Crónicas desorbitadas

Berrio: Una canción para los años inmisericordes

Se cumple un mes desde que se nos fue Rafael Berrio, el secreto mejor guardado del rock en español. Un outsider de la música y las letras, tan fanático de Lou Reed como de Pío Baroja, un náufrago sin anhelos de malditismo

Las palabras son veneno, pero también nos pueden salvar. En momentos de excepción, en días extraños como los que nos tocan, nuestros vicios se reconcilian con nosotros. Rencores viejos, estupores de madrugada, exaltaciones mal digeridas; todo eso nos acompaña. Son, al fin, lo que somos a la hora señalada, nuestro bagaje: hermanos de sangre con nuestras partes no siempre decorosas. Se ha muerto Rafa Berrio y no tenemos nada salvo palabras. El vasco estaba vulnerable. Sin embargo, cuentan los que saben, no perdía las ganas: tenía películas por ver, canciones por hacer, discos que grabar; palabras para cantar, de las viejas y de las nuevas. Como pasa con muchas cosas preciadas, Rafael era con toda justicia un tesoro bien guardado (así dice la fórmula, y a veces tiene razón). Menos un enfant terrible que un enfant secret, todavía hoy.

Las primeras noticias sobre su persona las tuvimos cuando nos topamos con el videoclip salido de La reconquista, la película de Jonás Trueba; ni siquiera la cinta (que vimos después, ya entregados a sus canciones, tomados por ellas como rehenes) sino el vídeo, la promoción de una película bella, que a muchos nos pescó como si nos cayera un rayo, sin miramientos ni remilgos, confeccionada a partir de la canción Arcadia en flor, en la que Rafa monta una pantomima melancólica cantando en una banda de niños. Pero la canción de marras, por supuesto, está también en la película, en la que el propio músico hace un par de escenas. Mediante un largo plano secuencia, el protagonista vuelve en moto a su casa en un amanecer gris: regresa a su hogar, junto a su chica que espera sin mayor entusiasmo, y deja atrás a otra mujer, quizá la mujer, la definitiva, pero también la que no fue, la que no puede ser, con ecos de Nanni Moretti derivando en su Vespa acompañado de fondo por la canción I’m Your Man de Leonard Cohen en Caro diario.

A Berrio se le encontraba por la calle, como al hombre de la multitud de Poe; nos sucedió a los arriba firmantes en dos septiembres consecutivos cuando invadimos su ciudad con motivo del festival de cine. Sin cita ni presentaciones previas, con que solo uno lo deseara, acaso convocándole con la herrumbre de sus canciones en los auriculares, se materializaba por las rúas adyacentes al barrio viejo donostiarra (“No pienso bajar más al centro”, proclamó en una de las mejores canciones de su grupo Amor a Traición, preconizando la muerte de los bocatas asesinados por los pintxos). Aparecíase Rafael, decíamos, revelando con su fisicidad otra capa arquitectónica de la ciudad, una de piedra amarilla, más bien decimonónica, no tan lejana de La Viña gaditana, extinta quizá desde los tiempos del Pacto de San Sebastián, aquella reunión que allanó el terreno para la Segunda República. Su reino no era de aquel mundo (“Me arrepiento de no haberme marchado a Madrid en su día, ya es tarde”) y sin embargo jamás abandonó Guipúzcoa.

«La idea de arcadia, esa que nombra su canción, es el quid de la poética vital de Rafael, su obstinación más elocuente y también su desvelo»

Durante el último Festival de San Sebastián, Rafael, obsesionado con la relectura constante de Galdós y Baroja en primer término con Unamuno de fondo, encontró fuente de inspiración literaria (“No entiendo nada de cine”) y adicción en la gloriosa retrospectiva de un cineasta mejicano que cultivó el melodrama y el cine negro entre los años 40 y los 70, Roberto Gavaldón. Codo con codo en las butacas, viendo pasar a sus adorados Arturo Córdova y Libertad Lamarque, terminamos trasnochando en los bares a los que daba su visto bueno. Se puede conocer a un hombre durante un par de noches de vinos llenas de confesas querencias. El hombre que no sabía de cine era una enciclopedia sobre el cine clásico declamado en español y contaba cómo cada noche se dormía tras un nuevo hallazgo incunable en YouTube, mejor con la sonrisa de Niní Marshall. Su público tampoco fue de ese mundo otrora convulso: pocas actuaciones en el País Vasco, menos aún en Cataluña (“lógico…”), bastantes bolos en Madrid, algunos en Castilla la Nueva. Formaba parte de una generación guipuzcoana que existía y estaba al margen de paridas, una medio garajera anglosajona y medio afrancesada, la de la frontera, los chicos y chicas que durante los 80 se pasaban el día en los bares, cines y tiendas de discos de Bayona y Burdeos.

De algún modo, la idea de arcadia, esa que nombra su canción, es el quid de la poética vital de Rafael, su obstinación más elocuente y también su desvelo; el trazo profundo de la pérdida, de aquello destinado a no recuperarse excepto como parpadeo, emoción cuya fragilidad nos hace también dudar de si alguna vez ha tenido realmente asidero alguno: ¿qué se evoca en su canción Santos mártires yonkis, con su retahíla de padecimientos, “sus rutinas de hierro”, “sus muertes de perro”, “los muros del penal que los vieron de regreso”? No nos engañemos, el hombre no vendía nostalgia.

Detrás de sus gafas oscuras alla Lou Reed, de sus lecturas apasionadas de Pío Baroja y de la juvenil altanería con la que se paraba en el escenario, había una impugnación de algunas reiteradas veleidades modernas, pero también un cierto placer por unas formas de vida tranquila todavía no del todo improbables, por “las viejas ciudades” (Mis ayeres muertos), por la posibilidad de descubrir, junto a Italo Calvino, lo que no es infierno en el infierno. Ni completamente cínico ni muchos menos reblandecido, en sus canciones asoman la posibilidad de una vida buena y el desgano; los libros como contraseña eterna, salvoconducto para vivir mil vidas, “bellos naufragios, de tierras y mares australes”, “de olimpos extintos y esfinges que velan y matan de lejos” (Insomne), junto a la sutil malevolencia con la que se desdeña el catálogo publicitario de nimiedades congregadas en Las pequeñas cosas, fuente de poesía equívoca y de impenitente conformismo.

Diseño para la portada del LP «Paradoja», de 2015 (© Estudio Lanzagorta).

El hombre de San Sebastián hizo discos de rock clásico, hizo canciones con bellos arreglos lúgubres de orquesta; compuso pequeños artefactos pop capaces de estallar de ironía bajo su apariencia engañosamente tranquilizadora. Sobre todo, más allá de la transparencia con la que asumió como propia una facción de la historia del rock –que tenía a Velvet Underground como santo patrono, pero que podía continuar en el desarraigo doloroso de Suicide y en las muecas minimalistas del post-punk que supo aderezar con Brel y su linaje de chansonniers, de elegancia en el porte y verso letal–, tuvo palabras que extrajo del Siglo de Oro y de todos los siglos, y de las que se apropió con garbo y lucidez. Se transformó en poeta, en orfebre, en traficante, en carpintero de canciones, en tocado. Fue un exiliado que supo que no podía volver, y al que solo le quedaba resignarse con gracia a su condición. Fue un náufrago solitario al que le sobraron palabras.

En sus últimos días Rafael nos contó que descubrió las películas de Francisco Regueiro y, buen aficionado a la fiesta, definió como “acojonante” la incunable Los toros en la literatura. Cerró los ojos probablemente no muy lejos de los últimos planos de Sor Angelina Virgen, en la que una novicia regresa al convento después de unos días con sus padres.

 

3 Comentarios

  1. Amaia Anastasia

    Gracias por esta maravilla de artículo.
    Solo añadir que el diseño del álbum «Paradoja» es de Detritus Aranburu Egizabal ….. otro grande y querido amigo , como Rafa.

  2. Alvaro Buceta Domínguez Berrio

    Nos ha dejado su legado. Gracias por el artículo.

  3. Acabo de escuchar a Rafael por primera vez y ahora, tras leer el artículo, se más de él…creo que hay un universo pequeño que voy a descubrir, ilusionada. Gracias.

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