Analógica

El conflicto en la lengua: tres episodios

Fue Fernando de Herrera uno de los primeros poetas que documentó la palabra «conflicto» en la historia del español. A otro poeta del XVI, el alcalaíno Francisco de Figueroa, le corresponde ser uno de los primeros en usar el adjetivo «combativo». Por su parte, la expresión «armarse la de San Quintín» debe su histórico copyright al bardo y soldado Garcilaso de la Vega.

Divinos conflictos

Fue hijo de un cerero pero lo apodaron el Divino; rasgaba las hojas manuscritas de sus poemas si alguien le señalaba en ellas algún defecto, pero desesperaba a los impresores con los particulares cuidados tipográficos que exigía que se cumplieran en sus libros. Fue absolutamente individualista en la defensa de su capacidad e ingenio, pero al mismo tiempo, no rechazó frecuentar las tertulias de poetas y pintores que se formaron en la Sevilla de la segunda mitad del XVI. De alguien como él, de alguien con una personalidad tan contradictoria como el poeta Fernando de Herrera (1534-1597), podemos esperar que sea uno de los primeros autores poéticos en documentar la palabra conflicto en la historia del español. 

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

La idea de golpear contra algo, la oposición de dos personas, de dos bandos o de dos elementos es el significado nuclear de la palabra conflicto. Su antepasado latino, conflictus, es un derivado de confligere que significaba precisamente “chocar” y la propia palabra, como si los textos entraran en guerra con las voces que los pueblan, muestra un particular conflicto en su historia. Siendo conflictus un vocablo latino, el romance castellano dio la espalda a tal palabra en sus primeros textos; de hecho, cuando Enrique de Villena tradujo a principios del siglo XV la Eneida usó conflicto, pero lo hizo en lucha con la comprensión del mensaje y necesitó explicar a sus lectores qué significaba tal sustantivo: “debe ser notado que dos maneras de conflicto, siquiere guerra, ha en el ombre”. Más de un siglo después, de pie y ante el mar, Herrera se recrea mirando el embate de dos naves y en ese escenario de libertad usa la palabra conflicto sin necesidad de glosa: 

Del mar las ondas quebrantarse v[e]ía
en las desnudas peñas, desde el puerto;
y en las naves que el desierto
Bóreas, bramando con furor, batía”.

El propio Herrera había entrado como escritor y estudioso en uno de los más interesantes conflictos de la historia literaria española. En 1580 publica un comentario a la obra poética de Garcilaso de la Vega (Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones de Fernando de Herrera) en el que deliberadamente olvida nombrar los Comentarios que el Brocense había dedicado a Garcilaso tres años antes. La contestación a la obra herreriana (redactada por alguien escudado bajo el pseudónimo de Prete Jacopín) abrió una polémica de altura en los círculos literarios del XVI y hubo corrillos en Sevilla, como los hubo en Burgos, que comentaron esa polémica.

«Los conflictos entre escritores son quizá los más curiosos y dignos de los que se dan en la historia de España»

Los conflictos entre escritores son quizá los más curiosos y dignos de los que se dan en la historia de España. De hecho, un término popular como pelamesa (“riña o pelea en que los contrincantes tiran del pelo o la barba a su adversario”) se usó notablemente a fines del XIX y en la primera parte del XX para nombrar tal clase de riñas. Decía Ramón Gómez de la Serna (Automoribundia, 1948) hablando de Larra que “toda la historia literaria de España está llena de esas desavenencias entre los escritores, y Fígaro, que es nuestro modelo más vivo, estuvo en riña y pelamesa con muchos literatos de su tiempo”. Hoy, cuando los corrillos de escritores murmuran sobre quién ganó el último concurso literario o quién va a estar de jurado en los próximos juegos florales de Villarriba, el término certamen parece disfrazar de justa poética lo que en otro tiempo fue también lingüísticamente una palabra para el conflicto, la lucha y el combate: certare es en latín “pelear”.

Combativos y difundiéndose

Menos librescos fueron otros conflictos, los que vivió un poeta coetáneo de Herrera, Francisco de Figueroa (1530-1588), que fue soldado en Italia al servicio del emperador. A él, amigo de Cervantes y también alcalaíno, corresponde uno de los primeros ejemplos de uso del adjetivo combativo. Decía Figueroa que a la vista del amor desaparece “del espantoso viento / la furia y movimiento / y el combativo mar reposa y para”. Que el latín battuere hubiera dado en castellano derivados bien antiguos como combatir o combate no evitaba que un adjetivo como combativo fuera completamente raro e insólito en el español del siglo XVII. Las familias de las palabras, como las de cualquier casa de realidad o de ficción, tienen sus limitaciones y barreras internas y los adjetivos derivados de combatir fueron extrañísimos en español hasta el siglo XIX. Fuera del empleo de Figueroa, hay un rastro aislado en Lope de Vega y prácticamente hay que esperar hasta el siglo XIX para encontrar derivados como combatividad o combativo, tomados del francés combativité y combatif y extendidos en el español americano antes que en el español europeo. Cuando Rubén Darío en 1906 se dirige al águila americana, acalla conflictos con Estados Unidos para aclamar: “No es humana la paz con que sueñan ilusos profetas, / la actividad eterna hace precisa la lucha: / y desde tu etérea altura tú contemplas, divina Águila, / la agitación combativa de nuestro globo vibrante”. Ese uso de primeros de siglo era aún un empleo fresco; menos de una década después Unamuno hablará (Niebla, 1914) de “una metafísica de la religión que nace de la sensualidad de la combatividady con su ejemplo ayuda a construir la torre de documentaciones que llevará al sustantivo combatividad a ingresar en la tardía fecha de 1936 en el Diccionario de la Real Academia Española. 

«El término certamen parece disfrazar de justa poética lo que en otro tiempo fue también lingüísticamente una palabra para el conflicto»

La literatura hace navegar las palabras para el conflicto entre lectores de puertos varios y rompe barreras para peinar diferencias de vocabulario. También se embarca en la lengua de la calle, entra en los zurrones de quienes viajan de una ciudad a otra con el apoyo mísero de alguna fonda en que reponer las fuerzas. Si la combatividad llegó desde el francés al español, la camorra se embarcó en labios de hablantes españoles para aportarla a Italia a mediados del siglo XVIII. Esa ciudad española que fue Nápoles usaba ya en el siglo XVIII la palabra española camorra (tal vez derivada de modorra, la enfermedad de las reses) para nombrar a una unión de malhechores. 

Pero toda lengua tiene sus variaciones internas, y, en conflicto con las palabras comunes, compartidas entre territorios, habitan voces singulares, de menor dominio, privativas de un área. Si la comida o el atuendo son grandes fuentes de diversidad dentro del español, el conflicto entre personas es otra importantísima área de particularidad. Los ejemplos son tantos que lo conflictivo es seleccionarlos: la guasábara de República Dominicana y Puerto Rico, herencia de la antigua lengua antillana, denomina un enfrentamiento entre personas; en El Salvador es vergaceo lo que en Honduras es también despije o cachimbeo; por su parte, en Argentina el conflicto convive con el atrenzo, la palabra que nos obliga a mirar a la parte más corporal de todo conflicto, la cabellera. Pelearse era en su origen pegarse sin armas y tirándose de los pelos o de la trenza. La pelamesa de las cuadrillas de escritores no está muy lejos de estos atrenzos.

Conflictos en guerras y guerras interiores

En medio del invierno está templada / el agua dulce desta clara fuente”. No hay escenario más tranquilo y alejado del conflicto que este. Pero cuando Garcilaso de la Vega lo recrea y describe en su égloga segunda lo está dedicando al III duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1507-1582), hombre de confianza del emperador Carlos y de Felipe II, y uno de los mejores militares de su tiempo. Amigo y protector de Garcilaso, al gran duque se le atribuyen los primeros movimientos estratégicos del ejército español antes de la victoria en la batalla de San Quintín (1557) contra los franceses. A un militar de renombre, a un gran gestor del conflicto armado, un poeta soldado como Garcilaso le había dirigido unos versos de serenidad en el escenario recreado de un locus amoenus donde se cantan penas de amor. Garcilaso pasó a la historia y también la expresión “armarse la de San Quintín” como forma de nombrar a una gran pelea o conflicto. Los conflictos reales crean palabras: la batalla contra los franceses dejó San Quintín; las peleas con musulmanes se llamaron sarracinas y a los griegos les había caído en la Edad Media la fama de ser pendencieros; el adjetivo graeciscus (griego, a la manera griega) dio lugar a un juego de azar del que deriva la palabra gresca como alboroto. 

Pero hay otros conflictos que no son armados y que no son parte de ningún capítulo bélico ni tienen proclamas asociadas: el conflicto interior, el aprieto atribulado que asfixia sin contrincante. Eso que llamamos brete era algo tan insustancial como una trampa para pájaros, pero la palabra fue atrapando cada vez a presas más cercanas a los hablantes. Brete empezó a significar el cepo con que se enlazaban los pies a los presos y terminó siendo el conflicto en que debíamos decidir dolorosamente entre dos opciones, el dilema que tanto ha nutrido a la moderna literatura. “Que muera yo en el mal de mi tormento”, lo dijo así Fernando de Herrera, envarado también en su propio conflicto, más humano que divino al revelarlo.

 


Lola Pons Rodríguez es historiadora de la lengua y catedrática de la Universidad de Sevilla.

2 Comentarios

  1. Alberto Setién

    La transcripción del poema de Herrera omite la palabra tratada:
    «y en conflicto las naves que el desierto»

  2. Pingback: Libros de la semana #13 - Revista Mercurio

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