literatura colombiana es tan mala. Porque está escrita por señoritas y señoritos que no se han untado de la calle, ni de la cárcel.
III
Para terminar le voy a contar lo que sentí cuando pasé al papayo a los caleños que pretendían bajarme de cacique. Asesinar a los muchachos no fue algo bien hecho, no lo fue, y aun así era mi obligación. Esa semana fui torturado por pesadillas. Mis oraciones no valieron de nada para aliviarme, no me sirvió de nada cultivar la esperanza.
Muchas veces me he arrepentido de mi manera de asumir la vida. Yo hubiera estudiado, hubiera sido una buena persona pero en los barrios de Medellín no tenemos opción, nos defendemos o nos defendemos. El enemigo nos mira mientras dormimos. Yo he querido hacer las cosas bien, pero todo lo que consigo hacer bien es el mal. Romper era el único camino, el único. Arrastrando mi destrucción y mi confianza estaba demostrando que tenía un motivo y un horizonte. Estaba destruido, pero me tenía confianza. Cuando uno tiene fuego en la sangre es muy difícil vivir, sé que no tengo educación y no tengo cerebro, miro el futuro y lo veo muy oscuro, o mejor, ni lo veo. En mi barrio hay una ley, es la ley del más fuerte. Surgen problemas y empuño mi ángel de la guarda, he intentado ser un ángel, pero me ha tocado ser demonio.
Andrés Delgado (Medellín, 1978) ha sido ingeniero, panadero, guitarrista, militar y periodista. Colabora con diversos medios de comunicación y es autor de la novela Sabotaje (2012), la colección de crónicas Noches de estriptís (2015) y El vértigo del viaje. Buscando a Zafón (2021).