Horas críticas

Libros de la semana #57

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Timandra, de Theodor Kallifatides (Galaxia Gutenberg)

«Me llamo Timandra», comienza este libro. «Mi nombre significa “la que honra al hombre” y eso es lo que he estado haciendo toda mi vida. Podría decir que es mi oficio, del que se afirma erróneamente que es el más antiguo del mundo. Soy hetera». Hetera es, como se explica a continuación, el equivalente a prostituta, «vendedora de placer, mariposa de la noche o cualquier otro de los eufemismos que suelen utilizarse»: una práctica convertida en profesión por mujeres célebres como Nicó de Samos, Calistrata de Lesbos o Filení de Leucada. Por su parte, Timandra pasó a la historia como compañera del héroe Alcibíades —sobrino de Pericles—, cuyo cuerpo acabaría ella incinerando con las mismas llamas que inundaron su casa por obra de sus enemigos. Mujer fascinante según todas las crónicas, asume la narración en primera persona de esta inusual novela histórica que comienza cuando se cumple el primer año de los 28 que duraría la Guerra del Peloponeso. Es clave el hecho de que sea la protagonista quien tome las riendas de su propio relato y nos hable de sí misma, de su cuerpo, su deseo y la carencia de este, y al fondo de todo ello, sus ansias de libertad que pasaban por alcanzar el autoconocimiento: «Mi cuerpo era como el arco de la leyenda. Solamente un hombre tenía la fuerza para tensarlo y lo había encontrado. El mar que nos rodeaba era como si impusiese su ritmo a nuestros cuerpos. Éramos infatigables y eternos». Theodor Kallifatides (Molaoi, 1938), que durante medio siglo estuvo escribiendo en sueco —su idioma adoptivo— hasta que en el fructífero otoño de su vida volvió a su griego natal, partió de la premisa de que «las mujeres no son solo las hijas de Afrodita» y que fueron ellas las verdaderas heroínas en algunas de las más cruentas batallas de la Antigüedad, al ser sostenedoras de la vida, o dicho de otro modo, la esperanza. Destaca su capacidad de evocación emocional, al situar la psique de su personaje central al mismo nivel, como mínimo, de los acontecimientos: lo trascendental es aquí ese amor fabricado de espinas y de enigmas, imposible de captar en palabras. «¿Qué es el amor? ¿Qué es la virtud? Las mujeres no preguntamos esas cosas. Nosotras queremos saber quién es la persona a la que amamos; con eso nos basta». Y sin embargo Kallifatides lo logra de modo impecable, conjuga su habilidad para la ficción con la verdad lírica que atraviesa su escritura. La bella Timandra se erige aquí como espejo de la Historia de aquel mundo clásico al que a menudo solemos acudir en busca de respuestas, o quizá solo como forma de comprobar que muchas preguntas siguen siendo, en esencia, las mismas. No podemos evitar estremecernos cuando define en toda su crudeza la guerra como «la mayor de las competiciones de los hombres». Y no dejamos de buscar a las timandras que hoy mitiguen las secuelas de la barbarie o al menos den hogar a las cenizas.


Invulnerables e invertebrados, de Lola López Mondéjar (Anagrama)

«Para nuestros contemporáneos, las grandes aspiraciones dictadas por el pensamiento hegemónico son la independencia y la autonomía […] el reconocimiento de nuestra interdependencia se ha convertido en uno de los grandes tabúes de nuestra sociedad». Este ensayo presenta las inquietudes, los pesares y las patologías que afligen al sujeto actual: de la obesidad posmoderna —en el marco de los discursos sobre el empoderamiento y la diversidad— al «modelo Tinder» de las relaciones sentimentales (definido como «forma de no-cortejo mercantilizada») y la subsecuente práctica consumista de (des)amor, del «patriarcado inconsciente» a los multiformes tentáculos de la omnipresente identidad, pasando por la pandemia del covid-19. En medio de tal panorama, la psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar (Molina de Segura, 1958) reflexiona sobre la vacuidad de un imperio de la primera persona donde, por contra, no podemos revelarnos como en realidad somos: frágiles, sensibles o, lo que es lo mismo, humanos y, por tanto, necesitados de asideros. Invulnerables e invertebrados comienza con un poema de Alda Merini que muestra esa dificultad para la propia exposición de las debilidades: «La simplicidad es ponerse desnudos delante de los otros. / Y tenemos tanta dificultad para ser sinceros con los otros». El análisis emprendido por López Mondéjar analiza una cierta «mutación antropológica», como la definió el gran Pier Paolo Pasolini, derivada de la cultura de masas a partir de los años 70 y que consolidarían las explosiones neoliberal y digital en las décadas posteriores. Contra una idea rígida de igualdad y la imposición de «supermanes y superwomans» en una sociedad donde «la supuesta fortaleza de la masculinidad hegemónica se ha universalizado», esta obra propone una rebeldía fundamentada en «una subjetividad creativa y dinámica, vertebrada y frágil, andrógina, apoyada en los vínculos y en el compromiso con los otros». La autora murciana acierta en su combinación de lo académico, con citas a pensadores tan diversos como Judith Butler, Franco Bifo Berardi, Esther Mujawayo, Marina Garcés, Jorge Riechmann, Marta Peirano, Almudena Hernando o Ernesto Castro —por citar algunos pocos—, y de lo personal, incluyendo numerosísimos ejemplos de actualidad en un ensayo ejemplar, de erudición bien entendida y con una innegable capacidad para transmitir y llenar de sentido las palabras. Como al al evocar el Elogio de la bondad del psicoterapeuta Adam Phillips: «Nos pertenecemos los unos a los otros —dice el filósofo Alan Ryan—, y la vida buena es la que refleja esta verdad».


El peatón sentimental, de Julio José Ordovás (Xordica)

¿Conocemos la ciudad en la que vivimos? ¿Nos conoce ella a nosotros en base a las rutas que trazamos, las paradas que efectuamos, el rincón donde a menudo querríamos estar? Pues seguramente así sería si tuviera conciencia, si la identificásemos con un ser omnipotente o con el big data que todo lo vigila a través de nuestros teléfonos móviles. La cuestión es que el escritor Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976) se ha propuesto desmenuzar en este valioso librito los encantos y las cotidianidades, lo misterioso y lo mundano de su urbe natal, en una serie de breves textos que, desde lo muy personal, alcanzan dotes de observación histórica, sociológica o antropológica. Comienza casi como un chiste: «Se abre la boca del infierno y una voz espectral dice: Bienvenidos a la gran urbe dorada […] Chata pero altiva, aguerrida y gritona, rezadora y un poco (solo un poco) cachonda, Zaragoza es una ciudad que jamás, bajo ningún concepto, pierde el decoro ni la compostura, signifique esto lo que signifique». Armado con semejante distancia irónica, Ordovás se acerca no obstante al objeto de sus pensamientos con genuina curiosidad, y del mismo modo la despierta en quienes conocemos escasamente las virtudes y los desvaríos de la capital maña. Estos capítulos dedicados a sus más variopintos particulares, desde su colección de aves a la habitual niebla del Ebro, pasando por el juego de naipes conocido como guiñote, el frío cierzo, los barrios periurbanos y los lugareños tatuados, las figuras de Francisco de Goya o Víctor Laínez, funcionan como relatos cortos en todo su poder evocador. Sea cual sea el aspecto sobre el que se centren, hay en ellos mucha literatura y poesía deambulatoria: «La ciudad se estira con felina indolencia y yo me subo las solapas del abrigo y me dejo llevar por mis pies. El arte de caminar por las calles de Zaragoza es una manera de patinar sobre el vacío, atravesando rejas y tapias, puertas y ventanas, tejados y azoteas, sin que se sacien los ojos de ver ni se cansen los oídos de oír». Como otros flâneurs que precedieron sus pasos (de Walter Benjamin a Robert Walser, pasando por Lauren Elkin), este transeúnte percibe su entorno más cotidiano con el extrañamiento y la fascinación de lugares que parece acabase de ver por primera vez: «Nos parecemos a las ciudades en las que vivimos más de lo que creemos y más de lo que nos gustaría parecernos». A través de recuerdos, experiencias, visiones o panorámicas que activan una reflexión, una percepción, un determinado latido conectado a la ciudad, sus exhibiciones y sus subterfugios, Ordovás cuenta mucho mejor Zaragoza que cualquier free tour o recopilación de leyendas locales, ateniéndose a la maravillosa posibilidad que brinda de perderse, de no saber uno dónde se halla; ese lujo insólito en los tiempos del Google Maps. Y eso que una ciudad no siempre es igual de hospitalaria: «Merece la pena renunciar a la siesta y echarse a la calle con el único propósito de acariciar la ciudad, aunque ella, de eso podemos estar seguros, no vaya a devolvernos las caricias». Ella también tiene sus días, claro.


En falso, de Gabriela Kizer (Visor)

«¿Fluye el tiempo desde el pasado, desde el porvenir?», se pregunta en uno de los poemas de este libro su autora, y comenta en su nota preliminar cómo quizá todas estas páginas se encaminan hacia esa misma cuestión. Gabriela Kizer (Caracas, 1964) entrega su quinto poemario y, como en algunos de los anteriores, hay una fuerte presencia de la memoria íntima y de quienes compartieron cobijo, pero también una cierta idea de futuro en un mar de palabras que se queda corto y que a duras penas logra aliviar lo extraño de vivir entre continuas pérdidas. «Pensé en los amores que tienen siete vidas / e intenté precisar por cuál íbamos. / Tal vez por la quinta, me dije, / quedan dos», escribe. Como la abstracción de la artista Mercedes Pardo que aparece en la cubierta de esta edición, la poesía de Kizer es una exploración del color y del ritmo: «Conozco el nervio, la cadencia / pero no hay piano detrás, tan solo el rastro de una voz / que aquí respiro de memoria». Como señala la filóloga y escritora gallega Luisa Castro en su magnífico prólogo, estamos en «un territorio movedizo, deslizante, y que sin embargo nos atrapa desde el primer momento […] porque perdemos pie, porque lo seguro empieza a tambalearse como ocurre cuando franqueamos una línea sagrada». El comienzo del poemario establece el legado afectivo y ancestral de la familia y de la tierra sobre la que emprendió sus primeros, inciertos pasos: «La herida, sí, la herida. / La caída de los patines, / no del paraíso». En su parte central se distingue esa cierta voluntad de poética advertida por Castro, que cobra cuerpo con versos donde se aparecen Homero, Clarice Lispector, Apollinaire, Mark Strand o Conchita Piquer, aunque no son las únicas voces invocadas; también hay alusiones a Kafka, Andersen, Leonard Cohen, Ida Gramcko o Leopoldo María Panero, junto a los que descubre la imposibilidad de hallar una Poesía pura: «A veces quisiera vaciar el poema. / Que respire sin memoria ni partículas de lodo / en el fondo de la copa». Más adelante nos adentra la autora venezolana en terreno social y político («la violencia demoledora de la historia»), a modo casi de crónica, para desembocar en una reflexión sobre el lenguaje como objeto al que agasajar y del que antojarse («Y ahora qué ofrecerte, palabra, / qué desear de ti»), y sobre aquello que solo existe al ser nombrado («Aquí, entre dientes, mascullamos / el mundo que no es»). El último de sus poemas, el mismo que da título al volumen, parece sostener la tesis de que al final todo es cuestión de tiempo y de lo que no aguarda: «Los días se han ido. / Los hijos se han ido. / Los amigos se han ido. / Los padres se irán. / El tigre nos acecha».

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