Analógica

La política: laberinto de pasiones

Ilustración (parte 1): Sofía Fernández Carrera

Por mucho que la victoria de Donald Trump o el triunfo de los partidarios del Brexit hayan sido empleados una y otra vez como ejemplos paradigmáticos de la política emocional practicada por el populismo, esta antología debe completarse con la astuta movilización sentimental llevada a cabo por los promotores del denominado procés soberanista en Cataluña entre los años 2012 y 2017. Pocas veces se habrá visto en la Europa contemporánea mayor habilidad a la hora de difundir marcos colectivos de percepción basados en la primacía de las emociones sobre los hechos: desde el «derecho a decidir» al «España nos roba», pasando por esa fenomenal escenificación colectiva que fueron las sucesivas Diadas celebradas durante aquel insólito lustro.

Detengámonos un momento en ellas: la concentración en la calle de millones de personas cada 11 de septiembre permitió construir la exitosa ficción del «un sol poble» sobre la que se ha venido apoyando la demanda nacionalista del derecho a la secesión. ¿Qué mejor manera de representar simbólicamente a ese pueblo que congregando en la calle a una multitud de catalanes que, ya sea formando una línea de centenares de kilómetros o vistiendo de amarillo, daban la impresión de ser a la vez todos los catalanes y los únicos catalanes? Por supuesto, la realidad social catalana era y es más heterogéna que eso, hasta el punto de que los partidarios de la independencia nunca han sido una mayoría. Sin embargo, era fácil obtener la impresión contraria; no digamos si el espectador vivía en la otra punta del continente y no tenía del asunto más noticia que la que le daba su telediario local. Hubo que esperar al 8 de octubre de 2017, día en que se celebró la manifestación convocada por las fuerzas constitucionalistas en Barcelona, para que el pluralismo inherente a la sociedad catalana se hiciera visible y conjurase la impresión creada por la escenificación separatista del pueblo inmemorial que grita libertad desde la lejana fecha de 1714.

Sucede que un fenomenal malentendido está en el centro de la política democrática. Podríamos llamarlo el malentendido socrático, refiriéndonos así de paso al mito fundacional de la racionalidad occidental: el despliegue público del logos en la vieja Atenas. ¿Y en qué consiste ese malentendido? Es sencillo: solemos creer que la toma de decisiones colectivas se basa en el ejercicio concertado de la razón. Al fin y al cabo, la arquitectura institucional de las democracias liberales es impecablemente racional: imperio de la ley, separación de poderes, parlamentarismo reglado. Tenemos tribunales que deciden acerca de la coherencia del entramado legislativo y garantizan su ajuste constitucional; tenemos elecciones competitivas donde las distintas ofertas políticas son evaluadas por ciudadanos interesados en la promoción del bien común; y tenemos una opinión pública que se forma con la ayuda de los medios de comunicación, encargados de fiscalizar al poder y de presentar descripciones plausibles de la realidad social. Todo esto suena muy bien, como el maduro producto de más de dos siglos de experimentación política. Pero la orquesta desafina: basta echar un vistazo al funcionamiento práctico de las democracias realmente existentes para comprobar que no es la razón quien las gobierna.

De manera que no solamente nos congregamos en un recinto deportivo para jalear al unísono a un señor que grita eslóganes simplistas, sino que preferimos a los políticos más altos sin darnos cuenta, sostenemos en el poder a gobiernos fallidos para que no ganen sus antagonistas y nos dejamos seducir por la más inverosímil de las promesas electorales. Más aún: no es infrecuente que, tras pasar mucho tiempo sosteniendo una posición —como el rechazo de la OTAN—, cambiemos rápidamente de idea cuando así lo sugiere el partido con que nos identificamos. ¿Y no denunciamos ferozmente la corrupción cuando se manifiesta en las fuerzas políticas rivales, disculpándola en cambio cuando se coge en falta a los nuestros? Decididamente, la política democrática no se caracteriza por su racionalidad. Atención: de ahí no se deduce que sea irracional; eso sería mucho decir. El caso es que no puede comprenderse sin tener en cuenta el papel que las emociones juegan en ella.

Digámoslo abiertamente: no hay política sin emociones. Aunque quisiera, la política no puede desligarse de ellas. Y es que la razón tampoco puede hacerlo nunca del todo; no somos robots. ¡Afortunadamente! Es verdad que tampoco somos zombis, así que en lugar de analizar la primacía de las emociones sobre la razón —o viceversa—, habríamos de comprender la relación intrincada y compleja que ambas mantienen entre sí. Tomemos de Paul Griffiths la definición de las emociones como estados motivacionales sobrevenidos sobre cuya irrupción no podemos ejercer control alguno. Quiere decirse que no podemos impedir su aparición, aunque nos quepa modular su influencia sobre nuestra conducta. Por eso se dice que alguien se dejó llevar por sus emociones: no las sometió al debido examen o no fue capaz de mitigar su efecto. Cuando evaluamos situaciones o ideas, pues, la emoción actúa como un elemento evaluativo que opera junto a las valoraciones intelectuales: les atribuiremos un valor positivo o negativo en función de su resonancia afectiva, que a su vez dependerá de los significados que teníamos ya internalizados.

Ilustración (parte 2): Sofía Fernández Carrera

Pensemos, otra vez, en el cercano ejemplo catalán. La concepción de la democracia o del pueblo que maneja un secesionista difiere de la que emplea un constitucionalista; cuando oyen la palabra «democracia» están oyendo cosas distintas. Pasa igual, en Cataluña y en cualquier parte, con otros conceptos: igualdad, justicia, mercado, inmigración, pueblo, globalización. Se trata de signos relativamente vacíos que pueden despertar distintas respuestas emocionales dependiendo de quién sea el emisor, en qué contexto se lo emplee, y, naturalmente, de cuáles sean las características del receptor. En el interior de las distintas culturas o subculturas políticas, los grandes conceptos políticos poseen distintos acentos emocionales por haberles sido ya atribuido previamente un significado que, a su vez, se asocia con una valoración positiva o negativa: «igualdad» no suena igual que «libertad», ni «reforma» posee el mismo eco sentimental que «revolución». Por añadidura, esos términos afectarán de distinto modo a personas diferentes: el aristócrata se horrorizará ante las evocaciones que despierta la idea revolucionaria, que en cambio exaltará los ánimos del desposeído. Y así como hay palabras negativamente connotadas que nadie reclama, como «neoliberal» o «populista», hay otras —como «democracia» o «justicia»— que tienen pocos detractores. Para Michael Freeden, esta valencia emocional es suficiente para refutar toda pretensión de objetividad:

«El hecho de que la emoción esté vinculada al discurso ordinario, al debate parlamentario, a los manifiestos y otros tipos de literatura política, así como con frecuencia a las discusiones académicas, es otro argumento decisivo contra la posibilidad de la neutralidad política».

Ni que decir tiene que la movilización de las emociones se persigue de distintas formas. Sin ánimo exhaustivo, entre ellos se cuentan el lema pegadizo de campaña, algunos tan eficaces como el Take Back Control de los partidarios del Brexit o el Make America Great Again de Donald Trump; la vestimenta del candidato que hace visible su cualidad rupturista o su carácter conservador; la imagen de cercanía o espontaneidad construida para ser difundida en las redes sociales; la propagación de rumores o mentiras que serán creídas por quienes las sienten como ciertas; el empleo de imágenes chocantes que tratan de suscitar temor (a los inmigrantes, por ejemplo) o de ridiculizar al rival político; el uso de metáforas o hipérboles que persiguen espectacularizar una situación de crisis («España va a la quiebra») o magnificar un peligro (de la «alerta antifascista» de las elecciones regionales madrileñas al «¡nos matan!» del feminismo); o, en fin, la convocatoria de manifestaciones o el lanzamiento de campañas públicas cuyo objetivo es crear estados de ánimo capaces de ejercer presión sobre los poderes públicos. Algunas estrategias tienen más éxito que otras. Nadie ha dado con la fórmula infalible, que a decir verdad no existe. Pero no hay triunfo político que no explote con inteligencia la dimensión emocional de la vida democrática.

Poco puede hacer el ciudadano a quien esta realidad le parezca descorazonadora: se suponía que éramos mejores que esto. ¿Quién sabe a qué velocidad se habría movido el progreso humano si fuéramos más hábiles en el control de sesgos racionales, apegos ideológicos, reflejos tribales y conductas miméticas? Mejor no pensarlo; para qué. Por lo demás, esa inmaculada perfección acaso terminaría por aburrirnos. Si la política nos interesa, es porque se parece poco a las matemáticas.


Manuel Arias Maldonado es politólogo y autor de ensayos como La democracia sentimental (2016) o Abecedario democrático (2021).

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