La Guardia, de Nikos Kavadías (Trotalibros)
Este es el título con el que se ha estrenado Trotalibros, editorial que se presenta como la primera nacida de fenómenos como BookTube y Bookstagram. El motivo es que su impulsor, Jan Arimany, lo fue antes de un blog sobre literatura que comenzó en 2012 y que después se expandiría a través de las redes sociales. Pero antes de que algunos arqueen las cejas y entonen la enésima queja por la deriva digital de los ya-no-tan-nuevos tiempos literarios, centrémonos en esta primera obra del sello barcelonés —a la que ya se han sumado otras tres—: La guardia, publicada originalmente en 1954, es la única novela que escribió Nikos Kavadías (1910-1975), considerado uno de los más grandes poetas de las letras griegas, y del que hace unos meses Alianza editaba su poesía completa. Nacido en el Imperio Ruso, cerca de Manchuria, el autor pasó media vida en la mar, trabajando a lomos de buques mercantes, y a eso precisamente dedica este relato. Él, que tan cercana a su piel había soportado esas travesías eternas en antiguos cargueros, recoge en esta narración las voces —poco oídas en papel impreso— de los marineros que, en las noches insomnes sobre el océano, se expresan a corazón abierto acerca de sus amores y desamores, sus idas y venidas y, sobre todo, sus continuos adioses. Madrugadas sobre las que la bruma y el alcohol extienden un manto de confusión que alcanza al pasado y al presente de los navegantes, poniéndolos en rumbo incierto y a la deriva, pero siempre orgullosos de su condición desarraigada: «Os damos pena porque no tenemos casa, porque caminamos con las piernas abiertas, porque en el puerto vamos con las camisas arrugadas y las camisas sin planchar. Me alegro por vosotros. Lecho seguro y sueño tranquilo […] pero no cambiaría mi trabajo por el vuestro ni por un solo día». Kavadías afirmó en alguna ocasión que si escribiera una autobiografía lo matarían, acaso por eso escribió esta suerte de autoficción que rezuma experiencia vital y un mundo en tierra firme al que no se acaba nunca de acostumbrar y donde se marea por la falta de zozobra. Su escritura hipersensible y adecuadamente lírica bate contra la tosquedad de la vida y los arquetipos marineros en una novela que, como refleja la nota del editor «desnudó sutilmente la rudeza de estos apátridas solitarios, mostrando su cara más melancólica y desamparada». Por tanto, el debut de Trotalibros es motivo de celebración por su doblemente atinada elección: la de esta obra cuya trascendencia reivindica y la de Natividad Gálvez García, Premio Nacional de Traducción que aquí es convocada para dar una nueva vida al magnífico texto original. Misión cumplida.
Parques y Jardines, de Carmen Aranguren (Renacimiento)
«Guardo mis poemas / como si fueran una piña de coral / o un huevo de avestruz». Por fortuna para los lectores que se acerquen a esta obra, las composiciones que dan forma a este muy recomendable poemario que edita Renacimiento han acabado por salir a la luz. Nadie lo diría, pero los que recoge este volumen son los primeros versos que publica su autora, Carmen Aranguren, reputada marchante y galerista con sello propio tras hacerse un nombre durante sus 14 años en la sala de subastas Arte, Información y Gestión, la mitad de ellos como directora. Con equivalente sensibilidad y buen olfato (exquisita, por cierto, la cubierta a partir de una obra de la pintora Silvia Cosío), este poemario suyo transita por temas como la infancia, los viajes, los miedos, el paisaje y, de forma recurrente, la vigilia y su multiforme contrario. La autora sevillana contempla la vida abriéndose paso, o arrastrándose, por el territorio reservado a la cotidianidad, los tonos no tan notorios del día y también sus cúspides lumínicas, aquello que echa por tierra nuestros anhelos nocturnos y que, aunque sea por aburrimiento, les da alas ya de madrugada, mientras en silencio rezamos por un sueño no correspondido: «No hay forma alguna / de destensar los músculos / ni encuentra asiento el alma: / la noche brinca en la cabeza del insomne». Leemos con natural fascinación estos versos alejados de los fuegos artificiales, versos clásicos en el sentido de que imponen sus descubrimientos sobre las grandes verdades (la memoria, el hogar) sin asomo de nostalgia y a la vez sin negar el decaimiento al que apuntan, «porque nada es como soñamos / ni siquiera mejor». Hay en este libro un sentido del ritmo madurado y una precisa intuición de las palabras, que miden tanto como aquello que quieren expresar y que contienen, en sus atributos diáfanos, muchos de los saberes de la observación considerada y penetrante en la superficialidad de las horas y los climas, incluso su efecto sobre el recuerdo de una plaza: «Entonces, ¿ha llovido? / Nada me gusta más / que ver su suelo húmedo y desierto. / Y, sin embargo, / en tiempos / desprecié sus rosales y sus pérgolas. / La oí bullir / llena de niños y naranjos tímidos, / sin saberlo / arraigaba secreta en mi memoria». La de Aranguren se descubre como una voz sensata e impecable, que a buen seguro seguirá sonando y se imprimirá en nuestras propias cavilaciones sobre lo que apenas existe en la razón poética, esa manera de «andar sin prisa, / no llegar tarde nunca a ningún sitio, / no correr ni un minuto más, / saltar, para llegar a la palabra, / el pulso cierto que nos salva / del olvido».
Vidas low cost. Ser joven entre dos crisis, coordinado por Javier Pueyo (Catarata)
No puede llegarnos este libro en circunstancias más oportunas: justo cuando más resuenan los ecos del no future y la cuestión juvenil vuelve a ocupar el centro del debate y la actualidad informativa; como casi siempre, por sus deméritos e irresponsabilidades, sin que nadie (sus tutores adultos, tanto padres como dirigentes políticos) se digne a asumir al menos una cierta parte de la culpa en la mierda de décadas que les ha tocado vivir hasta ahora. Centrado en el periodo que ha emparedado a toda una generación, o quizás dos, con sendas crisis —la de 2008 y la actual a partir del coronavirus—, este ensayo colectivo parte del loable propósito de analizar con rigor académico y sin dejarse llevar por las ventiscas de la opinión pública la situación de quienes, ya se sabe, vivirán peor que sus padres y han asumido la precariedad y la incertidumbre como parte de eso que nos empeñamos en llamar normalidad; nueva o vieja, qué cambia. Coordinado con voluntad reparadora por Javier Pueyo, representante del sindicato Comisiones Obreras que en su presentación advierte de que «no estamos ante un fenómeno meteorológico ante el que solo quepa la resignación», el libro se compone de tres bloques firmados por un grupo de docentes e investigadores en Sociología y Ciencias Políticas. Además de diagnosticar el último decenio y pico, proponen nuevas estrategias de resistencia y alternativas a las recetas neoliberales —la empleabilidad, el emprendimiento, la marca personal y otros elixires milagrosos— que podrían ser capaces de plantear un escenario distinto para este sector de población. Asimismo, con la inclusión de dos firmas del periodismo joven, esta obra trata de combatir estereotipos e influir en las narrativas que sobre esta cuestión se vienen ofreciendo en los medios de comunicación: Sara Montero describe esta obra como «una gran herramienta para la desculpabilización generacional. Muchos millennials llegan agotados a una carrera por la meritocracia que no tiene meta. Quizá ni siquiera exista»; Ana Iris Simón, tras su sonada intervención en la Moncloa para hablar de la España 2050 —más crecepelo— comienza su epílogo instando a que se deje de hablar «en universitario» de este tema y por tanto se lo aleje de las clases populares, la mayoría a fin de cuentas. La autora de Feria expresa sus recelos sobre este libro para a continuación valorar su publicación en la medida en que se atreve a dar forma concreta al problema, objetivándolo con cifras, gráficos y teoría. «Resulta tan paradójico como desesperanzador leer este texto a la par que se celebran los diez años del 15M. Porque no es que sigamos igual: es que hemos ido a peor», escribe. Y mientras tanto, de lo que hablan los medios, señala Simón, es «de fascismo y de socialcomunismo, aunque por la calle se ven más negocios cerrados y más chavales sin futuro que pelaos dando palizas —menos mal— o que —¡ojalá!— hordas de obreros socializando los medios de producción». Amén.
La muerte en sus manos, de Ottessa Moshfeg (Alfaguara)
«Se llamaba Magda. Nadie sabrá nunca quién la mató. No fui yo. Este es su cadáver. Pero no había cadáver. Ni mancha de sangre. Ni maraña de pelos enganchada a las ásperas ramas caídas, ni bufanda de lana roja húmeda de rocío festoneando los arbustos. Solo había una nota en el suelo, crujiendo con el suave viento de mayo a mis pies». De esta forma arranca una novela que lanza desde su inicio un doble desafío: uno dentro de la propia narración, pues de esa nota hallada por la protagonista se tendrá que desovillar la intriga que centra la trama; otro es el que nos plantea como lectores, pues nos enfrentamos a un misterio que podría no serlo en absoluto. La pura especulación, ya que ni el pelo ni la bufanda existen más que en la cabeza de quien lo cuenta. Sin duda estamos muy pronto a merced de esta narradora cuya falta de fiabilidad es manifiesta, pero si nos lleva de la mano Ottessa Moshfegh, tengamos por seguro que vamos a acompañarla en sus pesquisas, por muchos desvaríos que incorporen. La escritora estadounidense de ascendencia croata-iraní, que se ha dedicado en los últimos años a escribir sobre personas alienadas o enajenadas, a menudo amorales y con pensamientos grotescos, en el fondo vuelve a trazar un relato sobre el aislamiento. Aquí nos zambullimos en la mente de Vesta Gul (cautivador nombre), una mujer de 72 años que acaba de enviudar y vive en un bosque de Nueva Inglaterra con la sola compañía de su perro. Este raro policiaco a cámara lenta bien podría considerarse una sátira sobre esas señoras obsesionadas con hechos escabrosos o sobre el extraño proceso de escribir ficción, como cuando la protagonista, mientras emprende su investigación de aficionada, se indigna al hallar los mejores consejos para los escritores de novelas de misterio: «Escribir una historia de misterio es un esfuerzo creativo, no un procedimiento calculado. Si sabes cómo termina la historia, ¿para qué empezarla siquiera?». La tercera novela de Moshfegh encumbra su peculiar estilo narrativo entre lo suculento y lo desalmado, siempre rupturista y provocador. El equilibrio y la genialidad de su pluma se cifran en su talento para recrear atmósferas poco saludables a la par que deliciosas, que nos conducen sin remedio hacia las retorcidas ideas de sus personajes —en este caso, por ejemplo, las violentas fantasías eróticas de su protagonista—. Como en los grandes de la literatura gótica, su mirada estrambótica y algo misántropa se compensa con su humor esquinado y con esa primera persona de estilo más bien desafectado que nos guía en este juego entre realidad y misterio, las dos caras del horror cotidiano que alimentan su despiadada prosa.