Cuando uno lee los primeros libros de Bret Easton Ellis, llama la atención esa capacidad para coger una frase, sacarla de contexto y repetirla varias veces a lo largo de los distintos capítulos, cambiando con el contexto su significado. Es un truco narrativo excelente si se utiliza bien —»Desaparezca aquí»—, pero obviamente no es de Ellis sino de Joan Didion. La admiración de Ellis por Didion está bien documentada en varias entrevistas del autor de Menos que cero o American Psycho. No en vano, una de sus mejores amigas y compañera asidua de juergas universitarias fue Quintana Roo, la hija adoptiva de Didion y el escritor John Gregory Dunne.
La diferencia es que, mientras Ellis se enamora constantemente del artificio —se enamora constantemente de sí mismo y con el tiempo esto no ha ido a mejor—, Didion mantiene la distancia. Distancia sobre la narrativa y distancia sobre la propia frase repetida. Una liturgia común es un perfecto ejemplo en el terreno de la novela; Slouching Towards Bethlehem lo es en el del reportaje, donde quizá Didion sobresalga especialmente. Hay algo fascinante de Didion y es su continuo mostrarse y esconderse. Ellis necesita llenarlo todo de Batemans y de chicos rubios atractivos. Didion, no. Didion se mete en plano y sale corriendo al instante como diciendo «lo siento, lo siento, yo no debería estar aquí».
Y, sin embargo, es curioso que una de las grandes cualidades de la escritura de Didion sea la tremenda seguridad en sí misma. Didion no necesita demostrar nada —el artificio, de nuevo—, porque nadie se atreve a dudar. Didion es contundente, no tiene tiempo que perder, está demasiado ocupada y en sus escritos siempre aparece una copa o una borrachera sin necesidad de alardear de ello ni de pedir perdón. La claridad de su prosa, una prosa que atraviesa todos los géneros pero que remite necesariamente al periodismo, a la crónica, a lo concreto, es difícil de igualar por contemporáneos y posteriores.
Uno coge Sur y Oeste, por ejemplo, el relato de dos reportajes fallidos por la América profunda, y se encuentra Estados Unidos en su esplendor y miseria. Didion adora Estados Unidos y abraza todas sus contradicciones. Didion no entiende de bandos ni de estéticas. Didion editaba la revista de su universidad mientras formaba parte del equipo de animadoras. Imaginar a Didion como cheerleader es recrear a una chica que no tiene miedo a divertirse ni al qué dirán, que huye de la etiqueta y que a la vez necesita la solidez de la tradición, de la costumbre, la cultura americana incluso en su versión más hortera, más de peli adolescente de los años cincuenta.
Demasiado pensamiento mágico
Joan Didion ha escrito sobre todo y no ha tenido nunca la intención de llevar la razón en nada. O, más bien, nunca se le ha notado el empeño. Puede que en eso haya un toque femenino que se agradece. Abraza por completo el minimalismo, como lo abrazaría después Ellis y como lo concibió antes Hemingway, pero es un minimalismo crudo, en el que el narrador se involucra pero solo hasta cierto punto. Ni siquiera es un minimalismo con moraleja, cosa que a veces sucede con Cheever o Carver. No hay una intención de sacar conclusiones sobre una sociedad, un país, un momento. Simplemente se presentan al detalle: ahí están, así son. La frase sin adorno y el instante preciso. «La Guerra de Secesión fue ayer, pero de 1960 hace un siglo», escribe en 1969.
A veces, me da pena que a Didion en España se la conozca sobre todo por su obra tardía, publicada en Mondadori. Me da pena que la imagen de Didion sea la del magnífico documental El centro cederá, porque me parece que en ocasiones roza la autocompasión y Didion es de todo menos autocompasiva. Didion se hunde y remonta y remonta y se hunde, pero no monta un espectáculo de ello. Con todo, al documental se le perdona porque cubre toda su trayectoria y su vida y la divulgación siempre es agradecida. No es tan fácil con El año del pensamiento mágico, libro sobre la muerte de su marido, y Noches azules, sobre la muerte de su hija, libros a lo que les falta perspectiva cuando la perspectiva lo es todo en la obra de Didion.
En la primera obra, se aprecia un exceso de confusión. En la segunda, un exceso de ceguera. Es normal cuando se habla de seres queridos, pero de alguna manera traiciona la esencia Didion de mostrar la realidad y que ella se las apañe por sí misma. Hay un exceso de fragilidad en ambos libros, como lo hay en el documental, y en ningún momento diría que es una fragilidad impostada —no lo es— sino simplemente que no refleja bien su trayectoria. Conocer a Didion por El año del pensamiento mágico es como conocer a Cortázar por el capítulo VII de Rayuela. Un enorme equívoco.
Slouching Towards Bethlehem
A mí me gusta la Didion del White Album, me gusta la Didion que se pasea por el San Francisco de finales de los años 60 y expone su fragilidad física al mundo —sus 40 kilos, su esquelético cuerpo de nadadora—, segura de que su fuerza mental la llevará a buen puerto. Sus mejores reportajes son, por poner un ejemplo, como los mejores reportajes de Manuel Jabois cuando consigue salir de sí mismo pero a la vez sabemos que está ahí, que no se ha ido, que no ha dejado a todos esos niños bailando al borde del campo de centeno. A veces, Didion se enfada y se enfada tanto que no hace falta recordarlo más veces. Es una profesora que no necesita mandar silencio todo el rato. El silencio se hace y con el silencio, la escucha.
En cualquier caso, esto son intenciones, estilos, temáticas… Todo eso no determina al escritor, aunque lo condicione. Lo que hace de Didion una candidata a mejor escritora del siglo XX —y aquí tendría que haber utilizado un inclusivo, porque incluye desde luego a todos los hombres— es su manejo prodigioso del lenguaje y sobre todo del ritmo. Que su pupilo más aventajado decidiera llevar ese estilo al pop y transformar la frase precisa en la letra de una canción no es casualidad alguna. Su deslizarse por el inglés es delicioso, algo que no se pierde demasiado en las traducciones, que no es decir poco.
Didion es una escritora soberbia, maravillosa, con un punto decadente del que, insisto, no hace gala, simplemente está ahí. De las calles de San Francisco a los cócteles en Malibú, en El Salvador, en Manhattan. Didion da la sensación de sentirse cómoda e incómoda a partes iguales en todos lados y lo único que queda es su relato. Su perspectiva. La facilidad con la que una frase se introduce en la siguiente, un párrafo da pie al posterior. De escoger una obra, me quedaría sin duda con On self-respect, un breve artículo sobre el respeto a uno mismo. La diferencia entre la gente que se respeta a sí misma y la gente que no, carne de ansiedad, angustias e inseguridades.
Hay una Didion más popular, que es a la vez, ya digo, la más confusa, la más caótica, la más Bret Easton Ellis si se quiere, con esas frases y esas imágenes colgando de un personaje ausente, y una Didion más dura, más seca, más intelectual borracha escribiendo a cuatro manos su último guion para Hollywood. No sé cuál me gusta más, pero sí sé cuál me gustaría ser. La que se respeta a sí misma. O la que al menos lo intenta, porque sospecho que nadie escribe un tratado sobre la necesidad de ser algo que ya es. Didion supo utilizar el «yo» como una excusa y eso no es fácil. Tocar e irse. Se va el presentador y queda el espectáculo. Bienvenidos todos.
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