
El escritor húngaro, autor de una extensa y personalísima obra popularizada gracias al cine de Béla Tarr, recibió en Marrakech el premio Formentor
“Siéntate a mi lado, no muerdo”, dice László Krasznahorkai (Gyula, 1954) a un periodista. Es cierto que su imagen impone un poco, no se sabe si por su estatura o su aire de rockero de los 80, con sus grandes ojos claros y su media melena nevada y su costumbre de vestir de negro. O quizás porque su lengua húngara tiene una sonoridad ancestral y misteriosa. Lo cierto es que el escritor, que recibió en Marrakech el premio Formentor, va camino de convertirse en una figura de culto entre los lectores que no temen adentrarse en un universo narrativo personalísimo, de una notable densidad, hondura y sutil sentido del humor.
En España han visto la luz hasta la fecha títulos suyos como Melancolía de la resistencia (2001), Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2005), Guerra y guerra (2009), Ha llegado Isaías (2009), Y Seiobo descendió a la Tierra (2015), Tango satánico (2017), llevado al cine magistralmente por Béla Tarr, Relaciones misericordiosas (2023) o el más reciente El barón Wenckheim vuelve a casa (2024), todos de la mano de Acantilado. Pero, ¿de dónde sale un escritor tan singular, tan desentendido del mercado y a la vez tan magnético?
Ahora, en una sala del hotel Barceló Palmeraie, Krasznahorkai navega por su memoria de lector, empezando por los maestros rusos. “Tuvieron un impacto enorme en mí, sobre todo cuando era adolescente, cuando solo llevaba seis o siete años estudiando ruso. Estábamos en un territorio ocupado de la Unión Soviética y era obligatorio aprender la lengua. No podría comparar con nada los sentimientos que me inspiraban Dostoievski o Turgueniev. Los leí en una traducción bastante mala, eso sí. Pasamos aquellos 40 años bajo la URSS en una resistencia pasiva. Dostoievski y Tolstoi fueron los que más impacto me produjeron, a día de hoy, todavía los respeto como santos. Estos genios del siglo XIX han producido una influencia muy importante en mí, y creo que no se refleja en mis obras”.
Por otro lado, el novelista se entusiasma visiblemente cuando se le pregunta por la literatura húngara, tan desconocida para el gran público en España salvo, quizá, Sándor Márai. “Cuando era adolescente, mi familia, como buena familia burguesa, idolatraba a Sandor Marai”, evoca. “A mí más bien me irritaban sus escritos, me molestaba que usara aquellas grandes palabras, todas aquellas hipérboles… Para mí era casi kitsch”.
“De eso se desprende que no soy muy fan de Márai”, prosigue, “pero sí estoy muy de acuerdo, me identifico mucho, con sus valores morales. Creo que son los Diarios los que le mantendrán en la memoria como literato, porque son excelentes. Esa actitud de burgués europeo que ostentó hasta el final va a ser un ejemplo para la Europa del Sur durante mucho tiempo… Porque el Norte ya está perdido”.
Sin salir de su lengua materna, parece mostrar un interés redoblado cuando le pregunto por Attila József, un gran poeta que hace mucho no se traduce al español. “József fue un genio único. Lo siento por todos los españoles que no tienen oportunidad de leerlo en una buena traducción, o dejan de leerlo por no tener traducciones adecuadas, porque se pierden a un poeta extraordinario. Durante su vida, no lo tuvieron en muy alta consideración en Hungría. Tras su muerte, prácticamente todos han encontrado en su obra cosas que les han resultado de utilidad. Me gustaría mucho que también la literatura descubriera el genio que fue Attila József. ¡A ver si ocurre el milagro y aparece un traductor poeta que sea capaz de verterlo al español!”
Pero, ¿es Krasznahorkai un escritor genuinamente húngaro? “Lo que me conecta con la tradición húngara es que todos usamos la lengua común”, comenta. “Vivimos en ese entorno lingüístico casi infinito, es una conexión muy fuerte. Prácticamente esa conexión enlaza incluso a gente que no es tan buena escritora, conecta a todo el mundo que decide escribir algo. Pero el idioma húngaro también es cruel. En seguida enseña quién es quién, y a veces te condena. No digo que vayan inmediatamente a la librería y compren todo lo que haya hecho cualquier escritor en lengua húngara, podría decir lo mismo de los italianos, de los griegos… Me limito a decir: lean de todo, comprueben la diferencia, y por favor, quédense en la alta literatura”.
E insiste con su recomendación: “La literatura húngara solo es importante para nosotros, su historia literaria tiene su escala de valores particular, como la española para ustedes. Cada cual sabe cómo medir sus autores. Sin embargo, yo recomendaría el halo de luna particular de la literatura escrita en una lengua singular, recomendaría que visiten esa islita lingüística que habitamos. Será como entrar en una secta secreta”.
Durante sus días en Marrakech, Krasznahorkai ha atendido a conversado con sus editores, atendido a numerosos periodistas y disfrutado, también, de la gastronomía marroquí, casi siempre en compañía de su traductor español, el simpatiquísimo Adan Kovacsics. También ha pronunciado un discurso que contiene algunas de las claves de su vida. Entre otros, daba las gracias a Kafka, cuyo El castillo leyó con 12 años, y que cambió su vida, junto a los citados Attila József y Dostoievski; a William Faulkner, a Thomas Pynchon, “mi querido amigo, a quien debo profunda gratitud, pues consiguió que me gustara la pizza”, y Allen Ginsberg, “el amigo, que no está ya entre los vivos, pues le llegó el momento de la muerte”.
Pero también habló de sus comienzos en la escritura. “Pienso que quien empieza a escribir por tener problemas con el lenguaje está en una situación de mucha ventaja. Yo creo que quien empieza a escribir tiene problemas con el mundo o consigo mismo. O porque ven algo, y sienten que tienen que contarlo”, dice.
A la hora de valorar los tiempos que corren, se muestra escéptico con la posibilidad de que el hombre cambie, por más que todas las corrientes filosóficas se empeñen en hacerlo. “Ahora, esa fuerza elemental de la revolución digital tampoco ha cambiado al hombre, aunque era el objetivo. Tenemos esta civilización extraordinaria, estupefaciente, increíble… Y, por otra parte, tenemos a los usuarios. El hombre, al fin y al cabo, sigue siendo lo mismo: peligroso para sí mismo. La única esperanza que queda es que el destino de la Humanidad no sea decidido por el hombre. No olvides que el hombre es un animal. La supervivencia no la decidimos nosotros, sino el instinto de supervivencia que habita en nosotros”.
Entre las gratitudes de su discurso de recepción del Formentor, llamaba la atención una más: “Al último lobo de Extremadura”. Krasznahorkai recuerda de manera entrañable un periplo en coche que hizo por esta región española que le marcó muy gratamente. “Cuando estuve allí, circulaba por esas carreteras de excelente calidad que tenéis en España. Había tan poquita circulación que, cuando dos coches se encontraban, se detenían y sus conductores se ponían a hablar. Al principio pensaba que se conocían, uno era de una granja, otro de otra, y resulta que no, que se paraban para conocerse. Estuve un tiempo viajando por esa zona, y podría ser una fórmula matemática, porque nunca había conseguido tantos amigos nuevos. Con muchos de ellos sigo guardando contacto hoy en día. Cuando la amistad cambia, desaparece, deja de existir. Pero también hay que decir que, cuando hay algún problema, siempre surgen amistades muy rápido, incluso fuera de Extremadura”.
Con esa última idea lo despedimos, con la necesidad del ser humano de socializar, no solo virtualmente, sino también con el encuentro personal, aunque no siempre sea tan intenso como el que Krasznahorkai ha desplegado en pocos días en Marrakech. Ahora parece un poco cansado, con ganas tal vez de volver a sus rutinas, pero también contento con la experiencia, y con la acogida de su obra por parte del público y la crítica españoles. “No solo somos animales, también somos hombres de negocios. Hay que sobrevivir. No sabemos por qué, pero hay que sobrevivir.