Cultura ambulante

Descongelando a Marguerite Duras

Confieso que me sorprendió descubrir que en plenas Ramblas de Barcelona, en concreto en el palacio de la Virreina, se inauguraba una exposición dedicada a la escritora y cineasta francesa Marguerite Duras, y que la muestra, accesible de marzo a octubre, tiene carácter oficial, pues la Virreina Centro de la Imagen forma parte de la red de museos públicos de la capital catalana. De la Duras (Indochina, 1914 – París, 1996) ya no hablaba nadie, o apenas, en los círculos literarios, barrida y borrada por tantas modas prescindibles, y desde Francia por fenómenos como Houellebecq o Beigbeder, cuyos proyectos literarios están en las antípodas de los de la autora de Un dique contra el Pacífico y de tantos títulos hasta sumar más de 50 entre novelas, ensayos, obras de teatro, diarios y guiones.

La exposición, comisariada por Valentín Roma, se extiende por varias salas del primer piso del palacio para ofrecer una panorámica de la figura y la obra de Duras, ilustrada mediante fotografías, ejemplares de sus libros, carteles de cine, fotos fijas de rodaje, extractos de algunas de sus películas, y de entrevistas significativas en momentos no menos significativos de su carrera, como la de Apostrophes de Bernard Pivot tras ganar el Goncourt por El amante, o su cara a cara con Jean-Luc Godard, y también de su participación en un magazine televisivo, Dim dam dom, un intento bastante logrado de escapar de la tentación viejuna, rancia y pequeñoburguesa que siempre ha caracterizado a la televisión. Otra pieza que tiene su filo es la que en 1975 reunió a Duras con una jovencísima Chantal Akerman, Liliana de Kermadec y con la actriz que hacía de puente entre ambas directoras, Delphine Seyrig, para debatir «en qué consiste un cine en femenino», bajo la batuta algo torpe de una periodista.  Es Akerman, a punto de estrenar su hoy clásico Jeanne Dielman, 23 quai du commerce, 1080 Bruxelles, protagonizada por Seyrig, la más beligerante mientras la Duras, que ha rodado con la misma actriz su clásico, y germinal en tantos sentidos, India song, se resigna a despejar algunos equívocos sobre cómo se plasma la mirada de mujer en el cine, para afirmar con rotundidad que la diferencia entre los presupuestos que manejan las directoras en comparación con sus colegas varones es lo que determina el carácter político de sus obras.

No faltan los «fetiches»: está la carta que en 1969 le envió a Resnais en enojada respuesta a su rechazo a dirigir un guion que el director de Hiroshima mon amour juzgó «incomprensible», el de Destruir, dijo ella, que terminó por colocarla tras la cámara. Siguió la carrera de cineasta experimental que hoy podría inspirar a los que se adentran en el arte.

La muestra se complementa con diferentes actividades: visitas guiadas por el comisario Roma, la proyección de algunos films menos conocidos, como El camión, con Depardieu, y mediometrajes como Las manos negativas, todo como detonantes para una conversación sobre el arte y el ser de la escritora y directora, orientada por Ana Aitana Fernández y Marta Sanz.

Marguerite Duras, mascarón de proa de las batallas del XXI

Si una exposición panorámica encierra un discurso, el de Roma es el de nuestro tiempo: es decir, Duras aparece como una engagée, una escritora comprometida muy representativa del momento histórico y en algunos aspectos, adelantada a él, ya que tanto por su obra literaria, desde Un dique contra el Pacífico (1950), como cinematográfica —novelas adaptadas al cine o no, como Moderato cantabile (1958), por Peter Brook, o guiones como Hiroshima mon amour (1960), El dolor (1985)— está considerada precursora de la nouvelle vague y del nouveau roman y de géneros hoy en boga como la autoficción. Últimamente también se la ha rescatado por su crítica del sistema colonial, que es consustancial a la formación misma de su identidad: su memoria parte de la experiencia familiar en la Indochina francesa —hoy Vietnam—, donde su madre, profesora viuda al cargo de tres menores, se arruinó (fue arruinada sería más preciso) al comprar, con los ahorros de diez penosos años de pluriempleo, la concesión de un terreno cuya cosecha inundaba periódicamente el mar. En apoyo de esta lectura de la Duras anticolonialista puede verse, entre otros, el reportaje de Arte.tv, Marguerite Duras o la ilusión colonial. Esta renovada atención por la autora se explica en parte por el centenario de su nacimiento, que Francia conmemoró en 2014.

La verdad es que Marguerite Duras se presta a varios rescates fáciles, que encajan cómodamente en la actual necesidad de disponer de un abanico de figuras célebres de décadas pasadas, susceptibles de ser vinculadas en condición de pioneros o de mártires a las luchas que hoy libran los sectores progresistas o concretas minorías politizadas: ahí está entonces la afiliación de Duras al comunismo, un paso arriesgado durante la ocupación nazi, seguido de otro paso arriesgado: la disidencia, el desengaño provocado por el autoritarismo terrorífico de los soviéticos y el seguidismo de sus sucursales europeas, léase el PCF, lo cual se tradujo en enfrentamiento, expulsión, con marchamo de mujer independiente y marginada. Sus posiciones políticas son coherentes con la izquierda francesa de los años 50-70: a favor de la independencia de Argelia, a favor del aborto como firmante del Manifiesto de las 343 «salopes» [guarras]; sus reportajes y entrevistas para la televisión abordan el reverso sórdido del desarrollo capitalista: la prostitución, la cárcel de mujeres, la acumulación de dinero (El perfecto multimillonario), el desapego a los bienes materiales (Melina Mercouri); el sufrimiento animal en los zoológicos o su fascinación por los niños. Hay otra reivindicación más astuta, la que permite presentar a la autora de El amante —historia de una relación entre una quinceañera francesa pobre y un adinerado joven chino en la Indochina colonial con un subtexto de prostitución consentida— como intelectual que no se deja engañar por «el fantasma de la libertad», pues se negó a apoyar la reivindicación del hoy execrado pedófilo Gabriel Matzneff y de una nutrida cuadrilla de libertinos que reclamaban la despenalización de las relaciones sexuales de adultos con menores. De estos rescates, que no dejan de ser lecturas desplazadas de las batallas del siglo XX, se derivan reticencias esnobs: asoman los dientes del lobo de la cancelación cuando algunas señalan que no fue una auténtica autora feminista, entiéndase pura, porque su obra no trata del grupo sino de la experiencia de mujeres en singular.

La pasión según Duras

Esa singularidad es justamente lo que ha permitido a Duras —entendida como personaje y trayectoria— soportar las dos últimas décadas en que ha permanecido como crionizada, a la espera de que alguien se personase en la morgue de la Posteridad a reconocer su figura y su legado. Si algunas obras han envejecido mal —como advertirá quien se entretenga en el visionado de Cithérée o del corto en que la cámara recorre desde un coche las calles de París al amanecer mientras la voz de Duras escande un texto sobre el amor o quien lea Los caballitos de Tarquinia—, otras mantienen su fuerza vindicativa y artística: cine de autor, cine político, cine que experimenta con las convenciones de la percepción y de la narración visual, que cruza personajes y temáticas de un texto a otro y advierte que la realidad de los escenarios la Calcuta de India song, y de Son nom de Venise en Calcuta désert, la ciudad de Hiroshima o Indochina— se ha estilizado para provocar en el espectador una emoción concreta. Al leer o releer Moderato cantabile puede chocar el laconismo rayano en el absurdo con que se expresan los protagonistas —una mujer rica que se aburre en su mansión y un obrero que ha sido despedido, reunidos por la fascinación de un crimen pasional—, que por momentos recuerda al Beckett de Esperando a Godot… aunque es más cierto que estaba esperando a Jeanne Moreau y a Jean-Paul Belmondo para que esos diálogos cobrasen vida; India song (1975), además de por la suntuosa puesta en escena y el juego de desincronización de voces, compone los encuadres de Seyrig junto a los actores protagonistas al estilo de los cuadros art-déco de Tamara de Lempicka con su erotismo elegante, violento y alucinado. Son manierismos, como la dicción de los actores al estilo de la Comédie Française y el movimiento e interacciones de los personajes irreales y abstractos —el cónsul, el vicecónsul, el embajador, la loca…—, que recuerdan las coreografías y temas de Pina Bausch. Son también lecciones de cine, donde se verifica la tesis de que el tema de fondo solo se hace comprensible para el espectador cuando se acierta con la forma específica y no mediante discursos.

No ha de extrañar que una idea de la literatura y del cine tan imperativa como la que defendió Duras, con su juego de silencios y repeticiones, de ritmos y subrayados, de énfasis que se precipitaban en el engolamiento, provocara rechazo o indigestión. Sartre, Beauvoir y Barthes no la tenían en gran estima. Si el tema durasiano por excelencia es el deseo femenino y sus ecos, su derivada más inquietante precisamente para mostrar que la voz femenina no puede ceñirse al discurso racional— es la locura en diferentes formas y manifestaciones. Perdidamente enamorada, loca de amor o de abandono, poseída, en trance o quieta en la imagen del amor perdido, triunfal en el amor que transgrede la norma social… La mujer loca aparece desde el principio como contrapunto al encuentro de la pareja protagonista a la vez exquisita y outsider: la adolescente y el joven chino; la burguesa y el obrero rebelde; la mujer amada por dos hombres o la mujer vejada por la sociedad cuando con la Liberación se la juzga culpable de haber amado a un alemán durante la ocupación. La locura de amor se expresa mediante gritos, letanías, canciones… y silencios; el cuerpo de la mujer enloquecida deambula, se abstrae, se petrifica, o enmudece, todo ha de entenderse como símbolo del amor. El verdadero amor es un amor fou.

Otro insoslayable tópico durasiano es la historia de amor en un contexto de fuerte intensidad dramática: la ruina de los colonos franceses en El amante; la lepra en India song; la ocupación nazi, la amenaza nuclear, el holocausto, la explosión fortuita de bombas enterradas durante la guerra (Los caballitos…). Se diría que una pareja no puede estar junta sin pagar tributo a los dioses de la guerra.

Marguerite y Jean-Luc: Nosotros que nos quisimos tanto

Al tratar temas históricamente trascendentes sin la muleta de la narración convencional, la que explica todo y resuelve cada intriga a su tiempo, Duras se granjeó el desdén de algunos colegas eminentes, sin mencionar al lector común y al editor moderno. Algo de esa reticencia, de esos desencuentros se palpan en la conversación con Godard para el programa Océaniques (1987). En primerísimos planos la vemos mirándolo con un cariño tan empapado de desprecio o de decepción y él se muestra tan falsamente humilde, convencido de que la visita a la vieja papisa de la novela y el cine vanguardistas es solo un instante en la eternidad de su distanciamiento y que la posteridad será más amable con él, con su discurso elocuente en referencias, con sus errores (Tout va bien) y sus estratégicas rectificaciones (Letter to Jane), que casi nos parece presenciar una secuela de Mi cena con André (1981, Louis Malle). No quiero decir que su conversación, puntuada por los balbuceos y ahogados bostezos con que Godard intenta sabotearla, sea vacua o circunstancial o pinturera, sino que la reticencia de él frente a la televisión como enemiga del cine contrasta con el buen uso que la escritora hará siempre del medio. El toma y daca de sus palabras está sobrecargado por la tensión de dos egos que han vivido varias veces el declive y la recuperación de su fortuna (crítica y artística) y que en el umbral de la vejez, o metida de pleno como Duras, conservan el empuje y una acerada lucidez para defender sus posiciones. Es este el tercero de sus encuentros, que para el placer de mitómanos del cine de los años 60, se reunió en un libro.

Godard habla de cine y de revolución, Duras dice en cierto momento que lo que escribe Sartre, el pope de la filosofía y de todas las revoluciones del siglo XX, no vale un higo, que en los voluminosos tostones que publica y en sus didácticas obras teatrales no hay un átomo de literatura, a Godard le pica este veredicto porque Sartre frecuenta los mismos bares de la rive gauche que él y La náusea es más, bastante más de lo que escribiría cualquier parroquiano de cualquier rive parisina, aunque, claro, Sartre no ha dicho de él que no le gusta lo que escribe ni sus películas —¿a quién puede no gustarle À bout de soufflé?—, de modo que mueve ficha y observa que en las películas de Spielberg no hay una gota de cine y sonríe ya que es un lugar común que el cine comercial multimillonario hollywoodiense es la peste. Acaban de firmar una falsa tregua. Él es, admitámoslo, más inteligente y está dispuesto a pelear por cada punto para negarle a la audiencia todo lo que se espera del encuentro de dos prima donnas de la nouvelle vague: va a discutir desde la identidad «Godard», es decir la «marca Godard», a la tentación de anquilosarse en los mismos asuntos y recursos de estilo. Esta sería otra reticencia no formulada directamente contra ella, la de que se repite hasta la caricatura, afirmación que corroborará y refutará a la vez en 1985 con El dolor, el intenso diario que llevó en 1945 mientras esperaba a que, liberados los campos de prisioneros y de concentración nazis por los aliados, le dieran noticias de su marido. Y cuenta con el aval no buscado de Jacques Lacan, autor en 1965 de un Homenaje a Marguerite Duras en el que analizó magistralmente la novela Le ravissement de Lol V. Stein en términos psicoanalíticos como «caso clínico perfecto» es decir perfectamente presentado, guiado por la intuición literaria, infalible en el caso de la escritora como observadora de la locura de amor—de la histeria femenina. No parece un diagnóstico muy amable para el género si no fuese porque contrarrestó las críticas negativas que en su lectura dejaban de lado lo fundamental de esta narración. El texto de Lacan ha generado una bibliografía ingente hasta hoy y sella el vínculo muy estrecho que la literatura francesa y el psicoanálisis de vanguardia mantuvieron.

 Como Duras estaba entonces gestionando la fama mundial que llegó con el éxito de El amante, aún queda la insinuación de una pulla: Godard le confiesa que estuvo tentado de adaptar esa novela al cine, pero los derechos ya estaban vendidos. Todos sabemos cuánta importancia daba Duras al dinero. La versión de la novela que estrenó Jean-Jacques Annaud, famosísimo por su adaptación del best-seller El nombre de la rosa, de Umberto Eco, puede verse hoy como una breve enciclopedia de defectos de la década de los 90, pues diluyó todo lo que hacía de El amante, y de la experiencia de vida y de escritura que la precedía, literatura de verdad en una estampa almibarada de dos desnudos esbeltos retozando, y no tuvo ni el arrojo de ser pornográfico y conmovedor al estilo de Abdellatif Kechiche en La vida de Adèle.

¿Quién gana? ¿Quién pierde en estos enfrentamientos convertidos en piezas de museo? ¿Es la nouvelle vague pasado y objeto de arqueología? ¿Cuántas veces ha muerto y resucitado la nouvelle vague? Si revive el movimiento, ¿por qué no sus artistas? Seguramente hay varios públicos para esta exposición: los curiosos de «ya que estamos en las Ramblas…», los que conocen bien a la escritora o a la cineasta y refrescarán la memoria de la experiencia-Duras, con sus altibajos y reticencias, los cineastas que están elaborando o madurando un lenguaje propio y, los que seguramente importaron más a Marguerite Duras: los que buscan expresiones de la pasión amorosa como antídoto a la epidemia de anomia y frigidez sentimental.


Marguerite Duras
La Virreina Centro de la Imagen
Exposición comisariada por Valentí Roma,
Del 12 de marzo al 2 de octubre de 2022

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