Crónicas en órbita

El oficio de leer (IV)

Ernest Hemingway con la escritora estadounidense Janet Flanner en Les Deux Magots, durante la liberación de París, 1944. Ambos visten uniformes militares estadounidenses, como corresponsales de guerra, en la Segunda Guerra Mundial.

Mijaíl Bulgákov nació en Ucrania. Escribía comedias para que sus hermanas las representen en casa. Peleó en la Primera Guerra. Vivió en Moscú. Lo acusaron de antisoviético, fue censurado, le abrieron un expediente, fue prohibido. Le escribió a Stalin para rogar por el exilio, le contestó exigiendo una explicación. ¿Por qué alguien querría exiliarse? Bulgákov solo se atrevió a decir que extrañaba su patria y deseaba volver a Ucrania.

Durante años, Robert Graves intentó ocultar los poemas que escribió en el campo de batalla.

Stefan Zweig fue declarado no apto para el combate y empleado en la Oficina de Guerra de Salzburgo. Se sentía neutral y se exilió en Suiza.

John Dos Passos y Ernest Hemingway manejaron ambulancias en la Primera Guerra Mundial.

Dostoievski leyó una carta en voz alta y fue condenado a muerte por fusilamiento. No estaba solo, eran veinte los culpables. Los pusieron en fila, vendaron sus ojos, trajeron los ataúdes y entonces, a último momento, llegó el indulto del zar. A Dostoievski lo encadenaron y enviaron a Siberia por cinco años, donde leyó una y otra vez el Antiguo Testamento. Dicen que al leer a Hegel el escritor lloró.

Las escuadras negras venían por él. A Federico García Lorca lo acusaron de socialista y masón, «de practicar el homosexualismo», de corromper a jóvenes y campesinos con el marxismo judío, de repartir panfletos y ser espía de los rusos. Lo asesinaron en un barranco.

Cuando estalló la Gran Guerra, Herman Hesse se presentó como voluntario y fue declarado inútil para el combate. Después hizo un llamamiento a los intelectuales alemanes para no caer en nacionalismos.

En 1914 Thomas Mann apoyó la causa nacionalista alemana con ideas y con dinero: invirtió en bonos de la guerra. En 1921 dijo que la causa nacionalista era «un disparate con esvástica».

El poeta Wilfred Owen murió en el frente el 4 de noviembre de 1918. Una semana antes del armisticio.

Mijaíl Bajtín trabajaba como profesor de literatura en Vítebsk hasta que no pudo enseñar más porque lo acusaron de «práctica religiosa». Cuando lo desterraron a Siberia, imploró ante Stalin un destino menos cruento para sus huesos enfermos y fue deportado. Pasó seis años de exilio en Kazajistán.

A Anna Ajmátova le prohibieron escribir poemas y la acusaron de alta traición. Quemó todos sus papeles pero siguió escribiendo, lo hacía en una hoja, la fechaba, memorizaba los versos y después la destruía. También, perseguida por el miedo a la muerte, empezó a recitar sus poemas a sus amigos.

Jaroslav Hašek se alistó en el ejército austrohúngaro en 1915. En medio de una ofensiva rusa cambió de bando y peleó para el ejército rojo. Cuando volvió a Praga empezó a escribir la novela del soldado Švejk con sus recuerdos de la guerra.

En 1918 Ernst Jünger fue el soldado más joven en conseguir la condecoración prusiana al mérito por sus acciones en batalla.

Ezra Pound odiaba en igual medida al mundo contemporáneo, a Churchill y a Roosvelt (quizás a Roosvelt un poco más). Creía en la guerra como higiene del mundo y se fue a Italia para ponerse al servicio de Mussolini. El Duce lo rechazó por loco.

En 1936 George Orwell decidió ir a España: «a matar fascistas porque alguien debe hacerlo».

André Malraux se puso a disposición del gobierno de la Segunda República española y se convirtió en coronel.

«La Guerra Civil española fue, sin duda alguna, la guerra de los escritores. No existe un conflicto que haya interesado tanto a los escritores e intelectuales de todo el mundo como aquella contienda, ni siquiera la II Guerra despertó tanta fascinación». Escribió Jean Lacouture.

Rafael Alberti, María Zambrano, Luis Cernuda, Pedro Salinas, María Teresa León, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Francisco Ayala no sintieron fascinación por la guerra. Sintieron el exilio.

Gerald Brenan, testigo involuntario de la batalla de Málaga, escribió El laberinto español, inmediatamente prohibido en España.

Un hombre le preguntó a Virginia Woolf ¿cómo es posible evitar la guerra? La respuesta llegó tres años después en forma de libro: Tres guineas.

Durante el nazismo se imprimieron 12 millones de ejemplares del Mein Kampf. Después del 7 de mayo de 1945 no se editó más hasta 2016.

Hitler era lector. Tenía una biblioteca de sesenta mil volúmenes con novelas, teatro y tratados sobre arte, ocultismo, arquitectura y tácticas militares. Sus traslados eran tan frecuentes que cada vez se hacía más difícil llevar todo consigo. En el búnker donde se suicidó encontraron ochenta libros que no había querido abandonar.

Primo Levi escribió una introducción al Mein Kampf. Dijo que, aunque su nivel literario es mediocre, debe leerse igual porque es instructivo.

En la guerra, Kurt Vonnegut fue más tiempo prisionero que soldado. Encerrado en un matadero vio cómo los aliados bombardearon Dresde. Cuando salió, el fuego se había llevado el oxígeno y el suelo quemaba los pies, no lograba distinguir el polvo de los edificios de los huesos de los muertos. «Después de una matanza sólo queda gente muerta que nada dice ni nada desea: todo queda silencioso para siempre. Solamente los pájaros cantan».

A Bruno Schulz, el esclavo judío de un oficial nazi, lo mataron en la calle cuando volvía de comprar su ración diaria de pan en el gueto. No fue una muerte al azar, el asesino también era un oficial nazi y se odiaban el uno al otro.

—He matado a tu judío.

—Si ha sido así, yo voy a matar al tuyo.

Walter Benjamin quiso aprovechar la guerra para dejar de fumar. Mientras huía de los nazis, se fijó el propósito: «las tremendas condiciones en que vivimos se irán de mi pensamiento si me concentro en algo tan arduo como controlar mi deseo de fumar».

Salinger desembarcó en Normandía y aprovechó cada momento libre en la trinchera para escribir. Cuando liberaron Francia conoció a Sylvia, su primera, efímera y nazi esposa.

Günter Grass, aún en la escuela, fue reclutado por las SS.

Curzio Malaparte combatió en la Primera Guerra para Francia, marchó con el Duce sobre Roma, fue fascista y antifascista, comunista y anticomunista. Siguió el avance de las tropas alemanas para contarlo. Se inventó contrincantes de la talla de Hitler, Trotski y Mussolini.

Cuando Walter Benjamin estaba por atravesar la frontera entre Francia y España, apenas podía con el peso de su valija. Venía huyendo desde París pero no había aceptado desprenderse de lo que le quedaba: unas cartas, una pipa, sus anteojos, un reloj suizo, un manuscrito.

Siendo niña, Hannah Arendt jamás escuchó en su casa la palabra judío. No sabía que lo era. Después Hitler se encargó de señalarlos a todos y ella escapó de Alemania, se fue a Francia y entonces los nazis también llegaron hasta allí. El siguiente destino fue Estados Unidos: «Ya tengo mi pasaporte. El libro más bonito que he visto».

Simone Weil no quería ser judía. Interrumpió sus estudios de filosofía para vivir una experiencia «como esclava» en los talleres Renault y se hizo católica. Después se sumergió en la Guerra Civil española. Sus padres la llevaron a Vichy y después a Nueva York. Volvió a la Francia ocupada y dejó de alimentarse para compartir el hambre que padecían sus compatriotas. Se dejó morir.

Theodor Adorno dijo que después de los campos de concentración nunca más se podría escribir poesía, que las palabras se habían vuelto vanas, que la literatura no siempre alcanza.

«Ignoramos si se desprecia la literatura en nombre de los campos de concentración, o los campos de concentración en nombre de la literatura». Dijo Georges Perec.

En cuanto salió del lager, Primo Levi se puso a escribir. Rápido, sin concesiones, sin artificio: Las cosas que había vivido me quemaban por dentro.

Rudolf Höss aprovechó el tiempo en su celda hasta la horca para dejar constancia de su vida: escribió Yo, Comandante de Auschwitz.

Cincuenta años tardó Semprún en publicar La escritura o la vida. Cuando encontró el comienzo se sintió aliviado. «Releí las primeras líneas: “Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor. Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald”».

El 11 de abril de 1987 Primo Levi cayó o se tiró en el hueco de la escalera de su casa de Turín.

Gertrude Stein y Alice Toklas fueron tachadas de colaboracionistas: «¿Cómo pudieron sobrevivir dos viejas lesbianas judías en la Francia ocupada en la Segunda Guerra Mundial?».

Cuando la guerra terminó, a Ezra Pound lo acusaron de alta traición a su país (dicen que lo metieron en una jaula con su libro de Confucio). Sus amigos escritores intercedieron ante la justicia para evitar que terminara en la horca. Alegaron que el poeta siempre fue mentalmente insano.

El escritor rumano Panait Istrati era bolchevique hasta que visitó Rusia y se decepcionó con Stalin. Desde entonces la policía rumana lo vigiló de cerca.

Ósip Mandelshtam escribió un poema: Epigrama contra Stalin. Lo condenaron al destierro durante tres años en los Urales. Murió deportado.

Robert Antelme fue atrapado en la Francia ocupada. Su esposa Marguerite Duras lo esperó por años. Cuando los campos de concentración fueron liberados alguien creyó reconocer al escritor entre los cuerpos medio muertos, lo llevaron a casa y, en cuanto pudo recuperarse, escribió La especie humana.

Albert Einstein no podía imaginar con qué armas se combatiría en la Tercera Guerra Mundial, «pero sí con qué se luchará en la cuarta: con palos y mazas».

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