Horas críticas

«La desaparición»: memorias dobles

Marta Nieto y Miguel Ángel Solá, en una imagen promocional de «La desaparición».

Los responsables de la película La desaparición son conscientes de que su proyecto no va a competir, no pretende hacerlo, en la misma liga que los últimos megaéxitos de las macroproductoras con su megaestrellas y sus multimillonarios presupuestos publicitarios. Por eso en la invitación a visionar su hora justa de duración sugieren al espectador que se haga tres preguntas: «¿Te interesa saber por qué estás a punto de abrir una puerta que convenía tener cerrada? ¿Quién es la persona a la que tú abrirías la puerta? ¿Cuánto crees que sabes del alzhéimer?». Tres preguntas que orientan su recepción y no impiden que surjan nuevas preguntas tan pronto empiezan a sucederse las imágenes, interrogantes suscitados por el intrigante planteamiento y desarrollo de esta recomendable película.

En primer lugar: ¿qué es esto? Es el segundo largometraje de ficción de Rubén Alonso, guionista y director de Íntimos y extraños (2008), con un elenco de gente muy conocida —Michelle Jenner, Karra Elejalde, Coque Malla, Pablo Rivero y Blanca Lewin—, que cosechó cierto succès d’estime en forma de premios y presentaciones en festivales. Fue rodada en Valladolid, antes de que estallara la pandemia. Una imagina que al leer el guion, los dos actores protagonistas, el hispanoargentino Miguel Ángel Solá y la española Marta Nieto, tuvieron pocas dudas para aceptar el reto, porque lo es, de interpretar a sus personajes, roles sin apenas diálogo y este reducido al mínimo hasta condensar las emociones que van a transmitir con poquísimos elementos pero muy bien explotados.

Empieza con una mujer en la treintena, rubia, el pelo recogido en un moño desordenado, que abre el buzón y saca el correo en el vestíbulo de una finca de pisos de clase media urbana. De entre el montón de sobres, sobresale una postal que ella lee y relee. Monta en el ascensor, abre la puerta y entra en un piso, pero la cámara nos deja con un plano del elegante ascensor vacío. Luego, un travelling lateral nos presenta a un hombre mayor —setenta y pico años— en pijama, sentado a oscuras en una silla de diseño, en lo que parece ser el salón de un piso cómodo y decorado con cierta solvencia. Con expresión sufriente, mira a una puerta cerrada. En un tocadiscos gira un vinilo mientras oímos una música pop, alegre pero superficial, que se hará machacona, mientras unas frases sobreimpresas a lo cine mudo van indicando en estilo casi aforístico el tono del sentimiento que agita al hombre. Una de esas frases es «Nadie deprimido pretende luchar contra el destino en una silla», o «La incertidumbre», o «Alzhéimer». Cada entrada va añadiendo información que responde a las previsibles preguntas que se hace el intrigado espectador: ¿por qué está tan solo? ¿Ha estado siempre solo? ¿Por qué en pijama? ¿Espera a alguien real? Sabemos que el contexto no es el de la pandemia del covid, porque se rodó con anterioridad y no hay alusiones de ningún tipo al confinamiento del 2020. Esta es una soledad que todavía parece ajena al tema del abandono de los ancianos en sus casas, que cada tanto los noticiarios traducen y denuncian en forma de estadísticas. No hay trama, sencillamente está este hombre escuchando una música que ni siquiera parece la que más le gusta —prefiere la clásica—, mientras una voz en off comunica lo que siente, la enfermedad que ha dado pie a esta inmovilidad agitada, a una batalla por resistir a la disolución de la identidad que va ligada a la pérdida de la memoria. En algún momento lo veremos reptar por el suelo intentando llegar hasta la puerta. Lo veremos más joven, a punto de entregarse a esa espera obsesiva.

Lo fascinante de esta apuesta es que salta a la vista (y al oído) que es una decisión de director: Solá convierte su cara y su expresión, o el cuerpo cuando la cámara lo toma entero, en un volumen escultórico que evoca, no sé si adrede, las figuras sentadas y terribles del pintor Bacon. Con Carlos Cebrián, el director de fotografía, Rubén Alonso ha diseñado una imagen tan sofisticada como atractiva y que en la combinación de los tonos de color nos recuerda a otro pintor dramático contemporáneo, Lucien Freud. Puede que al conseguir que el espectador establezca estos parecidos esté invitando a interpretar la expresión intensa del actor de una manera concreta. El director explica que ha querido sugerir el ambiente del thriller de los años setenta y para eso ha utilizado tecnología 8K y objetivos anamórficos, que permiten recoger más espacio dentro del plano, como hace un gran angular pero sin provocar la típica distorsión que curva la imagen. Aquí, esa elección juega a favor del sentido de la narrativa: las primeras imágenes del vestíbulo que recorre Marta Nieto avanzan el tema de la soledad. Las páginas especializadas explican que con los lentes anamórficos, típicos del Cinemascope, se pierde profundidad de campo. Aquí, al retratar al hombre sentado, al mover la cámara en travellings o girando alrededor de su cabeza, se consigue, aprovechando el desenfoque del fondo, un efecto de separación: ahí está el hombre, solo y esperando, aislado de cada objeto dentro de su propia casa, o unido nada más a lo que aún significa algo para él. La cámara tomará primeros planos del busto del actor, o planos detalle de los ojos, de la mano aferrada al borde de la silla, la pierna que se mueve, quizá siguiendo una música que oye en su memoria, en los despojos de ella. La puerta cerrada.

El otro punto fuerte de La desaparición es la música, muy bien elegida y utilizada en sentido contrario al acostumbrado acompañamiento ornamental que o subraya la acción o adelanta con estruendo algún efecto sorpresa. Aquí, el jazz consigue que el ánimo del espectador no se contamine de la angustia del personaje y además evoca los escenarios y los deseos que el hombre conserva, aunque sean hechos trizas. La música clásica o el pop, las canciones a lo Henri Mancini o de chica cantante de los 60 antes del rock, para animar una fiesta con invitados jóvenes elegantemente vestidos, copas de champán en mano, plantea la intriga y al mismo tiempo la resuelve en parte. Al espectador le corresponde completar el sentido, son los últimos recuerdos, los que resisten, los que vuelven continuamente, igual que la cancioncilla pop que suena en el tocadiscos. La voz del hombre que espera será sustituida por la de una mujer que narra en off quién es él, o mejor dicho quién fue, también quién es esa mujer joven que ha recogido el correo, vamos a ver una historia de amor a través de imágenes muy estilizadas, reducida a lo esencial y que por eso requiere de los actores control del espacio. Decía al principio que es el tipo de propuesta que puede atraer a un actor curtido con ganas de arriesgar; tendrá que apartarse tanto de la insulsez por exceso de contención como de la sobreactuación, y esto vale para Miguel Ángel Solá, con su potente presencia y dominio, y para Marta Nieto, que sabe comunicar el mundo interior del personaje ante la cámara sin hacer mucho o, en cualquier caso, sin hacer en exceso.

¿Qué sabemos del alzhéimer? Desde el punto de vista científico, sabemos que ha sido difícil determinar su origen y que continúa siendo difícil encontrar tratamiento, que tal y como funcionan las sociedades actuales la persona que no puede valerse por sí sola trastorna la vida cotidiana de los que le rodean, de ahí que los abordajes en la ficción se centren en los efectos y poeticen el deterioro progresivo del enfermo para enfatizar la importancia de los vínculos afectivos y la noción de memoria como estructurante de la identidad.

La desaparición acierta al concentrarse en lo esencial —aunque los 30 años de diferencia entre el hombre y la mujer provoquen al principio desconcierto— con un argumento que señala entre las necesidades fundamentales del ser humano el afecto desinteresado, que los rescoldos de una pasión pueden crear vínculos capaces de derivar en el cuidado del más vulnerable. A fin de cuentas, como bien muestra la película en su tramo central, las relaciones amorosas crean memorias dobles.

Un comentario

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