Crónicas desorbitadas

Historia de Drácula

En un mundo que teme a las bibliotecas, tiene gracia imaginar al vampiro como el bibliófilo definitivo y a los clásicos como textos muertos y sin embargo vivos, renovando su energía cada vez que un nuevo lector acude a su encuentro

El conde Drácula, en la primera versión del libro que produjo la Hammer («Dracula», 1958).

En La parte recordada (Penguin Random House, 2019), el argentino Rodrigo Fresán decide que el narrador, un escritor que ha perdido la capacidad de escribir, mire hacia atrás en busca de su memoria. Entre las muchas cosas que encuentre esa mirada, ocupará un lugar de honor la primera novela adulta que lo impresionó, un “libro-manual-de-aprendizaje-instrucciones” del que no saldría indemne. Hablamos del Drácula de Bram Stoker, por supuesto.

Somos muchos los que compartimos ese vínculo iniciático con ese texto, la sensación de haber aprendido en sus páginas las lecciones básicas de la seducción literaria, hasta el punto de que, por encima de sus limitaciones o pequeñas imperfecciones, reconocemos en su lectura un tipo muy específico de placer. Revisándola en estos días, transportado no sé si a finales del XIX o a mis trece años, cuando por primera vez cerré una novela para volver a empezarla a continuación, he experimentado una forma de goce que no se parece a ningún otro: un poco culpable, sombrío, casi infantil, extrañamente sensual. Por eso, la publicación de Historia de Drácula (Arpa Ediciones), el ensayo canónico de Clive Leatherdale (Londres, 1949) en torno al origen e interpretaciones del clásico, fue una de esas noticias definitivamente felices que se producen de vez en cuando.

«Historia de Drácula es un volumen fenomenal, divulgativo y entusiasta. La traducción de Albert Beteta es impecable y contribuye a transmitir ese tono»

En su utilísimo prólogo a la edición española, David Remartínez explica muy bien el impacto logrado por Leatherdale en 1985, cuando su colosal trabajo de investigación rescató a Stoker del purgatorio de los escritores populares sin crédito artístico entre académicos y mandarines. Ampliado en años posteriores gracias al éxito propio y a ciertos factores ambientales como la popularidad de la adaptación cinematográfica de Coppola, Historia de Drácula es un volumen fenomenal, divulgativo y entusiasta. La traducción de Albert Beteta es impecable y contribuye a transmitir ese tono. Por lo demás, las razones que animan al autor son exactamente las mismas que señala Fresán y corrobora este reseñista. Él lo resume así: “Mi propia fascinación por Drácula se remonta a mi adolescencia, cuando la leí por primera vez. El impacto que me causó fue apabullante”. Convengamos, pues, en que hay un monstruo agazapado en el origen de cada lector vocacional.

Leatherdale es un arabista especializado en geopolítica y, sin embargo, una simple búsqueda en Google permite comprender hasta qué punto su aproximación al vampiro ha terminado por definir su vida y su carrera: es el más popular de sus trabajos, tal vez porque en él conviven la plasticidad histórica y el rigor de lo fantástico, o al revés. Su abordaje es multifactorial, casi proteico, completísimo.

El análisis comprende tres partes fundamentales: los orígenes del mito (folclóricos, históricos, religiosos, literarios…), la galería de personajes con sus distintas significaciones simbólicas o sociológicas, y el inacabable caudal de interpretaciones que ha propiciado la novela, desde lecturas marxistas hasta freudianas, pasando por formulaciones artúricas, sexuales, migratorias, ideológicas, shakesperianas o biográficas. Hasta se desliza la idea de que Batman no es sino “el conde purificado de su mal y dotado de consciencia social” (una premisa que Doug Moench y Kelley Jones transformaron en cómic con Lluvia roja, historia bastante mediocre que, eso sí, concebía la ciudad de Gotham como un desconcertante paisaje europeo y la mansión Wayne como una arquitectura al estilo de Antoni Gaudí: todo bastante disparatado).

Un festival, vaya, en el que la perspectiva de una corriente teórica puede opacar o contradecir la de otra, y en la que el vampiro puede significar una cosa o su reverso. Pero esa es, no cabe duda, parte de la gracia, sobre todo cuando no queda más remedio que confesar nuestras dudas razonables acerca del grado de control que Stoker ejerció sobre su creación. Digo esto sin ánimo de malinterpretar a Leatherdale, quien dedica muchos esfuerzos a demostrar hasta qué punto el autor irlandés elaboró cuidadosamente Drácula, durante años y con base en una ingente cantidad de minuciosas notas sobre antropología, dialectos o historia. Aun así, las ambivalencias subtextuales de la novela parecen exceder a ese señor de su tiempo de quien apenas tenemos información, y la que tenemos remite a una vida convencional bajo parámetros ideológicos conservadores. No hay mito ni trazas de genialidad arquetípica en Stoker, ni una trayectoria literaria a la altura de su mayor logro, por mucho que nos diviertan algunos de sus estimables cuentos o la correcta (y arcaica) novela La joya de las siete estrellas.

«La transgresión de los tabús siempre ha ofrecido fuentes de placer en la literatura, pero probablemente en ningún lugar de una forma tan abierta como en Drácula»

Por sí mismo, Historia de Drácula es un libro apasionante. A modo de cebo para el lector, la prensa española ha mencionado con frecuencia cómo se encarga de desmentir esa leyenda según la cual Vlad el Empalador sería la referencia directa y explícita del conde; pero esa es solo una de sus aportaciones valiosas. En realidad, y más allá de disquisiciones llenas de encanto sobre el origen etimológico del linaje draculiano o explicaciones sobre los diferentes tipos de vampiros en la historia, la clave de todo se encuentra en esta cita: “La transgresión de los tabús siempre ha ofrecido fuentes de placer ilícitas en la literatura, pero probablemente en ningún lugar lo ha hecho de una forma tan abierta y desvergonzada como en Drácula”.

El actor Christopher Lee, fotografiado leyendo un cómic de terror inspirado en el mito de Drácula.

Nada más exacto: sustituyendo la sangre por esperma, la novela se convierte en una narración pornográfica decadente, una perversidad decimonónica simultáneamente misógina y reveladora de una sexualidad femenina mucho menos domesticable de lo que el propio Stoker desearía. El conde como amante-alfa, la muerte cuanto más fea más hermosa (y más morbosa), el deseo como abismo incontrolable: de las muchas lecturas que Leatherdale pone en circulación, tal vez esta sea la definitiva. Y en este sentido es esencial que el autor sea historiador, porque las herramientas propias de su oficio le permiten desplegar un contexto para la concepción del libro y para la historia que se desarrolla en él: Inglaterra, finales del XIX, puritanismo burgués.

Ahora bien, quisiera volver al comienzo de esta reseña. En última instancia, Leatherdale es, sobre todo, lector. Y apurando las competencias del crítico, me animo a proponer que Historia de Drácula se erige, sobre todo, como una memorable defensa del placer de la lectura y la audacia del lector. A medida que se acumulan los nombres de estudiosos, periodistas, pensadores e investigadores que han atribuido a Drácula la condición de inmigrante terrorífico, activador de miedos victorianos, representante del viejo régimen feudal frente al auge burgués, enorme falo priápico o falo impotente, etc., la sensación que prevalece es que Stoker hizo su trabajo y luego dio paso a múltiples generaciones de lectores dispuestos a hacer el suyo: interpretar, actualizar, vivificar.

«La sensación es que Stoker hizo su trabajo y luego dio paso a múltiples generaciones de lectores dispuestos a hacer el suyo: interpretar, actualizar, vivificar»

No hace falta ser muy ingenioso para olfatear aquí la tentación de la metáfora vampírica: un clásico sería aquel texto muerto, y sin embargo vivo, que renueva su energía cada vez que un nuevo lector acude a su encuentro. El lector, por su parte, se adentra en un territorio que parece una cripta, papel antiguo y decrépito, pero resulta estar lleno de sorprendentes pulsiones de plena vigencia. Habrá quien tema o desprecie al clásico, quien lo asocie con decrepitud, obscenidad necrófila. ¿No será, en realidad, que el clásico tiene el poder de desestabilizar los corsés de cada época? Leatherdale deja claro que las múltiples voces que narran Drácula nunca son del todo fiables, tienen sus propias motivaciones ideológicas o sociales, sus propios miedos, sus percepciones de parte. ¿Y si maldecir al vampiro fuera solo la forma de protegerse frente a una fuerza más embriagadora y liberadora que los carceleros del buen gusto y la moral dominante?

Otro escritor argentino, Alberto Laiseca, imaginó en Beber en rojo a un conde que renunciaba a asesinar y se encerraba en su castillo, entre toneladas de libros: “Drácula, a esta altura, con sus 800 o más años, debía ser su propio bibliotecario del caos”. En un mundo que teme a las bibliotecas, tiene gracia imaginar a Drácula como el bibliófilo definitivo, y a Historia de Drácula como una guía, no sobre una novela, sino sobre una forma de interpretar el mundo, la lectura, que se resiste a morir.

 


Historia de Drácula
Clive Leatherdale
Traducción de Albert Beteta Mas
Arpa Ediciones, 2019
344 páginas
19’90 euros

Un comentario

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