Analógica Horas críticas

Los manuscritos no arden

Un apartamento de estilo modernista del número 10 de Bolshava Sadovaya, en Moscú, aloja hoy el Museo Bulgákov. No tiene pérdida: el visitante es recibido desde la misma caja de escalera por una confusión de grafitis, caricaturas, letreros en cirílico e itálico donde se homenajea a los principales héroes del autor, en especial un enorme gato negro que, según sabemos, responde al nombre de Behemoth. Desde ese mismo apartamento, de hecho, el gato Behemoth, junto con sus secuaces Korolev y Azazello, amén del conspicuo Voland, aterrorizó a todo un Moscú ya curtido de espantos bajo el invierno estalinista. Es, también, el mismo apartamento que el propio Bulgákov ocupó recién llegado a la capital desde Ucrania en 1921, y donde se instaló con la primera de sus esposas, Tatiana Nikoláievna Lappa, para consagrarse en exclusiva al ingrato oficio de la literatura.

Lo de ingrato ha de ser entendido, valga la redundancia, al pie de la letra. Apenas nueve años más tarde, en 1930, encontramos a Bulgákov derrotado y resentido con el establishment comunista, al que dedica una larga carta que rezuma amargura. Se le desprecia, dice; es objeto continuo de veto y burla pública, y sus obras más elaboradas, aquellas que no están manufacturadas para el consumo masivo, ni siquiera consiguen ver la luz: pide al gobierno que lo manumita, que le deje marcharse al extranjero, que le permita vivir en paz. El asunto de la carta concluirá con una famosa llamada telefónica de nada menos que el mismísimo Jósef Stalin, el Padrecito, admirador del teatro de Bulgákov, ante cuya voz de tonos ambiguos él no duda en capitular en cuestión de un parpadeo: se queda en la Unión Soviética. Se queda en dique seco. Se queda con toda su frustración y con el veneno íntimo de saber que sus obras maestras no conocerán la imprenta, al menos mientras él viva.

Entre estas obras condenadas se encuentra una en la que lleva ya trabajando algunos meses: una fantasía sobre Poncio Pilatos cuyo escenario, al llegar a oídos de la policía política, no tiene más remedio que ponerle en un aprieto; Jesús y sus alrededores no son temas que deba abordar prudentemente un artista del pueblo. Así que poco antes de enviar la mencionada carta al Ministerio de Cultura de la URSS, ha entregado al fuego, tal cual, las páginas que lleva escritas, o gran parte de ellas. Se arrepentirá luego. Y ello porque, como el mismo Voland le revela al Maestro en el capítulo en que él cree haber hecho lo mismo con su propia novela sobre Pilatos, “los manuscritos nunca arden”. Se quedan dentro: entre el estómago y los insomnios, luchando por volver a ocupar el papel del que los han expulsado.

El Maestro y Margarita, cénit de Bulgákov que puede leerse como novela satírica, psicológica, fantástica o puro desvarío de juerga nocturna, es también una de sus obras condenadas al fuego por el régimen soviético

Los diez últimos años de su vida, años oscuros, de desgana y de úlcera, retratados sin compasión en el lóbrego entresuelo que el Maestro ocupa en las páginas de su novela, los pasará Bulgákov entregado a la redacción imposible de su obra cumbre, El Maestro y Margarita, en compañía de la tercera de sus esposas y Margarita particular, Yelena Shilovskaia. Es obvio que era consciente de que estaba escribiendo para el vacío y de que, en aquel espacio infinito, cualquier cosa resulta posible: incluso una aleación, como la resultante, de sátira de costumbres, novela psicológica, histórica, fantástica, desvarío puro y simple. El producto que dejará el poso de todos aquellos años, formado casi por procedimiento de aluvión, parece difícil de definir. Son, digamos, tres novelas en una, o tres literaturas en un mismo envase. Uno, la parodia de Gógol, denuncia del submundo cultural (literatos, actores, directores de teatro, artistas de la farándula) que auspició el sistema de partido único en los tiempos más crudos del monopolio político. Dos, la novela simbólica o alegórica de Beliáiev, en ese interludio con Pilatos donde la escritura alcanza unas cotas de penetración apenas vistas en otros autores de la misma generación. Y tres, la fantasmagoría del cuento popular eslavo, con sus brujas y trasgos y babushkas y demás parafernalia, que colorea el aquelarre final en que los personajes encuentran sus destinos.

El regusto que todo ello deja en el lector es el de una monstruosa juerga nocturna, similar a la que el inicuo Voland armaba en su piso que era el de Bulgákov, donde se bebía y se fumaba toda la noche y se cortaban cabezas que luego volvían a crecer. Sin duda, parte de este carácter parcheado, al buen tuntún, de una historia que no se sabe muy bien a dónde conduce, fue motivado por el proceso de redacción: manuscritos que iban apilándose y contradiciéndose, que expandían y agigantaban los episodios como hinchados por la pus. La primera versión, publicada en 1966 (Bulgákov llevaba ya tres lustros muerto), cortó y pulió y se quedó en un libro más o menos ajardinado que pretendía respetar el sentido de orientación de los lectores. Pero en 1990, la estudiosa Lidia Yanovskaia consiguió fundir en uno todos los borradores previos que había ido encontrando en los archivos y produjo así la edición canónica que la extinta (y llorada) editorial Nevsky dio al público español en 2014. Es esta misma, con una nueva y excelente traducción de Marta Rebón, la que ahora recupera Navona, esperando ganar adeptos para una de las novelas más insólitas e imprescindibles del siglo que se fue.

 


El Maestro y Margarita
Mijaíl Bulgákov
Traducción de Marta Rebón
Navona
(Barcelona, 2020)
544 páginas
29,90 €

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