Horas críticas

Libros de la semana #69

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

El oficio de vivir, de Cesare Pavese (Seix Barral)

El autor de esta obra, quien no llegó a cumplir los 42 años porque no quiso, fue siempre muy consciente de que la vida es un auténtico menester en sus dos acepciones: una «ocupación» (el mester o mestiere, en italiano, del título) a la que había que entregarse de sol a sol y una «falta o necesidad de algo», ese malestar existencial que impregnó sus días. Lo sabemos en gran medida por los Diarios 1935-1950 que, en esta reedición basada en el manuscrito autógrafo de Cesare Pavese y minuciosamente preparada por Marziano Guglielminetti y Laura Nay, se complementan con la estremecedora semblanza que Natalia Ginzburg le dedicó en su libro Las pequeñas virtudes y que aquí sirve de introducción: «Le quedaba por conquistar la realidad cotidiana, pero esta le estaba prohibida y era inasible para él, que ante ella sentía sed y repugnancia a la vez; por tanto, no podía sino mirarla como desde incomensurables lejanías», escribe Ginzburg. Por su parte, Ángel Crespo nos recuerda en su prólogo que el escritor piamontés dio a la primera parte de este volumen el título de Secretum Professionale, evocando quizá el de Petrarca, y que de algún modo supone una continuación de las reflexiones contenidas en su anterior El oficio de poeta. Tras ellas, estas páginas contienen entradas íntimas, lecturas críticas de clásicos y contemporáneos, notas acerca de su propia obra, su opinión sobre diversas corrientes literarias, la búsqueda de lo trascendental y la atracción por la mitología. En resumen y siguiendo a Crespo, «la manifestación de una riquísima complejidad mental y cultural», incluyendo la reflexión que a menudo hace sobre lo ya escrito en este dietario. «Mi pretensión no es otra cosa que un vulgar querer decir lo mío. Que dista mucho de administrar justicia», admite con sinceridad Pavese. Novelista, poeta y observador cultural imprescindible en la primera mitad del siglo XX, su estilo entre lo melancólico y lo ácido, nunca sereno, sirve no obstante para que el lector se detenga a reflexionar sobre los vericuetos del arte y la memoria, así como sobre el propio proceso de creación, del que nos hace partícipes. Inspiración para autores que van de Italo Calvino a Jhumpa Lahiri, la hondura de su pensamiento da testimonio de toda una época y de su mirada, caótica y perspicaz, hacia el mundo que le tocó en suerte. Frases que apuntan a lo esencial: «¿Por qué olvidamos a los muertos? Porque ya no nos sirven». «La forma más trivial de amor se nutre de los que se ignora de su objeto. ¿Pero qué supera a un amor que esté hecho de lo que se conoce de su objeto?». También a la manera de juguetones aforismos: «Ir al confinamiento no es nada; volver de allí es atroz». «O con amor o con odio, pero siempre con violencia». O bien, anticipándose irónicamente a su destino: «Nunca le falta a nadie una buena razón para matarse». Hay ciertamente en estos textos un aire de testamento del fuego fatuo que fue, su eterna insatisfacción: «Nada del mundo ha pasado todavía a través de mi espíritu […] He visto colores, husmeado olores y acariciado gestos […] Mis palabras han sido solo sensaciones […] En esas páginas está el espectáculo de la vida, no la vida», escribe con amargura. La vida para él, en cambio, estaba en Shakespeare, Homero, Dante, Balzac, Hawthorne o Whitman. Estaba en la eternidad de la literatura que trasciende su época y a la que el creador del lema existencial Lavorare stanca también accedería, aunque esa victoria fuese un final y no un comienzo: «La única alegría del mundo es comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta este sentimiento —prisión, enfermedad, costumbre, estupidez—, querríamos morirnos». Y se murió, pero antes nos contó todos los secretos de ese porvenir invisible.


Enseñar pensamiento crítico, de bell hooks (Rayo Verde)

Aprender a pensar se nos antoja un proyecto bastante ambicioso, pero igual de necesario en una sociedad que nos tiene habituados a todo lo contrario: asistimos diariamente a un desfile de ideas-opiniones con nulas o muy vagas argumentaciones, a juicios que difícilmente desafían nuestros prejuicios. Pero si aprenderlo es complicado, enseñarlo no lo parece menos, pues también quien transmite conocimiento debe liberarse a sí mismo, en primer lugar, de cierta losa ideológica, un legado en el que se han estampado, de forma más o menos explícita, siglos de patriarcado y de racismo. Los libros de bell hooks, referente intelectual de lo que se conoce como interseccionalidad y del activismo social, siempre parecen oportunos, pero este ensayo, manual o manifiesto a favor del cuestionamiento crítico y su transmisión debería ser una lectura inexcusable después de la década que ha seguido a su publicación en 2010, en la que tantas libertades se han visto amenazadas y violadas, tantas vulnerabilidades atacadas e inequidades agrandadas. La autora nacida en Kentucky, que empezó su obra centrándose en teoría feminista y crítica cultural, se atrevió a publicar en 1994 Enseñar a transgredir, colección de ensayos que exploraba el vínculo entre «la pedagogía del compromiso» y las cuestiones de raza, género y clase. A ese libro le seguiría Teaching Community: A Pedagogy of Hope, en 2004, y este que ahora edita Rayo Verde, y que como cierre de esa trilogía, concibió para responder a algunos de los asuntos e inquietudes que docentes y estudiantes le plantearon a partir de sus anteriores ensayos. Un total de 32 «enseñanzas» en forma de textos breves que abordan temas tan fascinantes como la descolonización, el poder del relato, el humor en las aulas y la necesidad de llorar ellas, la autoridad de la «mujer negra enfadada» (según la caracteriza el estereotipo), la superación del odio o la enseñanza como «vocación profética», en palabras de Jim Wallis. hooks sabe que inspirarse en quienes la antecedieron en esta lucha es la mejor forma de revivir su legado, y así asume su papel de alumna —aventajada— previo al de maestra. La esencia de este libro se basa en la obra de Paulo Freire, que defendía algo tan bello y tan aparentemente sencillo como «la radicalidad del acto de preguntar», lo que nos hace humanos. En su introducción cita también al sociólogo W.E.B. Du Bois cuando decía, en 1933: «Si la universidad logra que surja de ella en los próximos tiempos un negro americano que se conozca a sí mismo, que sea consciente de su difícil situación y que sepa protegerse a sí mismo y luchar contra los prejuicios raciales, entonces, y no de otra manera, el mundo que soñamos se hará realidad». Solo en el primer capítulo, dedicado al pensamiento crítico, hooks echa mano de las ideas de Daniel Willingham, Dennis Rader, Richard Paul y Linda Elder, Sylvan Barnet y Hugo Bedau; seis voces añadidas a una sola lección, o más bien conversación, como ella defiende el aprendizaje. «Propongo que mantengamos la mente abierta en todo momento y estemos dispuestos a aceptar que no tenemos respuestas para todo», aunque sí preguntas para todo, dice la autora y pone como ejemplo la curiosidad y la imaginación innatas de los niños en su entrada al «mundo de la maravilla y el lenguaje». El tono agitador de estas páginas pone no obstante en primer término el amor como elemento revulsivo, incluido el amor por el conocimiento que la docencia debería contagiar al alumnado, en un proceso colectivo en que todos han de tomar la iniciativa. Enseñar pensamiento crítico es una valiosa defensa del pensamiento como vía de transformación, de la palabra como inicio del gesto y de los hechos. Tan solo hace unos meses desde que perdiéramos, demasiado pronto, a esta pensadora-luchadora fundamental, y libros como este nos harán seguir echándola de menos. Aunque, quién sabe, quizá algún día leerla sea un poco menos crucial y el mundo comience a equilibrarse como ella lo soñó, tremendamente despierta.


La librera de El Cairo, de Nadia Wassef (Península)

En su último Mapa de las librerías, la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros contaba un total de 2.977 librerías independientes en el país, lo que supone una media (alta para los países de la UE) de 6,2 librerías por cada 100.000 habitantes; habrá a quienes les sepa a poco, y también quienes se den con un canto en los dientes. Lo que está claro es que los datos positivos que arroja el sector en la visión de conjunto no restan dureza a una vocación librera que, además de acercanos lecturas singulares como las que recomendamos semanalmente en esta sección, tiene el potencial de cambiar el sustrato cultural de una gran ciudad. Hace 20 años, Nadia Wassef decidió escuchar esa llamada a la profesión que venía recibiendo desde pequeña, y abrió una librería en El Cairo cuando casi no existían este tipo de establecimientos en Egipto, donde los libros eran un producto prescindible. «En un intento por contener la disidencia, cada régimen político se había hecho con el control de la producción cultural. Los escritores pasaron a ser funcionarios públicos; la literatura fue víctima de muchas muertes lentas y burocráticas sucesivas», cuenta en el prólogo del libro que nos ocupa. Se trata de unas memorias (donde solo se han cambiado algunos nombres) con aspecto de novela, gracias a una narración ágil y bien construida, pero también es una crónica de la agitación social que vivía su país natal. Wassef, que vivió siendo niña el asesinato de Anwar Sadat y la llegada al poder de Hosni Mubarak, también vivió más tarde su derrocamiento , pero decidió abandonar Egipto en 2014. Fue cuando su librería Diwan se había convertido ya en un gran éxito, con diez tiendas y más de 150 empleados. Desde entonces Wassef, que se formó en Bellas Artes, Antropología Social, Inglés y Literatura Comparada, pero también en el compromiso con la causa feminista, es una habitual de la lista Forbes de las mujeres más poderosas de Oriente Próximo. Parece mentira que todo empezara con una modesta librería, pero como bien nos recuerda la autora, es en ellas donde se alimentan los debates y las ideas, las libertadas que el poder trata de restringir: «Las librerías son tanto espacios privados como públicos en los que huimos del mundo y a la vez participamos de él más plenamente». Inaugurada un 8-M, el de 2002, «como una reacción a un mundo que había dejado de preocuparse por la palabra escrita», Diwan ofreció desde su apertura libros en árabe, inglés, francés y alemán, sobre las temáticas más diversas, y poco a poco contribuiría, con su cultura de proximidad en el barrio, a la revolución nacional contra los vicios heredados de generaciones anteriores. En un momento de su relato asegura que su negocio «tiene unos ideales más nobles de lo que su entorno le permite», por lo que se vuelve peligroso. Cada capítulo, salpicado de hitos biográficos de Wassef, como su embarazo, recorre una sección de la librería, de la cafetería a los libros de cocina y los de diseño, los clásicos y los esenciales de Egipto, o los de autoayuda, que le dan alergia, aunque «la propia lectura es una expresión de fe, por no decir el mayor acto de autoayuda». La librera de El Cairo, que inevitablemente remite a la maravillosa El edificio Yacobián, de Alaa Al Aswany, con su variopinto coro de personajes en torno a un espacio común y comunitario, es una historia emocionante y cercana, pese a la distancia que nos separa, pero es sobre todo una carta de amor a Diwan: «Aquellos de nosotros que escribimos cartas de amor sabemos que sus propósitos son imposibles. Intentamos convertir, y fracasamos, lo fundamental en etéreo. Luchamos contra el final inevitable, sabiendo que todo es pasajero». Lo que da miedo es pensar que los libros algún día se conviertan en un lujo, como llegaron a serlo en el país de Nadia Wassef.


Aguamala, de Nicola Pugliese (Acantilado)

«Con toda esa agua que caía y caía, cuando estabas a punto de decir ya acaba, no bien abrías la boca, el agua regresaba con avidez, encono inclemente y premeditado, ensañamiento irreversible». Este es un relato de poco más de 150 páginas, escrito en apenas mes y medio, con un título breve y neológico (Malacqua, en el original) y un subtítulo largo y narrativo, casi un titular periodístico: Cuatro días de lluvia en la ciudad de Nápoles a la espera de un suceso extraordinario. Su autor, Nicola Pugliese, fue reportero además de escritor, pero esta crónica es producto de su imaginación literaria: «Tanto los hechos como los personajes de este libro son estrictamente imaginarios pese a que la realidad, en cualquier caso, rebosa de pretextos narrativos», advierte como preludio. El protagonista de la narración, Carlo Andreoli, también ejerce el periodismo, y de hecho podemos advertir los ecos de otro colega de profesión italiano, Dino Buzzati, en esta ficción sobre el presagio. Como en algunas de sus más famosas obras, Aguamala se sitúa entre la fábula y la prosa poética, aunque la mezcla confluye en el torrente de un grandioso cauce narrativo. Es un libro de 1977 que ha encontrado fans en autores como Roberto Saviano —otro escritor-periodista— o Italo Calvino, quien hizo posible su publicación en una primera edición que se vendió completa en varios días y de la que Pugliese no autorizó su reimpresión mientras estuviera vivo; en cambio decidió pasar el resto de sus días apartado de la vida pública en el municipio de Avella, cercano justamente a Nápoles. «Esa lenta lluvia interminable había trastocado la perspectiva de las cosas: la existencia ya no sería igual, nunca más, porque ahora la vida emergente estaba condicionada por el agua que caía, que caía…», así cuenta su autor el fenómeno que da pie al relato, del que emergen los fantasmas de la ciudad en forma de imágenes y sonidos sorprendentes, inquietantes, fascinantes. Todo ello mientras los habitantes aguardan ese suceso extraordinario que, se cree, sucederá a la tormenta: «Solo quedaba repensarlo todo, sin límites ni restricciones, en la nueva perspectiva de esa espera que la lluvia había abierto». Nos resulta familiar esa especie de narrativa preapocalíptica, que se parece un poco a este impás o limbo en el que nos movemos hoy, entre las aguas de la pospandemia y la preemergencia climática global. Pugliese, del que este año se ha conmemorado el décimo aniversario de su muerte, muestra aquí algo del Cortázar cuentista, en el que lo cotidiano es mirado como por primera vez, pero también de Kafka o de Becket en sus sombrías visiones de la existencia. En su única obra publicada, retrata a sus personajes con ternura y acidez, saltando de uno a otro y haciendo del estado de alarma en que viven una ocasión para destapar las vergüenzas de las instituciones, la política, los cuerpos de seguridad y la burocracia. La verbosidad desbordada de su prolija prosa (magnífica, por su dificultad, la traducción de José Moreno) sitúa esta obra en un terreno insólito, donde el registro culto se imbrica con el popular, la ensoñación lírica con el estilo indirecto y las interjecciones malsonantes, las maniobras más abstractas del lenguaje con las sensaciones a pie de calle. Con la lluvia, cae sobre Nápoles también algo parecido a una maldición que se teme tanto como se quiere confirmar, tal es la insatisfacción de sus habitantes con su existencia imperfecta y mísera, cómplice de la mascarada. Pugliese, redactor de sucesos en la capital de Campania, estaría harto de que pasaran cosas en aquel lugar y que, a la vez, no pasara nada. Como la vida misma, así es esta pequeña obra maestra.

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