Horas críticas

«El árbol de agua»: raíces de vida en la Marecchia

Reseña de «El árbol de agua», de Tonino Guerra

Durante la gran época del cine italiano había tres nombres que solían acompañar, en calidad de guionistas, al de los más importantes directores: Cesare Zavattini (1902-1989), Suso Cecchi d’Amico (1914-2010) y Tonino Guerra (1923-2012). Tres nombres ligados al neorrealismo, el gran movimiento cinematográfico de la posguerra, que evolucionaron hacia nuevos estilos a los que siempre imprimieron el toque de su personalidad. Las trayectorias de unos y otros se cruzaron más de una vez al participar en los mismos títulos: la guionista Cecci d’Amico coincidió con Zavattini en el guión de la emblemática Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica (1948) y en la influyente Bellísima, de Luchino Visconti (1951). Aunque colaboraron con muchos e importantes directores, su nombre suele ir unido en el recuerdo cinéfilo al de un director en concreto, una especie de tándem artístico que atraviesa décadas y estilos: Zavattini y De Sica, Cecchi d’Amico y Visconti, Guerra y Michelangelo Antonioni. Guerra, que es el que aquí nos interesa, acompañó la carrera de otros directores, en una especie de alianza indisoluble, como la de Francesco Rosi. En sus últimos años de actividad, su nombre iría asociado al del ruso Andrei Tarkovski y al del griego Theo Angelopoulos. Los tres disfrutaron de carreras muy largas acompañadas por el reconocimiento de la profesión, premios importantes y el aplauso del público, pero el elemento común más significativo era la raíz de su inspiración en la literatura: eran poetas, eran escritores, poseían una voz singular y una forma de ver el mundo que acertaron a trasladar al lenguaje del cine.

De Tonino Guerra puede sorprender en principio la versatilidad de su juego cuando sabemos que fue el guionista de las primeras películas de Antonioni, porque los sofisticados y complejos personajes de los cinco títulos que lo lanzaron —La aventura, El eclipse, La noche, El desierto rojo o Blow-Up— parecen en las antípodas de los maravillosos personajes que pueblan Amarcord (1976), coescrita con Federico Fellini. El alma del estilo Antonioni es muy diferente de la que late en los poemas que se han reunido con el título El árbol de agua. Yo diría que el sello de Tonino Guerra, en medio de la impresionante variedad de argumentos y de estilos cinematográficos que conforman su obra, es negar la estridencia: así, no son suyos los guiones de El reportero, de Antonioni, ni el Casanova de Fellini.

Uno de los linograbados de Carlos Baonza que ilustran «El árbol de agua» (Pepitas de Calabaza, 2022).

En una entrevista de 2006 para la revista portuguesa Impactum, Tonino Guerra explicaba a Giovanni Biagioni la nota que definía su relación con Antonioni: «Antonioni era, como yo, emiliano, tuvimos una larga relación, puede que la más larga porque con él hice trece películas. Era una relación como con alguien que quería quitarme la chaqueta de pana, mi aire de pueblerino y campesino. Él era un hombre lleno de elegancia, un hombre que en pleno neorrealismo italiano, cuando toda la atención iba dirigida al mundo de los pobres y de los obreros, que protagonizaban todas las historias, volvió su mirada hacia los cuentos de Pavese, al existencialismo francés, a la burguesía italiana. Él traía a esas mujeres tan bien vestidas… Era el único que ponía freno a toda aquella pobreza, es decir, que daba relieve a esa parte de la burguesía que las películas del neorrealismo en gran parte pasaban por alto, la ignoraban».

En esa misma conversación se declaraba poeta desde siempre, ya que «para mí el cine es un juego lateral». Lateral, porque sería una frivolidad calificar de marginal su contribución al cine y su colaboración con los cineastas más importantes del momento, europeos en su mayor parte, también algún americano como Miguel Littín y el tunecino Nacer Khemir.

Tonino Guerra nació el 16 de marzo de 1920 en Santarcangelo, un pueblo de unos once mil habitantes sito en la región de la Emilia Romagna, al nordeste de Italia. Era el menor de cuatro hermanos, sus padres comerciaban sobre todo con carbón, a veces con frutas y hortalizas. Era todavía estudiante —iba para maestro de primaria— cuando el 5 de agosto de 1944 fue acusado de antifascista por la policía local —llevaba panfletos de la Resistencia— y enviado al campo alemán de Troisdorf, donde estuvo prisionero hasta agosto de 1945. Sus compañeros en el campo alemán eran casi todos romagnoli, y solían pedirle, para soportar aquellos momentos durísimos, que les contase historias folclóricas o les recitase poesías. Eran, como él mismo, campesinos que hablaban en dialecto romañol. Guerra relataba: «Así empecé a pensar en algo y a memorizarlo porque no teníamos ni lápiz ni papel. Cada día, durante los trabajos forzados o en otro momento, pensaba una poesía en endecasílabos para recordarla mejor, y cuando llegaba la noche y estábamos reunidos en aquel mundo realmente triste de los barracones, yo las declamaba. Naturalmente, eran cada vez diferentes. Aquello tuvo un gran éxito. Un día me di cuenta de que un prisionero, un doctor anciano también romagnolo al que los alemanes utilizaban de enfermero y que tenía lápiz o bolígrafo, transcribía esas poesías. Al terminar el año de prisión me las entregó todas. Se llamaba Stronchi, Gioacchino Stronchi, una persona excepcional».

El talento de Guerra fue reconocido desde sus primeros pasos pues, al retomar los estudios de Pedagogía en la Universidad de Urbino, su rector, Carlo Bo, «un grande de la literatura», apreció los poemas en versión dialectal, que acompañaba de su traducción al italiano, al punto de ofrecerse a redactar un breve prólogo en vista a una publicación, a cuenta de autor, con un editor profesional de Faenza. Se titulaba Scarabòcc (Garabatos). Siguieron muchos libros y numerosos galardones, incluida la comedia teatral En Pequín cae la nieve, que mereció el Premio Pirandello. Un reconocido crítico de la época dedicó un artículo elogioso a su primer libro, que llegó a oídos de un joven director de cine de Faenza, Aglauco Casadio, entonces enfrascado en la preparación de su primera película, que protagonizaría Mastroianni, Una hectárea de cielo, ambientada precisamente en la Romagna. Pensaron en Tonino Guerra para el guion, que escribió junto a Elio Petri y el director. Ahí, en 1953, arrancó su afortunada trayectoria como escritor para el cine, una profesión que requería su traslado a Roma.

Fotograma de «Una hectárea de cielo» (1958), con Rosanna Schiaffino y Marcello Mastroianni.

«Yo era profesor y por entonces ganaba 39 mil liras, él [el productor] me ofreció 300 y yo, digamos que del modo más puttanesco, acepté trasladarme a Roma. Los trabajos terminaron y yo me comí 10 años de hambre». La capital era, con sus miserias, el lugar donde convenía estar: «Una vez fue Fellini, que estaba empezando una película, el que me sacó de apuros porque, como hacía tiempo que vivía en Roma, tenía más posibilidades de pedir adelantado dinero». De la época romana son también sus novelas y la serie de libros para jóvenes y niños en colaboración con Luigi Malerba, de momento sin traducción al español.

La génesis de Amarcord fue la amistad fraguada en ese origen compartido, el paisano Fellini procedía de Rimini, apenas a 10 kilómetros de Santarcangelo. Habían intentado antes trabajar juntos pero siempre surgía algún impedimento, hasta coincidir finalmente en esta evocación de su juventud, que tantas alegrías les dio, incluida la nominación al Óscar al mejor guion, y a Fellini su segundo Óscar a la mejor película extranjera. Guerra ya había estado nominado antes, con la comedia Casanova 70 (1966) y con Blow-Up (1967), las dos con ingredientes muy del gusto americano.

Con Fellini las relaciones no siempre fueron fáciles, pues recordaba Guerra cuando en 1984 tuvo que operarse de un tumor cerebral, que optó por tratar en Rusia, de donde era su mujer (Eleonora Kreindlina, Lora, actual responsable de la fundación que gestiona el legado del poeta). Precisamente porque se había enamorado —Piqueras escoge recuerdos preciosos de ese periodo— y proyectaba casarse en Rusia, Guerra llegó a romper el contrato para Casanova (1976). «¿Cómo dejas esto por unas bragas?», le espetó Fellini. En su pregunta había genuino asombro más que rencor, pues cuando la pareja regresó de Moscú encargó a su paisano «una poesía sobre el coño [la figa, en italiano] que, traducida por Zanzotto, aparece en Casanova» y como Canto 24 en La miel. Uno de sus párrafos dice:

El coño es una montaña
blanca de azúcar,
un bosque lleno de lobos,
es la calesa que arrastra los caballos;
el coño es una ballena vacía
llena de aire negro y de luciérnagas;
es el bolsillo del pájaro,
su gorro de dormir,
un horno donde arde todo.

La operación del tumor cerebral trajo cierto distanciamiento entre ambos, aunque todavía participó en La voz de la luna (1990). Tonino y Lora abandonaron Roma para instalarse en Santarcangelo y luego en Pennabilli. El retorno al lugar de la infancia se acompañó de una creatividad redoblada: allí cultivó la poesía y además la pintura, la escultura, el dibujo, fabricaba muebles… El poeta Juan Vicente Piqueras, traductor de toda la poesía de Guerra y autor del imprescindible prólogo de El árbol de agua, califica a su amigo de hombre renacentista. Su traducción nos conduce, sin chirridos ni sobresaltos léxicos, por el mundo campesino, consiguiendo una cadencia del poema narrativo que invita a leer en voz alta, y no cuesta pensar en un montaje teatral inspirado por estos tres libros. Con economía de trazos, Carlos Baonza estiliza las metáforas y gestos del poema en los linograbados que ilustran las páginas del libro.

Poesía dialectal

El rasgo ineludible al hablar de la poesía de Tonino Guerra es la lengua vernácula, el dialecto romagnolo o romañol, más hablado entonces en la región que el italiano, que, como lengua oficial, Mussolini quiso convertir en símbolo de la unidad de la Italia fascista. Cultivar la poesía, la literatura, en dialecto equivalía a reivindicar una literatura menor, viva, enraizada en una tradición arcaica, y desde otro punto de vista, un foco de resistencia a la imposición mussoliniana que ignoraba el saber y la realidad de la lengua popular. Acabada la guerra no abundaba la creación literaria dialectal, por eso surgieron algunas iniciativas de organismos culturales o políticos para potenciar su uso poético como una forma de atraerse a sus hablantes. Andrea Montemaggi recordaba en un homenaje a Tonino Guerra, al poco de su fallecimiento, su participación en un concurso que marcó su derrotero como joven poeta romagnol. Con el apoyo del PCI, el ayuntamiento de Cattolica (Rimini) convocó un concurso de poesía que reservaba un tercer premio especial denominado «Emilia» para un poeta emiliano o romagnol. Resultó ganador Antonio, Tonino, Guerra, por las poesías «Prèst arivarà la primavéra» y «La lèttra», publicadas en el libro La sciuptèda. El segundo premio recayó en Pier Paolo Pasolini, que atravesaba enormes apuros tras el escándalo por la acusación de abuso de menores, que entrañó perder su empleo de maestro.

El elogio en la concesión del premio resumía bien los rasgos de la poética de Tonino Guerra, que encontramos también en El árbol de agua: «Guerra descubre una intimidad universal con los medios más sencillos, con palabras sencillas y verdaderas: por eso dan miedo. Ha cantado lo inconfesable: por eso su poesía es universal». Esas emociones simples —no elementales— y universales son las que los directores le solicitarán a menudo, pues contienen una esperanza en el futuro «que se armonizaba con la expectativa de una profunda revolución, capaz de cambiar el mísero destino de los pobres». Tonino Guerra y Pasolini estaban destinados a ocupar un lugar esencial en el cine italiano del siglo XX. Pasolini, refugiado en Roma desde 1950, habló del poeta santarcangelense en la introducción del libro Poesia dialettale del Novecento, que se publicó en 1952. Al año siguiente Guerra se trasladaba a la capital.

Linograbado de Carlos Baonza en «El árbol de agua» (Pepitas de Calabaza, 2022).

El mundo campesino al que regresó Tonino Guerra tras dejar Roma, y que se refleja sobre todo en La miel y El libro de las iglesias abandonadas, conjuga en forma de narraciones poéticas o poemas narrativos la realidad del campo abandonado por sus habitantes en busca de un empleo, en las capitales de provincias o en otros países —especialmente América—, con breves escenas que reflejan el pensamiento que no cede por completo su control a la racionalidad y cree en magia, fantasmagorías… Guerra encarece el valor de esas personas aferradas a las rutinas de las labores del campo y de creencias arcaicas, ignorantes del progreso urbano o científico, pero atentas a las energías que hacen y deshacen los vínculos que mantienen unidos a los pueblos. Es esa lealtad casi animal que suelen demostrar las personas elementales —como la Filomena, al cuidado de su chico tonto, el que termina marchándose con «esa juventud desastrosa […] y que siempre está de viaje / en los camiones o tumbada en los barcos, como buscando África», porque poseen una especie de lazo misterioso con la vida, «con una carga muy mágica».

Magia de este tipo, de esencia y de raíz, recorre la poesía reunida por el poeta Juan Vicente Piqueras, en la actualidad director del Instituto Cervantes en Amán. Piqueras recuerda con qué ironía observaba Guerra que había creado escuela en poesía romagnola en su tierra, ya con varios nombres importantes, precisamente cuando el dialecto se habla menos. El traductor tiene aquí un protagonismo no desdeñable, tanto como introductor de una obra literaria que apenas se conoce en nuestro idioma, como por los vínculos que observa entre su experiencia de chico de campo que ha dado un salto al mundo, con la poesía como arraigo vital, y el mundo mágico que el italiano describe en pinceladas que conjugan lo eterno —la fe campesina, los amores sencillos, las rutinas de las labores del campo y el espectáculo de los elementos— y lo histórico: un augurio de guerra le saca lágrimas a la Virgen, el progreso que necesita grava obliga a derruir una iglesia, la emigración que deja la comarca despoblada, o el cambio de mentalidades sintetizado en la «juventud desastrosa» letal como una plaga de langosta, es decir, esos hippies que «estiraban los brazos para coger fruta» y «se pinchaban los brazos». En un lenguaje que concentra lo esencial de la emoción, de un retrato, de una relación, en imágenes muy plásticas —de ahí su potencial cinematográfico—, nos cuenta en La miel la vuelta de un anciano de 70 años al pueblo, donde ya solo viven su hermano y otras ocho personas. En El viaje, el que hacen dos ancianos, Rico y la Zaira, para ver el mar porque no pueden morirse sin haberlo visto, y mientras llegan sus encuentros con campesinos, fiestas, violines abandonados, grandes obras que requieren maquinaria asombrosa y recuerdos fantásticos como el del pueblo convertido en un relieve blanco, con ellos «sentados como angelotes de yeso», el idilio y los celos de la juventud… Tanto en tan pocas páginas, que fueron trasladadas a la gran pantalla —en Viaggio d’amore (1990)— con los rostros de dos bellos, Omar Shariff y Lea Massari, haciendo buena la expresión «cine de poesía», acuñada dos décadas antes.

 


El árbol de agua
Incluye tres bloques de poemas: La miel, El viaje y El libro de las iglesias abandonadas
Tonino Guerra
Traducido por Juan Vicente Piqueras e ilustrado con linograbados de Carlos Baonza
PEPITAS DE CALABAZA
(Logroño, 2022)
184 páginas
23,50 €

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