¿Qué hay detrás de la construcción de una escena literaria? ¿De dónde toma el autor cada elemento —recuerdo, escena vista en la calle, fantasía, comentario leído en un chat, de nuevo recuerdo— y esa forma de darle orden al desorden natural de la vida? Provenga de la realidad o de ideas generadas en la mente de quien escribe (llega un punto en que ni siquiera puede discernirlo), le fascina pensar en algo que llega y se moldea de modo inexplicable, como si fuese ajeno. El escritor es como el dueño de un teatrillo de marionetas, y su inspiración se quiere libre frente a esos personajes de trapo.
Lo que más hacía de niña era dibujar caras de gente. Algunas tenían un peinado que había visto en la calle, otras unos ojos similares a los de algún dibujo de un cuento, pero en su mayoría eran caras y ojos y gestos y pelos que iban brotando, sin más, de su mano y de su lápiz. Llenaba páginas. A veces alguien se acercaba, señalaba un rostro en el papel: «¿Quién es?». «Nadie», respondía ella. «¿Cómo que nadie? Alguien será». Ella se encogía de hombros. No le parecía tan difícil de entender, pero le parecía, en cambio, dificilísimo de explicar. Un día una profesora se acercó a la mesa de la niña. Tomó su folio repleto de caras, lo miró sonriendo. De pronto señaló una: «¿Quién es?». «No sé, nadie», respondió la niña. La profesora la miró con dulzura maternal, reconviniéndola. «Alguien será, digo yo». La sonrisa se volvió algo tensa, expeditiva. La niña se fue deslizando hacia el lago tibio del contentar. Es decir: se dejó despeñar por ese barranco. Suspiró y pronunció la frase que la acompañaría el resto de la primaria y parte de la secundaria. Dijo: «Bueno, es una amiga». Y después, queriendo zafarse definitivamente del acorralamiento, añadió: «Una amiga de otro colegio». La profesora sonrió aliviada.
«El material viene a mí y yo trato de hacer algo al respecto», dice Lydia Davis en una entrevista en el Louisiana Channel. A la niña que dibujaba, ahora una adulta que escribe cosas que no existen, o que toma cosas de la realidad y las trabaja en el almirez de la ficción hasta lograr la forma exacta que desea, le embelesa la idea del material de escritura —tanto si proviene de escenas vistas en la realidad o de ideas generadas en la mente de quien escribe— como algo que llega y se transforma de una manera inexplicable, como si de alguna manera no perteneciese al escritor. Elizabeth Gilbert, la autora del superventas Come, reza, ama, contaba que recordaba estar jugando en su pueblo de niña, sentir que un poema «venía», y lanzarse entonces a correr a través de los campos, huyendo de ese poema, porque lo que quería en ese momento era jugar, y no escribir un poema. Ella a veces siente llegar la idea y huye, o la siente llegar y se detiene a escuchar su dictado. Tiene un montón de notas en un papel, y ya es indiscernible qué de todo aquello vio por la calle, se lo contaron, lo imaginó. Ni siquiera intenta separarlo. Es, como diría Lydia Davis, material que viene a ella y al respecto del cual ella hará algo.
Otro recuerdo: el verano de las pulseras. Las niñas y algunos niños elaboraban pulseras de hilo, de cuentas de plástico, de cuentas de madera. Un día, una amiga y ella mezclaron todas las disciplinas, añadiendo además unas semillas encontradas en el campo. Una niña muy recta dijo que aquellas pulseras no valían porque «eran una mezcla, y no se puede mezclar». «Yo puedo hacer lo que quiera», le dijo ella, porque ese le pareció el único bastión al que poder agarrarse y no caerse en caso de que alguien lo agitara. Le preguntan a Lydia Davis qué son sus textos, esos artefactos que no encajan con la definición clásica de cuento o poema, y ella defiende un continuum que va desde el más claramente definido poema hasta la más claramente definida novela. Un texto, a ojos de Davis, puede situarse en cualquier punto de este continuum. Y cada vez que Lydia repite «continuum», a ella le relampaguea en la mente aquella pulsera, mezcla de todas. «Yo puedo hacer lo que quiera».
Le contaron que una vez, en la presentación de la novela de un escritor, alguien del público y un periodista se lanzaron a preguntar sobre el personaje principal, miembro de una banda de niños de barrio: «¿Eres tú El Fieras? ¿Has qué punto te identificas con el protagonista de tu novela?». Una amiga suya se levantó entre el público, exasperada, y gritó: «¡A ver, por favor! ¡Ya basta de simplezas! ¡Él es todos los personajes!».
El escritor es como el dueño del teatrillo de marionetas del parque. Fabrica las marionetas. Algunas se parecen a alguien que conoció una vez, otras a nadie. Luego va creando la acción a su antojo. Es libre frente a esos personajes de trapo. Ya no sabe qué metáforas usar para explicarlo en talleres, en charlas, en entrevistas, ante un lector lleno de candor («Me encantó el libro sobre tu infancia», dice amabilísimo, y ella qué puede hacer más que sonreír agradecida). El teatrillo de marionetas le sirve por una temporada. Después empieza a usar sobre todo la imagen de la casita de muñecas, una maqueta llena de personajes que el escritor puede manejar como quiera.
A veces las marionetas son frankensteins zurcidos lo mejor posible. A punto de dormirse, se gira hacia el otro lado de la cama y pregunta en la oscuridad: «Oye, ¿puedo usar la historia de cuando tu tío te enseñó a peinarte con un poco de agua? Pero te aviso que no va a salir como en la realidad, sino que será una escena triste, en la que la protagonista se da cuenta de que en realidad su padre no tiene ningún gran consejo vital que ofrecerle. Porque en el libro será su padre, y no su tío, quien le enseñe el secreto de peinarse mojando un poco el cepillo como si fuese una gran lección de vida». Su marido le responde somnoliento: «Sí, sí, claro que puedes usarla». Y vuelve a dormirse. Ella sonríe en la oscuridad.
Otras veces se olvida de pedir prestados los detalles. Un día, firmando un ejemplar de su segundo libro para una amiga, se sobresalta. En ese libro que en el momento firma con una sonrisa, hay una casa escalofriante en la que sobre cada cama reposa un Niño Jesús de porcelana a tamaño real, que los personajes besan en la frente antes de irse a la cama. Esa misma amiga a la que ahora le firma el libro le contó hace dos años que en casa de sus abuelos, en el pueblo, había un Niño Jesús sobre la cama, y que su abuelo lo besaba en la frente cada noche antes de dormirse. Sin dejar de firmar, carraspea y dice: «Oye, me vas a matar, pero me olvidé de preguntarte si podía utilizar una cosa». Porque es casi una compulsión; siente que lo escribible está en todos sitios (le da vergüenza decir literatura y lo llama lo escribible). Camina muy rápido por la calle, intentando no fijarse demasiado en nada, o queda con alguien en un bar y se aturde bebiendo, intentando olvidar durante un rato que todas las cosas que vea esa noche deben ser aprovechadas de alguna manera para la escritura. En ocasiones la confusión del alcohol funciona al revés: como catalizador, como un mortero que apelmaza y disgrega y vuelve a apelmazar aún con más fuerza, y dos borrachos que hablan entre ellos en la noche le ofrecen la escena definitiva que más tarde será el punto de giro previo al final de su libro, el alivio cómico antes de caer cuesta abajo hacia la inevitable oscuridad. Uno, un borracho distinguido, con algo de viejo dandi pasado por la freidora, le ha dicho al otro borracho (clásico ebrio vaciado que hace tiempo que es solo un trapo que cloquea maldiciones): «Eres de una vulgaridad rara tú. Una persona blasfema, pero encantadora». Y el otro, tras un silencio prolongado, le ha respondido, más crujiendo que hablando: «¿Mañana es domingo… o sábado?». Cómo no tomar ese momento, abrazarlo, añadirlo a la lista de material al respecto del cual hacer algo.
Hay días en los que la literatura está en una vieja de gafas oscuras que habla en la frutería. Recuerda que, antes de quedarse ciega, le gustaba todo. Ahora es más melindrosa. Describe con detalle las hebras del puré, que ahora no soporta: «Son como unos gusanitos muy duros que acaban de salir de la tierra». La que escribe ha repasado tanto esa escena, la ha relatado de tantas formas distintas para incluirla en algún lugar de su libro, que cuando se encuentra con la vecina ciega por la calle se sobresalta: la ciega le parece un personaje que ella inventó y que ahora se le aparece.
En ocasiones piensa que quizás sería bonito para los lectores observar el entramado de la pulsera que no se pliega a ninguna disciplina concreta, que tomará lo que haga falta de la realidad y tomará lo que haga falta de la imaginación para lograr el fin de la historia. Qué hermoso ver por un agujero en la pared cómo un bailarín se cambia y transmuta en otros personajes. Pareciera más bello ver las vetas de ese continuum que el resultado final sobre el escenario. Como ven, ya no le quedan más metáforas de la escritura. Las está gastando todas. Pero a pesar de ellas siguen los acorralamientos: «¿Eres tú? ¿Hasta qué punto el personaje está basado en ti?». «Y si es ficción, ¿cómo has podido imaginar algo tan repugnante?», le escribió en redes sociales una lectora. Le viene la tristeza vieja del dedo que inquiere, señalando el papel. Y a veces, cansada, responde casi a cada pregunta algo que podría perfectamente traducirse como: «Sí, es una amiga. Una amiga. Una amiga de otro colegio».
Sabina Urraca, periodista y escritora, ha publicado de forma reciente Soñó con la chica que robaba un caballo (Lengua de Trapo, 2021) y ha sido becada para el máster de escritura creativa de la Universidad de Iowa.