El ministro Salvador Illa no lo ha querido decir y Fernando Simón, bajo el matorral de sus cejas, no tiene pinta de ser un furibundo futbolero. Pero la autoridad sanitaria sabe que la vuelta al fútbol favorece la salud. La anímica, por lo menos. El aficionado recupera el tono, el oxígeno mental. Vuelve el fútbol y con él muchas otras cosas salutíferas. A saber: la alegría del pueblo, la industria balompédica que contribuye al PIB y, por si fuera poco, la defensa de la ecología y la marihuana (no estupefaciente) gracias a la hierba de un campo de fútbol.
Cierto es que los estadios estarán vacíos. Serán esos «esqueletos de multitudes», como decía Mario Benedetti. Da igual. Nos conformamos con poco. En los campos se podrán poner tifos, espectadores de cartón o muñecas hinchables (como hicieron en Corea del Sur). En su casa el espectador tendrá dos opciones. Una, escuchar el sonido ambiente del silencio, solo roto por gritos y protestas puntuales. Otra, el sonido prefabricado de una animación de pega, que acompañará el desenlace del juego. Poco nos importa elegir entre el silencio inhóspito o la lata del sonido precocinado. Lo que queremos es volver al altar del Dios redondo.
La Liga comienza hoy con un derbi señero. Sevilla FC y Real Betis Balompié (Sevilla-Betis, para abreviar) dirimen hoy el que es el derbi más castañero de España y de gran parte de Europa. Palanganas y verdinas vuelven a enfrentarse con el extraño decorado de fondo de una caldera apagada: el Sánchez-Pizjuán. Incomprensiblemente, en el libro que llega a nuestras manos no viene reseña alguna de este duelo del fútbol que se celebra bajo el cielo del Mediodía. Rivalidades crónicas. 10 ciudades europeas a través de sus derbis no incluye el duelo sevillano. El autor del libro, que de inicio se gana nuestro improperio, ha querido hacer un tour europeo a través de los derbis ajenos a nuestro solar patrio. Y es aquí donde nos congraciamos con Jordi Brescó, autor de la letra, y con Pau Riera, autor de las fotografías.
Dice Simon Kuper en el prólogo que se ha ido apagando la razón de los derbis entre equipos ungidos y separados por la religión, la clase social o el fanatismo político. Así es, en gran parte. Pero queda cierto resabio y, sobre todo, se mantiene la mística incorrupta: el amor a unos colores y la colérica aversión al de los otros. Conocer estas Rivalidades crónicas es entender la sociología de una ciudad a través de sus equipos de fútbol. Veamos.
Se ha ido apagando la razón de los derbis entre equipos ungidos y separados por religión, clase o política, pero queda el amor a unos colores y la aversión a otros
En un Génova-Sampdoria lo que se dirime es el añejo peso del escudo (Génova) frente a la modernidad (Sampdoria). En un FC Sankt Pauli-Hamburgo se enfrenta el orgullo del devaluado club de toda una ciudad-estado (Hamburgo) con otro que ejerce el vallecanismo a la alemana: antifascista, pro-LGTBI, etc. En Estambul, el Galatasaray y el Fenerbahçe celebran el llamado «derbi intercontinental» al disputarse sus partidos entre Europa y Asia (no olvidemos el Besiktas, cuyos forofos jenízaros tienen el récord de rugidos en un estadio con 132 decibelios, igual que el despegue de un avión). Hasta el más profano conoce los intríngulis religiosos del Old Firm, el derbi de Glasgow entre el Celtic católico y el Rangers protestante (curiosa versión menor la que ocupa a Jordi Brescó cuando nos cuenta cómo se vive el derbi en la sucursal de Belfast).
El derbi entre el Sheffield Wednesday y el Sheffield United nos introduce en los anales reglamentarios de la historia del fútbol inglés y europeo. La otrora ciudad industrial del acero (recuérdese el drama en clave de despelote de Full Monty) fue la cuna de las primeras reglas del foot-ball. El Sandygate Road es considerado el campo más antiguo del mundo. Por supuesto no podía faltar la ritual visita a los Balcanes, a través del «derbi eterno» entre el Estrella Roja y el Partizán de Belgrado. En los ultras de ambos equipos, fundados por expartisanos yugoslavos tras la Segunda Guerra Mundial, se sigue abrigando el nacionalismo serbio.
De Chipre, el libro nos ofrece la delicia de conocer el derbi ideológico entre el Omonia y el Apoel, reflejo histórico y étnico de la isla, separada literalmente por la célebre raya verde que divide la capital Nicosia y, en definitiva, la mitad de la ínsula entre la República de Chipre y la República Turca del Norte de Chipre (el Çetinkaya, equipo turcochipriota, no puede competir en Europa porque este territorio solo lo reconoce Turquía). «Fútbol es fútbol», dijo el célebre Vujadin Boskov y lo convirtió en arcano.
Acabamos el libro con la indulgencia debida. Y todo pese a que nada se registra acerca del derbi de la guasa fanática (a menudo no tan guasona): Sevilla-Betis. Dice Simon Kuper que antaño había derbis diferenciados por la clase social y que esto también ha cambiado muchísimo. Y tanto. Si antaño el Sevilla podía ser el reflejo de cierta burguesía aparente y el Betis el de las castas populares, hoy por hoy reparar en este detalle anacrónico es solo un ejercicio de humor y de arqueología. Saltan a la vista las diferencias sociales entre el cantante de Mojinos Escozíos, noble de cuna y declarado sevillista, y el bético José Manuel Soto, reflejo de la clase obrera del año catapún.