Ficción

Alegato en el Juicio de Sarajevo 1

Si creo en Dios, me preguntan. ¿Es eso relevante en este juicio? ¿Acaso no sabemos que el veredicto está sellado, de antemano, con mi muerte? Sería mejor echar abajo esta charada y arrojarme al lodo del patio trasero y fusilarme ahora mismo. ¿Creo en Dios? No dejo de hacerme esta pregunta desde el 28 de junio de 1914. Si mi respuesta es afirmativa, entonces Dios está de nuestro lado y fue él quien fraguó toda esta guerra y muerte. Si la respuesta es negativa, entonces solo el azar, ese misterioso soldado que no se sabe de qué lado batalla, es el único gestor de que el destino haya tomado forma de sangre y balas. ¿Y yo dónde quedo? Yo soy solo un emisario, un nacionalista yugoslavo que cree en la unificación con Bosnia y la separación, de una vez por todas, del Imperio austrohúngaro, imperio mil veces maldito, imperio al que no temo maldecir frente a usted, Su Señoría. Si yo no fuera solo un emisario del destino, los alemanes habrían encontrado otro pretexto: mi bala, mi azarosa bala fue el detonante de la guerra que ahora destroza a Europa. Yo soy solo un pretexto y me siento bien interpretando el papel.

Soy un pretexto. También soy hijo de campesinos y sé lo que pasa en los pueblos. Sé de maltrato y humillaciones, sé de hambre y prejuicios. Sé de campesinos explotados y carteros amenazados de muerte, golpeados por unos cuantos billetes. Sé de mujeres que deben lavar ropa hasta altas horas de la noche, incluso en los días de invierno, para conseguir alimento. Sé de oficiales del imperio que violan a las mujeres de los obreros mientras estos beben en las tabernas para olvidar lo que sucede en sus camas. Sé mucho de resignarse y callar porque esta es la filosofía del yugoslavo bajo la ira del Imperio. Sé de venganzas de obreros, pero también sé de las torturas de la policía una vez que el obrero tiene la ropa manchada de sangre. Por esto tomé venganza y no me arrepiento de nada. Mis manos tienen tanta sangre como las de cualquier otro europeo, como sus manos, señores del jurado, como las suyas, Su Señoría, tanta como la de cualquier soldado ahora, rezando desde su trinchera, mientras bombas le rozan la cabeza. Lo que me diferencia de ustedes y me convierte en un faro en esta larga noche europea es que yo soy un yugoslavo, modestamente el peor de todos, que clama por la unificación de todos los eslavos del sur sin importar bajo qué clase de gobierno, pero debe ser fuera de la tiranía de Austria. Y no solo soy eso: también soy las venas y las arterias de Sarajevo, soy acción, soy venganza y soy azar, el camino del futuro, soy la cara de la nueva y unificada Yugoslavia. Es una certeza tan real como la tuberculosis que será mi parca, si antes no me atraviesan sus balas.

¡¿Qué es lo que pretendía con su visita el archiduque Francisco Fernando?! ¡¿Acaso creía que pasear por las calles de Sarajevo reforzaría la lealtad de los súbitos dudosos y apagaría el odio nacionalista de los serbios de Bosnia?! ¡¿Acaso no se enteró de que Mano Negra intentó asesinar a su tío, el Emperador Francisco José, en estas mismas calles hace 13 años?! ¡Iluso! ¡Ingenuo como solo un heredero del trono puede serlo! ¡Iluso como ustedes, los presentes en este tribunal, incapaces de ver el futuro! Su muerte sería la primera de una serie de correcciones en Yugoslavia y yo estaba llamado a ser el rectificador. Con esta idea en mente me levanté a las seis de la mañana, casi no dormí por pensar en la agenda planeada para el domingo. Me afeité, me lavé. Comí dos bollos de pan y un poco de agua… ¿Que vaya al grano, me piden? ¿Les parece irrelevante mi desayuno? Si hubieran crecido junto a mí sabrían que esos dos bollos de pan y el agua son un festín. Da igual. Para las ocho ya estaba reunido con las nuevas promesas de Joven Bosnia o la Pequeña Mano Negra, como solíamos referirnos con cariño a nuestro movimiento. Ahí estábamos Muhamed Mehmedbasic, Danilo Ilic, Trifun Grabez, Nedeljko Cabrinovic, Cvijetko Popovic, Vaso Cubrilovic… seis de nuestros mejores soldados que ustedes ya han tenido el gusto de conocer a través de incontables palizas… ¿Soplón? ¡Soplón es lo que acaba de susurrar, no es necesario que se esconda y esconda lo que piensa de mí, puede hacerlo frente a todos! Mis colegas jamás creerían que soy un soplón: ellos están tan orgullosos como yo de matar a ese perro y a su esposa preñada. Ninguno de ellos se esconde y cada uno ha confesado su participación. Nosotros no nos escudamos en el compañero de al lado para revelar lo que pensamos 2. Nosotros somos lo que ustedes rechazan. Sé que usted, señor soplón, se ocultaría bajo la falda de su madre si se le acusara de matar a la rata que le ha molestado todas las noches en la intimidad de su hogar, sé que no sería capaz de admitirlo. Y no me importa, de hecho, me enorgullece porque eso es lo que nos diferencia de ustedes, verdugos del jurado, que obran en virtud de una justicia que no comprenden. Como quieran. Después de todo, ustedes son los que demandan mi versión… Estábamos los siete repasando el plan, señalando en el mapa los puntos donde nos colocaríamos, intercambiando bromas. Algunos estaban nerviosos, otros desconcertados, pero en el fondo todos estábamos seguros: una vez cometido el crimen seríamos carne de la justicia y si no, seríamos carne de la tuberculosis. ¿Entienden? A diferencia de ustedes, nosotros no teníamos nada que perder y mucho por ganar.

A las diez menos cuarto, los seis estábamos apostados en Appel Quay 3, separados por decenas de metros, apelmazados entre la gente curiosa que deseaba ver al Archiduque. Cada uno de nosotros contaba con un arma, pistola o bomba, y su respectiva cápsula de cianuro. Sé que entre aquella muestra de felicidad, muchos serbios deseaban la muerte de aquel perro. El sentimiento, como ven, era único. Nosotros solo fuimos los catalizadores del sentir común. Cada uno de nosotros tenía la misión de asesinarlo pero, si por alguna razón, uno fallaba el siguiente tenía el deber de enaltecer el alma de Serbia. La caravana de seis vehículos ya estaba casi en nuestros ojos. Sabíamos en cuál se movilizaba el Archiduque, conocíamos su rostro y la ruta gracias a los periódicos, conocíamos su férula porque crecimos en el campo separados de nuestros hermanos bosnios. El primero en tener su oportunidad de gloria fue Muhamed Mehmedbasic, parado afuera del banco Austrohúngaro. Como ya saben ustedes, por los informes extraídos mediante palizas, Mehmedbasic dejó pasar la oportunidad porque temió que el guardia que estaba cerca lo pusiera fuera de acción antes de accionar la bomba. Lo mismo sucedió, metros después, con Vaso Cubrilovic: tampoco se decidió a actuar. Así el Archiduque, ingenuo, siguió su camino. A las diez y cuarto el vehículo pasó frente a la estación de policía, donde lo esperaba la bomba de Nedeljo Cabrinovic. Él no dudó pero su ejecución fue torpe. Chasqueó la bomba en la acera y la lanzó cuando el vehículo del Archiduque pasaba frente a él. Olvidó sostenerla diez segundos y entonces lanzarla. Este tiempo fue suficiente para que el conductor se alertara del peligro y acelerara el motor. Así escapó nuestra esperanza de anunciar, con un magnífico estallido, la próxima reunificación de Yugoslavia. Sin embargo, y como ustedes ya saben, la bomba estalló bajo las ruedas del cuarto vehículo de la caravana y dos inocentes casi mueren. Esto me enteré después: Cabrinovic tragó la pastilla de cianuro y saltó al río Mijack, solo para descubrir que sus aguas secas apenas le superaban los tobillos y que el cianuro estaba caducado. Entre vómitos y las piernas casi rotas, fue apresado.

Así es como, perros del jurado, vimos nuestro fracaso justo cuando nuestra sangre celebra el día que Bosnia era parte de Serbia. Humillados y furiosos, nos reunimos en el lugar pactado: un parque a pocos metros del sitio donde estalló la bomba. Confundidos y preocupados, ellos hablaron de huir lo antes posible. Yo apenas los oía. Mi atención estaba más allá, se confundía entre la gente y pedía auxilio a gritos. Pedía la rectificación de nuestra falla. ¿Habíamos obrado sin mayor preparación? Tal vez. No buscaba culpables, pues todos lo éramos. No me habría importado si me apresaban en ese instante. Desconcertado, abandoné a mis colegas sin rumbo fijo más que el dictado por el hambre.

Y es aquí donde, querido jurado, vuelvo a su pregunta: ¿Cree en Dios, señor Princip? Si no creyera, cómo explicar los azarosos hechos que sucedieron a continuación. ¿No sería inocente descartar que Dios me guió esa mañana cuando todo ya estaba perdido? Si es así, ¿acaso es posible afirmar que Dios trabaja de nuestro lado y protege a los yugoslavos? Si los alemanes tomaron mi bala como pretexto para iniciar la guerra, ¿cómo no creer que esta es su voluntad divina? Más inverosímil aún: ¿Dios protege esta guerra o solo fue una increíble e inverosímil cachetada del azar la que operó esa mañana, conmigo en el papel principal? Señores del jurado: escojan su bando porque, por un lado, tienen la ira de Dios y por el otro, la indiferencia del azar, que es igual de cruel.

El hambre me guio hasta la charcutería Schiller, cerca de la calle Francisco José, para comer un bocadillo. Lo devoré en la acera, parado frente al negocio, absorto y maldiciéndome. Mientras dilucidaba qué hacer, vi un descapotable que aparecía en la esquina y se dirigía a mí. Era el descapotable donde transportaban a Francisco Fernando durante la caravana. Agucé la vista y confirmé sus ocupantes. El vehículo se detuvo frente a mí y pude ver cómo el chofer intentaba retomar el camino en reversa, pero el motor se había trabado. ¡Tiene que ser una broma! ¡Tiene que ser una broma! Me repetía mientras contemplaba al Archiduque y a su esposa frente a mis ojos, acomodados en el asiento trasero. Me tomó pocos segundos reaccionar y darme cuenta de mi situación: el miserable que minutos antes se me había escapado a toda velocidad ahora se detenía frente a mí como diciéndome con soberbia: ¿Me querías? Aquí estoy, dispárame. Es normal que haya dudado en ese momento porque ¿qué habrían pensado cada uno de ustedes en mi situación? Este sentimiento se exacerbó meses después cuando me enteré de que el Archiduque había decidido acortar el protocolo en el ayuntamiento para ir al hospital y visitar a los dos heridos por la bomba de Cabrinovic. Es más, en mi celda me devané los sesos buscando una respuesta a lo más extraordinario del asunto: el chofer del descapotable confundió las calles mientras conducía al hospital y cuando quiso rectificar su camino, ya estaba plantado frente a mí con el motor atorado, ya sea por cuestión de Dios o del azar. Es normal que haya dudado y que ustedes me pregunten si creo en Dios. En ese segundo no pude analizarlo detenidamente, pero sí actué como un enviado de Dios: desenfundé mi arma y disparé dos veces. Para cuando los policías me redujeron a golpes y la turba pugnaba por mi cabeza, Francisco Fernando y su esposa estaban muertos. ¿Cuánto duró? Menos de tres segundos, diría yo. Tres segundos en los que aquella broma cósmica pudo sentirse en toda su profundidad.

Ahora ustedes exclaman y cuchichean en voz baja, como si no pudiera oír sus pensamientos. ¿Cómo puede tener tan fría la sangre para haber matado al Archiduque? Eso es lo que piensan porque ustedes no ven el punto principal, se les escapa como la misma justicia: el Archiduque estaba predestinado a morir ese día bajo una bala mía. Siento pena y lástima por ustedes que solo ven un crimen donde no hay nada más que justicia divina en el más grande y complejo de los significados que puede abarcar el concepto. No lo lamento, yo solo despejé al mal del camino. Mucho menos siento pena por el hijo que Sophie llevaba en sus entrañas: de seguro hubiera crecido y se habría convertido en otro Francisco José.

Ahora, si pueden ver el dilema que este evento encierra y que desencadenó en la guerra que está asolando a Europa, allá afuera de este tribunal, déjenme descansar en paz o dispárenme de una buena vez. No hay necesidad de llevarme a otra prisión. Mi vida se acaba. Señores del jurado, clávenme en una cruz y quémenme vivo. Mi cuerpo en llamas será la antorcha que guíe a mi pueblo por el camino de la libertad.

 

[1]  Declaración textual de Gavrilo Princip como alegato de defensa, en el marco del juicio de asesinato del Archiduque del Imperio Austrohúngaro, Francisco Fernando, el penúltimo día del llamado Juicio de Sarajevo, el 27 de octubre de 1914. Las palabras en cursiva —subrayadas en el original— enfatizan el discurso de Princip cuando quería recalcar lo obvio o cuando quería expresar ironía, según sea el caso. El acusado fue sentenciado a 20 años de cárcel: sorteó la horca porque había cometido el crimen cuando tenía 19 años (según la ley, la pena de muerte era viable si el acusado tenía 20 años cumplidos al momento de cometer el delito). Finalmente, murió el 28 de abril de 1918 siendo testigo, desde prisión, de la guerra que desató su asesinato. Aunque no consta en el informe oficial, los presentes en el tribunal afirmaron que Princip, tras preguntársele si creía en Dios, inició su alegato en los siguientes términos: Ustedes ya saben mi historia, es igual a la de cualquier serbio. Ustedes tienen mi historia redactada en sus informes, con mi firma para avalar su autenticidad, pero si quieren continuar con esta farsa según los detalles que les voy a referir, pues que así sea.

[2]  La afirmación de Gavrilo Princip no es del todo cierta. Durante los interrogatorios Veljko Cubrilovic, integrante de Mano Negra que ayudó a transportar las armas, intentó deslindarse de su participación en el asesinato, alegando que la organización lo había amenazado con asesinar a su familia si no colaboraba. Cubrilovic no avisó a las autoridades porque estaba más temeroso del terror que de la ley. La corte no creyó en sus palabras y fue colgado el 15 de febrero de 1915.

[3]  Los seis conspiradores presentes en el desfile fueron: Gavrilo Princip, Trifun Grabez, Vaso Cubrilovic, Muhamed Mehmedbasic, Cvijetko Popovic y Nedeljko Cabrinovic. Danilo Ilic, a quien Princip mencionara líneas atrás, fue quien distribuyó a los hombres en la calle, mas no estuvo ahí.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Roberto Ramírez Paredes (Quito, 1982) publicó en 2021 la novela Evangelio del detective formidable en la Universidad Autónoma del Estado de México. Su obra No somos tu clase de gente se adjudicó el Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit de Novela 2017, uno de los galardones literarios más importantes de Ecuador. La ruta de las imprentas, su ópera prima, fue finalista del Premio Latinoamericano a Primera Novela Sergio Galindo y se publicó en 2015 en la Universidad Veracruzana de México. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas y antologías. Es Doctor en Filología por la Universidad de Barcelona, Máster de Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra y Licenciado en Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.

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