Ficción Analógica

Cuatro

Este relato ha sido publicado en papel en el número 216, «Transiciones», de la Revista Mercurio.

El reloj con su marcha de soldadito de plomo y tú bajo su peso. Tú pequeña. Tú con nueve años. Tú mirando hacia los lados por si alguien viene. Por si a alguien se le ocurre venir a tapar el hueco. El tictac anudado a la muñeca y todavía una esperanza. Todavía.

Porque, en el colegio, fueron cuatro. Cuatro pares de piernas y de brazos como los tuyos, cuatro narices como la tuya, pero cuatro bocas que no eran la tuya. Tú, tan sin nombre, tan segunda fila. Y cuatro voces como navajas que sabían dónde abrir para doler.

No te golpearon. No te gritaron. No te tocaron. Solo palabras a media voz y aquella sonrisa como una joroba en la memoria, hileras de dientes que te persiguen en casa y en la ducha y por las noches, cuatro muecas congeladas que te hielan los pies bajo las sábanas.

Cuatro es un número perfecto: tu padre, tu madre, tu hermano y tú. Cuatro octavas —tu primer piano—, cuatro —la hora de la siesta—, cuatro libros junto a tu cabecera. Cuatro, cuatro, cuatro, cuatro veces que buscaste en el diccionario obsesivo-compulsivo (cuatro sílabas simétricas).

Y un día, cuatro cuerpos tímidos al asomarte a la mochila, al abrir la cremallera, ocho patas diminutas —cuatro y cuatro a cada lado—. Cuatro cuerpos redondos como puntitos que se te quieren subir a las manos, cuatro arañas que te escondieron donde guardas el desayuno y que pronto pasan a ser más de cuatro, cinco, seis, siete pequeñísimas cabezas que parecen mirarte mientras corren hacia la gran sonrisa allá, al otro lado del aula, donde cuatro bocas contienen la carcajada, cuatro lenguas que se mueven lentas para ser oídas. Cuatro dolores en el vientre que no te dejan pensar.

Luego, cuatro años de carrera y cuatro voces que se han vuelto solo una, una con nombre y apellidos, con carnet de identidad y la misma sonrisa corva, toda dientes, toda susurros, desde el asiento junto al hueco que nadie ocupa nunca. Nadie vino entonces, nadie viene ahora. Las horas tropezándose hasta las dos y tú sola, tú quieta, tú contando hasta cuatro —tu padre, tu madre, tu hermano y tú— y en el oído el consuelo de la familia, la mano en el hombro, el gesto de apoyo, el abrazo antes de salir a clase, antes de subir al autobús y recorrer la ciudad con su gente que vive y pasea sin pensar en nada, con su gente como hormigas alegres y cogidas de la mano, pequeñas, simpáticas, humildes, hormigas que imaginas conocer, hormigas que te gustaría ver a tu lado en el aula, hormigas con las que desearías hablar y comer y compartir horario y evitar ese peso en el pecho al llegar a clase, ese no saber qué hacer con los brazos ni con el tiempo que se funde y camina despacio, suave, abriéndose paso entre tu soledad de nieve y el asiento vacío.

Más allá, sus labios de niña pequeña, de mujer sin culpa ni vergüenza, de muñeca que ríe y ríe y ríe, muñequita linda de boca roja y rellena, una bala diaria bajo la lengua. Palabras, palabras, palabras. No te golpea ni te grita ni te toca, pero cómo matan el verbo y el silencio, cómo escuecen en la herida de siempre, sobre el corte que no se cerró —que no se cierra—, el tajo abierto sobre el que llueve la hiel, palabras de limón y sal que riegan la raíz de la cordura, palabras duras en sus labios tiernos, palabras ácidas que abren cicatrices.

Niña bonita que no acepta el paso de los años, pobre niña condenada a llorar por carnes que se caen, arrugas, deberes, por la edad que pierde la cuenta de sí misma. Niña sentada cerca de ti —pero no tanto—, niña ingenua que te desuella sin saber que sabes, que oyes, que escuchas donde nadie cree, que estás pero no estás en ese grupo que se reúne en torno a ella para reír, reír, reír y recordarte que eres la sombra tras su cuello, entre los rizos de su pelo largo, con enredos tristes que no logra deshacer.

Niña tonta que confía en otras niñas de sonrisa ancha, en otros rostros que también murmuran a sus espaldas. Y ya entonces no eres tú, no eres solo tú, ya estáis las dos juntas en el corazón de la diana, ya se podría sentar a tu lado, pero ella no sabe, nunca sabe, nunca quiere saber.

Niña linda de boca tierna, fresa podrida que vomita amargo. Pobre niña siempre bajo el foco, acostumbrada al aplauso, a la complicidad de otros ojos que también engañan, actriz volcada en el insulto y el escarnio. Niña cegada por las luces que siempre has evitado, tú que has vivido en la sombra, con la sombra, a la sombra de niñas bonitas que te señalan con su voz, niñas estúpidas, incapaces de aguantar entre lo oscuro, en tu penumbra tensa, en esa niebla que las envuelve, inesperada, con los años.

Sabes que te nombra —tu inicial afilada entre sus dientes—, que alza las cejas y te piensa pero no te ve en tu refugio cálido y amable, en tu vida en casa, en tus viernes silenciosos —dos manos y un folio en blanco, un piano, una novela—. Sabes que imagina, que dice, que miente, que te inventa como a tantas otras, que te recrea distinta, ridícula, esperpento, que te construye, que te destruye cuando te relata y te moldea a su antojo, que te escupe para volver a llenarse de cariño, tan rebosante de amor hacia otras, toda halagos nuevos de un corazón viejo.

Cada día cuatro palabras que no son para ti —¿te quieres sentar conmigo?—, cuatro sonrisas sesgadas en esa boquita roja que siempre da la espalda, con esa faldita mona que se burla de tus cuellos altos, en esos ojitos castaños, sin fondo, que no saben que estás en todas partes, que oyes y ves y sientes todo, que tu silencio es la clase, el asiento vacío, cada esquina conocida de cada mesa de cada fila, cada paso en el aula, cada movimiento necesario para saludarla, levantarte, dejarle paso, colocar el pie entre los suyos, mirar hacia otro lado, escucharla caer, oír el chasquido seco o el crujido sordo, volver el rostro, romper por fin el silencio con un grito.

Cuatro escalones. Cuatro segundos. Cuatro: tu número de la suerte. Cuatro: tu familia querida de sombras.

Tu padre, tu madre, tu hermano. Tú.


Irene Reyes-Noguerol tiene dos libros publicados, figura en varias antologías y ha sido incluida en la lista de los mejores autores en español menores de 35 años elaborada por la revista Granta.

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