Y es que el diseño, en realidad, afecta a casi todas las acciones en las que nos vemos envueltos de manera cotidiana. El despertador que nos empuja fuera de la cama, la taza en la que tomamos el café del desayuno, la toalla con la que nos secamos al salir de la ducha y la llave con la que cerramos la puerta de casa son solo una pequeña muestra de todos los objetos con los que interactuamos a diario, antes incluso de pisar la calle. Son herramientas que manejamos de manera automática y familiar. Están ahí, aunque sólo reparamos en ellas cuando se rompen o dejan de funcionar.
Para el pensador japonés Soetsu Yanagi, este tipo de objetos “posee dos rasgos principales. El primero es que están hechos para su uso diario. El segundo es que se trata de objetos corrientes y sencillos. Son productos de precio módico, que se producen en grandes cantidades, no en ediciones limitadas, y sus creadores no son artistas famosos, sino artesanos anónimos. No están concebidos para proporcionarnos un placer estético, sino para ser usados”. Yanagi, que denomina “mingei” a estos objetos (una contracción de los términos “popular” y “artesanal”), señala también que no se puede englobar aquí “cualquiera de las baratijas que se venden habitualmente en las tiendas”, sino que “deben cumplir honestamente el propósito práctico para el que han sido concebidos. Como caso contrario, basta con fijarse en los objetos de producción industrial que han inundado nuestras vidas en los años recientes, y cuya funcionalidad se ha visto eclipsada por el afán comercial, la moda efímera y la obsesión de obtener un beneficio económico”.
«Sorprende descubrir la vigencia de un texto que Yanagi escribió en 1933. Ha pasado casi un siglo, pero los problemas con los que lidiamos son parecidos»
Yanagi cuenta todo esto en La belleza del objeto cotidiano (Gustavo Gili, 2020), una colección de escritos que gira alrededor de los objetos comunes y la artesanía popular. Se trata de un tema que resuena con familiaridad en una época como la que vivimos, que está gobernada por la obsolescencia programada y la deslocalización de fábricas, pero también por los movimientos que reclaman una vuelta a modos de vida más sencillos y a maneras de fabricar más sostenibles, enraizadas en la naturaleza y las tradiciones manuales. Una época en la que el retorno al medio rural se convierte en una utopía razonable y se recuperan oficios como la alfarería, que parecían condenados a una lenta desaparición. En este contexto, sorprende descubrir la vigencia de un texto que Yanagi escribió en el año 1933. Ha pasado casi un siglo, pero los problemas con los que lidiamos son bastante parecidos.
El arte de la imperfección
En Japón existe toda una tradición literaria, construida alrededor de la pérdida de sus costumbres y tradiciones ancestrales. Son libros que lloran aquellos aspectos de la cultura y la estética japonesa que han desaparecido, engullidos por la imparable modernización de su sociedad o por la influencia occidental. El más conocido es seguramente El elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki. En este delicioso opúsculo, publicado también en el año 1933, el autor narra las dificultades a las que se enfrenta durante la construcción de su casa, una vivienda japonesa tradicional, a la que quiere dotar con nuevas comodidades del siglo XX como la electricidad o la calefacción. Durante la empresa, y entre otros muchos dramas domésticos, como el divertido alegato contra los ventiladores de techo, Tanizaki descubre que tras esa nueva realidad se esconde una gran tragedia: la desaparición del complejo entramado de sombras, brillos y penumbras que había definido hasta entonces la arquitectura japonesa. Un delicado equilibrio de fuerzas, barrido de un plumazo por la violenta presencia de la luz eléctrica. “En vano buscarás por la habitación alguna sombra fugaz”.
«Tanizaki descubre una gran tragedia: la desaparición del complejo entramado de sombras y brillos que había definido hasta entonces la arquitectura japonesa»
Sesenta años después, el escritor Alex Kerr reflexionaba también sobre estas cuestiones en Japón perdido, su particular carta de amor hacia la cultura nipona. Aunque nacido en Estados Unidos, Kerr ha pasado la mayor parte de su vida en Japón, sumergido en sus costumbres y tradiciones hasta dominarlas con mayor desenvoltura que la mayoría de los habitantes nativos. Además, ha convertido el estudio del arte y la artesanía antigua en un genuino modo de vida, como demuestra el contenido de su libro, una absorbente miscelánea de recuerdos y reflexiones acerca del carácter de su país de adopción y de los objetos que lo definen. Al igual que Tanizaki, también él se propuso construir una casa tradicional, incluso si eso significaba prescindir de las comodidades occidentales. Y como su antecesor, la experiencia le sirvió para descubrir todo lo que se había perdido en el país bajo la influencia occidental.
Soetsu Yanagi comparte con estos dos escritores la rara habilidad del que sabe enseñar a mirar. Sus textos, que versan sobre tejidos, cerámicas, utensilios o papeles, capturan la esencia de estos objetos de apariencia imperfecta a través de metáforas y comparaciones tan sencillas como intrincadas. Sentencias que obligan al lector a levantar la vista para comprobar, con sonrojo, que está rodeado de objetos que difícilmente pasarían el examen de Yanagi. Un sonrojo que aumenta cuando se comprueba que sus preocupaciones no se alejan demasiado de las actuales. “Si nuestras posesiones son atemporales en su diseño, no sentiremos la necesidad de comprar otras mejores o más nuevas. Si son duraderas, permanecerán más tiempo con nosotros. Si nos sentimos cómodos con ellas y disfrutamos al utilizarlas, las cuidaremos con más atención”. Una perfecta definición de la sostenibilidad.
«Si nuestras posesiones son atemporales en su diseño, no sentiremos la necesidad de comprar otras mejores o más nuevas. Una perfecta definición de sostenibilidad»
Un puente hacia el futuro
Menos ludita que Tanizaki o Kerr, Soetsu Yanagi no despreciaba las cosas buenas que tenía que ofrecer Europa. “Algunos se sorprenderían si supieran que tengo un Cézanne colgado en el salón de mi casa”, reconoce en un pasaje del libro, como también reconoce la influencia de William Morris, al que le unía el afán por reivindicar el valor intrínseco de la artesanía popular. Su capacidad para crear objetos bellos para la vida diaria, pero también la manera en la que estos objetos reflejan la calidad cultural de una nación, o su decadencia. “Hoy en día, la forma descuidada y desapasionada en la que se producen las cosas nos ha privado de sentir ningún respeto o apego por ellas. Desde el punto de vista de las costumbres sociales, eso implica una perdida mayúscula”.
Fue también durante un viaje a Suecia cuando dio forma a su empresa más ambiciosa: la creación de un Museo de Artesanías Populares de Japón, que abrió sus puertas en 1936. En el último texto del libro explica que los objetos que allí se exponen están escogidos por su belleza intrínseca, “por su capacidad para servir como modelos de ejecución artesanal”. Pero no como una excusa para regodearse en el pasado, “que sería un divertimento frívolo”, sino como base para la creación de “nuevas artesanías que habrían de dar forma al futuro. Los lazos con el porvenir son más importantes que los lazos con el pasado”. Así que la clave está en saber esquivar las redes del consumismo voraz, en aprender a escoger los objetos que nos acompañarán y envejecerán con nosotros. Objetos hechos de manera honesta, que cumplan su objetivo de manera práctica, pero que no por ello renuncien a la belleza y la calidad. Porque “es la calidad lo que cuenta a la hora de calibrar el corazón y el alma de una civilización. ¿Cómo podrían ser compañeros de cama una sociedad avanzada y un papel de mala calidad?”
Alumbrar sin deslumbrar
Decíamos más arriba que ha pasado casi un siglo desde que Yanagi escribió sus reflexiones, pero que seguimos enfrentando problemas parecidos. Miguel Milá, uno de los mejores diseñadores industriales que han surgido en este país, ha dedicado su vida a resolver algunos de estos problemas, y por el camino ha dejado un puñado de objetos memorables, que no sólo aguantan a la perfección el paso del tiempo, sino que también realizan su función con honestidad y belleza. Así, por ejemplo, defiende que “lo fundamental en una lámpara es que alumbre y que no deslumbre. La luz debe ser siempre amable. La iluminación puntual permite leer, la fría es desagradable, la insuficiente hace que nos tropecemos, pero la iluminación excesiva molesta. Hoy se están perdiendo los matices. Cada vez hay menos penumbra y ya no existe la media luz”. Tanizaki habría encontrado aquí un espléndido compañero de viaje.
La cita anterior está extraída de Lo esencial. El diseño y otras cosas de la vida (Lumen, 2019), un volumen editado por la periodista Anatxu Zabalbescoa a partir de conversaciones mantenidas durante dos años en la casa de Milá. Se trata de uno de esos libros que no son fáciles de clasificar. Un libro en el que se entrelazan los recuerdos familiares y las anécdotas históricas con las reflexiones acerca del hecho de diseñar y del peso que tienen los objetos en la vida cotidiana. Cuestiones que pueden parecer extrañas entre sí, pero que en la mente de este diseñador catalán están íntimamente conectadas. “Lo que es meramente decorativo me sobra. No le encuentro el sentido. Eso sí, tengo la casa llena de objetos a los que asocio recuerdos, significados y afectos”.
Miguel Milá: «Mi diseño es familiar, de andar por casa. Toda la vida he diseñado lo que he necesitado, problemas que había que solucionar»
Cuenta también Milá que su diseño es familiar y de andar por casa: “Lo primero, porque toda la vida he diseñado lo que he necesitado o lo que alguien de mi familia o algún amigo me ha planteado como problema que había que solucionar”. Es así como han nacido algunas de sus piezas más reconocidas. La primera versión de su lámpara TMC, por ejemplo, surgió como un encargo de su tía Nuria para iluminar su despacho. Como iba a ser la única lámpara del espacio, Milá decidió que tendría que contener muchas lámparas en una, y por eso inventó un sistema para que la pantalla se moviera por el fuste. 50 años después, sigue renovando y perfeccionando esa primera idea a base de pequeños ajustes. “Para mí, actualizar es buscar uniones más sencillas, simplificar la fabricación. Lo que sucede entonces es que muchos cambios no se perciben. Muchas veces cuesta verlos y eso está reñido con la novedad y, consecuentemente, con la venta, pero representa mejor que nada mis ideas: actualizar es mejorar objetivamente”.
Acompañar sin molestar
Como se puede ver, la ética en el diseño es una de las obsesiones de Milá, un tema al que vuelve una y otra vez a lo largo de Lo esencial. Es algo que está relacionado de manera íntima con la vida útil de los objetos, pero también con su gusto por las técnicas tradicionales y los buenos materiales, “que envejecen con el propio objeto y lo definen. Los materiales nobles, la madera, el mármol o el cuero, ganan con el tiempo. Esos es importante tenerlo en cuenta a la hora de diseñar. Un diseñador responsable debe pensar en el día después de la foto. En el año siguiente. En los próximos propietarios, si es posible”. Ideas que chocan contra el aceleracionismo sobre el que cabalga este capitalismo tardío que habitamos, y que molestan de manera particular a Milá. Un hombre, de hecho, que parece instalado desde siempre en esa desescalada cultural y productiva que algunos reclaman ahora desde el sector editorial. “Las compras son una cuestión de educación y, sin ponernos solemnes, de ética. No tiene ningún sentido que las personas consuman al ritmo enloquecido de la moda. Afecta cada vez a más ámbitos de la producción industrial. Creo que deberíamos preguntarnos por los efectos de esa compra continua en el planeta, en nuestros valores, en nuestro cerebro, en nuestra manera de relacionarnos, en nuestras prioridades y en nuestra forma de vivir la vida”.
«La vida está repleta de objetos cotidianos que alguien habrá tenido que diseñar. Y más vale que lo haya hecho de una manera honesta»
Todas estas lecciones están expresadas con humor y sencillez porque Milá, como Yanagi, sabe enseñar a mirar. Saca a la luz todas esas cuestiones que parecían estar a la vista de todos, pero que nadie antes había verbalizado. Es consciente, por ejemplo, de que “los objetos nos rodean siempre, incluso cuando no se utilizan. Por eso, lo más importante no puede ser únicamente el uso, porque la presencia de los objetos es tan fundamental como su uso”. Y es en esa sencillez y luminosidad donde residen los muchos valores de un libro que trata sobre el diseño y sobre la vida. Porque la vida está repleta de objetos cotidianos, que alguien habrá tenido que diseñar. Y más vale que lo haya hecho de una manera honesta. Después de todo, “una lámpara está mucho más tiempo apagada que encendida. Y cuando está apagada, lo mínimo que puede hacer es no molestar. Y lo máximo, alegrar la vida”.
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