Horas críticas

Libros de la semana #76

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

La palabra bonita, de Elisa Gabbert (Tránsito)

La vocablofilia —palabro que acuñamos para la ocasión— u obsesión por las palabras se halla en el corazón de este libro que, de hecho, resulta tan apasionante como analítico a la hora de abordarla. «Los problemas más interesantes de la escritura no se pueden resolver, o mejor dicho, deben resolverse una y otra vez, cada vez que escribes», escribía hace poco la autora en uno de sus artículos en medios. Elisa Gabbert (1979), colaboradora estable del New York Times y habitual de prestigiosas revistas como Harper’s, The New Yorker o The Paris Review, es poeta y autora de varios libros de crítica cultural, a los que se suma este volumen editado por Tránsito. Se trata de un compendio de ensayos en primera persona que versan sobre lenguaje y conocimiento a través de anécdotas, curiosidades o ideas aparentemente intrascendentes pero muy reveladoras; una lúcida indagación que logra contagiar su fijación por el acto iluminador, a ratos buscado y a ratos accidental, de la lectura. Con enorme perspicacia, Gabbert ofrece un itinerario crítico impregnado de fuerza evocadora y humor, recordando tanto a Susan Sontag como a Nicholson Baker, y con guiños a otros grandes de la no ficción como Joan Didion, Siri Hustvedt, John Berger, Anne Carson o David Foster Wallace. Apuntes de tono íntimo pero amplio alcance sobre el oficio de escribir como extensión del pensamiento y la afición a tomar notas («empecé a usar cuadernos de notas para poder ser una escritora que usa cuaderno de notas»); el llanto y su consideración pública como algo vergonzoso o desagradable («en el hecho de hablar hay cierto elemento con capacidad para desencadenar las lágrimas»); la lógica de los sueños y las fantasías en tercera persona; las «palabras intraducibles» (a destacar, por cierto, el encomiable logro de traducción a cargo de Esther Cruz Santaella); la intención lírica en la relación —o no— entre párrafos consecutivos, la «mente de poesía» en oposición a la de prosa, los selfis y el retrato de la felicidad o la telegenia, o bien el ensayo que da título a este libro, en el que sostiene que el adjetivo bonito/a ha caído en desuso porque «somos gente codiciosa y queremos que lo meramente bonito sea precioso». Gabbert exhibe profundidad y gracia en sus textos, centrando la mirada en detalles de gran sensibilidad que pasarían desapercibidos a la mayoría de ojos, entrenados o no, con reflexiones tan certeras como la que extrae de la mitificada Apocalypse Now de Francis Ford Coppola: «Es imposible criticar la guerra en el cine sin glorificarla al mismo tiempo».


El asedio animal, de Vanessa Londoño (Almadía)

Este libro se abre —en canal— con una especie de declaración inicial: «La literatura, pienso, está en el acto de restituirles vitalidad a los miembros cortados, y en contar las historias de los cuerpos que persisten en recordar las partes mutiladas y sus fantasmas». Antes incluso de ese preámbulo, una cita de la brillante polímata inglesa Margaret Cavendish (quien, por cierto, definía sus manuscritos como «cuerpos de papel») establece que «somos cuerpos encerrados en almas», aludiendo a uno de los temas capitales de El asedio animal. Amadrinada por Diamela Eltit, la colombiana Vanessa Londoño (Bogotá, 1985), Premio Nuevas Plumas de la FIL Guadalajara, debuta con este relato que, ambientado en una aldea al norte de su país, territorio sin ley donde tantísimo terror, castigo y daño ejercieron las FARC, avanza rodeado de cuerpos poseídos y violentados, familias hechas pedazos —literalmente—, tierras que evocan a sus desaparecidos habitantes, vidas remanentes desechadas por el poder, conexiones y resurrecciones a través del lenguaje de otros cuerpos sobrevivientes, resistentes y memoriados: «Mientras conversaban yo trataba de establecer la legalidad de esa memoria; de comparar mi historia con esa frágil realidad suya que se exiliaba de todo sentimiento, de evitar que el nombre de mi madre se convirtiera en un simple recuerdo para ellos repetido y confuso, como si fuera una tragedia de segunda mano». Cuatro capítulos que son crónica no cronológica de una salvaje dominación colonial, racial y de género, y en los que la brutalidad de las torturas contrasta con el deseo, al que se dibuja como «un cuerpo que se persigue hasta saciar la impredecible geografía de su apetito», y también «la unidad de medida de nuestra existencia, la evidencia de que frente a él, el amor es un incidente». Lo físico en la escritura de Londoño se agazapa en la potencia de sus imágenes, la plasticidad y la sensorialidad de sus escenarios, la imbricación de pensamiento y paisaje, de naturaleza y violencia (tensión que es la misma Historia del mundo y del hombre), el extremo lirismo y la musicalidad de ciertos párrafos: «El desierto estaba plagado de silencios animales; y de un asedio oculto en la arena cuyos fragmentos iban quedando enumerados a esa hora por la luz». Una prosa tensa y desatada, mezcla de precisión y oralidad, a la que podemos ubicar en la crecida impetuosa de las Cristina Rivera Garza, Mónica Ojeda, Sylvia Aguilar Zéleny, Alaíde Ventura Medina, Selva Amada, Lorena Salazar… Una nueva narrativa latinoamericana presa de lo poético y lo político, local e indomesticable, que testimonia realidades silenciadas y ultrajes sordos como los del feminicidio, tejiendo otro relato de las cosas. En Mercurio saludamos este desbordamiento y también el desembarco de la editorial mexicana Almadía en España, que en el caso de este libro nos regala pasajes magistrales que dolería no reproducir enteros: «Aquí he aprendido todo lo que hoy me condena, todo lo que me incapacita y todo lo que me hace querer vivir para olvidar; porque a veces me parece que recordar es saberse sobre todo abandonado, y que las facciones de la cara se escurren cuando pierden la memoria de lo que registran. Me arrepiento de los descubrimientos que hice de tanto caminar entre muertos; de tanto caminar entre cuerpos desmembrados y entre todas esas partes rotas y llenas de desajustes. Saber, por ejemplo, que los huesos inundan el área de una fractura propagándose entre sus propios espacios, porque el cuerpo le tiene terror al vacío y en ese terror se somete a la horma desfigurada que deja la curva de su derrota». El asedio animal imparte justicia poética y clama dignidad, restaña heridas y besa cicatrices de los desamparados, a quienes ya les arrebataron hasta la voz.


Máquinas filosóficas, de Dardo Scavino (Anagrama)

«Como existe mucho trabajo duro y tosco por hacer, hay que conservar a los humanos que se someten a él hasta que las máquinas puedan ahorrarles ese trabajo», escribió Nietzsche a finales del siglo XIX; cabe preguntarse si de forma visionaria o ingenua, o quizá ambas cosas. Subtitulado Problemas de cibernética y desempleo, este ensayo se plantea esa relación en un contexto donde la ya de por sí precarísima situación del mercado laboral se ve cada día más acompañada —o amenazada— por la fuerza de trabajo de las inteligencias artificiales y robóticas. Pese a lo que pueda parecer, esta preocupación no es (ni siquiera relativamente) reciente, e incluso la filosofía clásica se entregaba a disquisiciones relacionadas con ella, pues trabajadores —y esclavos— ha habido siempre. Lo que no siempre ha habido son derechos, y nunca parecen alcanzarse los que se pretenden, o no al nivel que se desearía. Es por tanto una cuestión que siempre ha estado vinculada a las tensiones de poder (como aquí se enumera: gobernantes/gobernados, empleadores/empleados, autonomía/automatismo), por eso nunca ha pasado de moda y por eso «los futuros litigios políticos seguirán girando en torno a la dominación de unos humanos sobre otros». El filósofo, docente y escritor Dardo Scavino (Buenos Aires, 1964), Premio Anagrama de Ensayo con su anterior El sueño de los mártires. Meditaciones sobre una guerra actual, navega en estas páginas por cuestiones que van de los serviles autómatas de Aristóteles en su Política, en contraposición con las ideas del inventor de la cibernética, Norbert Wiener; al mecanicismo artificial en el Discurso de Descartes, frente a las teorías del padre de la química moderna, Antoine-Laurent de Lavoisier; pasando por las invectivas de Marx contra la utopía tecnológica y las «monstruosas fábricas», los hombres-máquina del doctor Julien Offray de La Mettrie y su relación con la obra de Kant, los campos de exterminio como paroxismo de la industrialización según Hannah Arendt, los dasein de Martin Heidegger, que según Peter Sloterdijk tanto se parecían a los cíborgs, y hasta el Funes de Jorge Luis Borges vinculado a las memorias algorítmicas del mundo actual. Según Scavino, las promesas de una sociedad tecnologizada y, de ese modo, más igualitaria y libre se topan ahora con la descarnada realidad del sistema que la ha propulsado en aras del progreso y que, paradójicamente, plantea nuestra completa sumisión, como si fuésemos meras máquinas de currar. «No pretendo resucitar en estas páginas ninguna espiritualidad agonizante, ni decirle adiós al humanismo», explica. «Me interesan más bien las fuentes de aquellos pronósticos: desde cuándo, y por qué, pensamos lo que pensamos acerca de las maquinarias y su relación con los humanos». Lo que hace falta en esa controversia, dictamina el autor, es un lenguaje común que haga posible el entendimiento.


Oneiron, de Laura Lindstedt (Armaenia)

Premio Nacional de Literatura en Finlandia en el año de su publicación original —2015—, este libro se abre con una expresiva cita de La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi: «Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces, ¿dónde estaré cuando ya no exista?». Subtitulada Fantasía sobre los segundos posteriores a la muerte, esta curiosa novela sitúa en esa tesitura post mortem a siete mujeres de diverso origen y trayectoria vital, desconocidas entre sí, quienes se encuentran en una suerte de limbo, aunque tampoco es exactamente eso: «No, no estaban en la sala de espera entre el cielo y el infierno, en el mundo de los espíritus, aguardando el emplazamiento final, que sería absolutamente justo». Más bien, se nos dice, el espacio informe en que se hallan representa «una vida más real que la vida», citando las teorías del científico y místico sueco Emanuel Swedenborg, un no lugar donde lo temporal y lo carnal no son ya parámetros aplicables, como tampoco la memoria de lo vivido, pero sí la palabra, que por fuerza entre ellas es multilingüe y multicultural. A partir de las piezas de ese rompecabezas que son sus existencias pasadas y lideradas por una mujer judía que convirtió su vida en arte con fatales consecuencias, estas mujeres tratan de configurar un relato sobre quiénes fueron. Un relato que empieza —como un tiro— en segunda persona, à la Lorrie Moore: «Seis mujeres caminan hacia ti en el vacío blanco. Te sobresaltas como si despertaras de un sueño, te giras, miras a los lados, arriba y abajo. No ves nada en lo que anclar tu mirada, no existe nada, excepto ese peculiar séquito que flota cada vez más próximo». Ocho años le llevó a Laura Lindstedt (Kajaani, 1976) la exhaustiva investigación, documentación y escritura de esta obra, intensa y ambiciosa en su profundidad y alcance casi filosóficos, en torno a los misterios de la muerte y de actos tan objetivos y milagrosos como el de respirar. Pura osadía narrativa y formal, Oneiron contamina los resortes novelísticos de pasajes experimentales, líricos o ensayísticos (en formato de odas, listas, ponencias, obituarios, noticias, anuncios, cartas…), aunando fantasía y disección social en una distopía que encaja a la perfección con estos tiempos en que ve la luz en España, de la mano de Armaenia Editorial. Una provocadora y singular obra feminista y de tono existencialista, con cita a la Solaris de Tarkovsky (y de Lem) y al Eyes Wide Shut de Kubrick (y de Schnitzler), que supone también una reflexión punzante sobre lo que está y no en nuestras manos, el destino como realidad trágica y el alma que contiene la esencia, única y trascendental, de las mujeres.

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