Entrevistas

Jorge Freire: «El mundo posmoderno es la forma degradada e idiotizante de la modernidad»

Fotos: Pilar Martín Bravo

Jorge Freire (Madrid, 1985) es un destacado escritor, ensayista y columnista español que aborda en sus obras temas como la alienación, la identidad y la pertenencia. Como filósofo, se ha destacado por su capacidad para conectar el pensamiento crítico con las inquietudes del mundo moderno, explorando cuestiones existenciales y culturales con un enfoque que combina rigor intelectual y sensibilidad narrativa. Es autor de de obras como Agitación. Sobre el mal de la impaciencia, galardonada con el XI Premio Málaga de Ensayo, Hazte quien eres o La banalidad del bien, entre otras.

En su último ensayo, Los extrañados, profundiza en las vidas de cuatro figuras históricas y literarias que vivieron en el límite de su tiempo. Los protagonistas de la misma son P.G. Wodehouse, José Bergamín, Vicente Blasco Ibáñez y Edith Wharton, y en sus respectivos capítulos examina cómo cada uno afrontó su condición de «extrañado”» Freire explora la dificultad de encontrar un lugar propio en un mundo que a menudo aliena y desconecta, revelando una inclinación personal y literaria hacia el estudio de las identidades complejas y la experiencia del «exilio interior».

¿De qué manera te identificas personalmente con los personajes «extrañados» que describes en el libro, y cómo influye esto en la estructura y tono de la obra? ¿Te sientes o te has sentido en algún momento de tu vida como un «extrañado»?

Todos mis libros van sobre mí mismo. Cuando en Agitación lanzaba dardos al Homo Agitatus, en realidad yo era la diana. El Anónfalo que aparece descrito en Hazte quien eres, una suerte de individualista que se tapa el ombligo al presentarse como único artífice de su ventura, tiene mi rostro. En cuanto a Los extrañados, la frase de Montaigne que aparece en el frontis del libro ya lo dice todo: «No he visto monstruo ni milagro más patente que yo mismo».

A lo largo de tu carrera como ensayista, ¿qué cambios en tu perspectiva sobre la alienación y la pertenencia han influido en la concepción de Los extrañados?

Me temo que la escolástica sovietizante del siglo XX y la escuela de Frankfurt emplearon en exceso dicho concepto: como diría Rocío Jurado, se les rompió de tanto usarlo. De ahí que la alienación, pieza esencial en la maquinaria hegeliana y marxista, luzca hoy tan oxidada como un cementerio de ferralla. ¿Habrá lectores que extraigan de mis páginas el aceite con que volver a engrasar la máquina historicista y revolucionaria? Vete tú a saber. Mis intenciones, en cualquier caso, resultan humildes. Sin duda los cuatro personajes de Los extrañados convivieron con graves conflictos por una cuestión de pertenencia. Es duro que te destierren y que te birlen el derecho de pertenecer a tu patria chica. También lo es no pertenecer a tu época y ser un bicho raro, un emboscado, un friqui. Me sentía obligado a rendirles un homenaje, tanto a ellos como a todas las personas que comparten dicha condición.

¿Qué te llevó a elegir a estos personajes y en qué aspectos te proyectas en sus historias? 

Me puse como condición que hubieran dejado constancia, ya fuera en un poema, una entrada de diario, un ensayo, su experiencia del extrañamiento. Por eso ayudaba que fueran escritores. Y, ya puestos, aproveché para elegir varios que me gustan. Este libro es, entre otras cosas, una prenda de amor a cuatro escritores que me han regalado horas de esplendor y exuberancia. Cuánto me he reído con las novelas de Bertie Wooster y de Psmith, cómo me he divertido con las novelas y los cuentos valencianos de Blasco, cómo me gusta el estilo de Wharton…

¿Por qué «extrañados» en lugar de «inactuales» o «intempestivos»?

Las personas «inactuales» de las que hablaba Chesterton son como esos chamanes que guardan en la cabaña los bálsamos y linimentos con que curar los males de la tribu. Eso querría ser yo: alguien que destila, por así decirlo, la sabiduría de la tradición y la ofrece embotellada, con vistas a curar los males del pueblo. Pero el término encaja a duras penas con las figuras de mi libro. A Blasco o a Bergamín, más que como a Panorámix, el druida galo que preparaba pócimas mágicas en su marmita, me los imagino como a esos catadores de venenos que aparecen en Astérix y Cleopatra. Ninguno de los dos tenía intención de envenenar a nadie; experimentaban, todo lo más, consigo mismos. Por otro lado, me cuesta ver como «inactual» a una figura de vanguardia. ¿Qué había más de actualidad durante los últimos años de Franco que presumir de militancia antifranquista? Inactual sería, si acaso, Wharton, que más que una adelantada a su tiempo (escritora pionera, primera mujer en ganar el Pulitzer) es una atrasada a su tiempo: su mundo siempre fue el del viejo Nueva York que vio derrumbarse durante su infancia.

En cuanto al término «intempestivo», imposible es recurrir a él sin que resuenen ecos nietzscheanos. Lo mismo sucede con el término «alienado» y Hegel o Marx. Me interesa más el extrañamiento, que es prácticamente universal. Los personajes de mi libro fueron extraños y vivieron extrañados, fuera de lugar, fuera de su propia patria y, muchas veces, fuera de sí. ¿Quién no se ha sentido así en algún momento? Como decía Martín Gaite, lo extraño es vivir.

¿La inclusión de Edith Wharton responde a la política de cuotas?

En absoluto. Wharton es una mis escritoras favoritas y en 2015 le dediqué una biografía. Claro que ahora la abordo desde un enfoque muy diferente: es ella la que rememora sus vivencias durante su última noche en la tierra. Me planteé ir más lejos y hacer que contase su vida una vez muerta, como Agamenón en la Odisea, pero eso ya era pasarse un poco. Bromas aparte, Wharton es una de las mejores escritoras del siglo XX y su extrañamiento es cuando menos fascinante: una vez que se profesionaliza como escritora, en vez de huir de un hogar dominado por un marido saturnal y violento, emprende el camino contrario y erige un fortín y una tronera donde había una cárcel y una jaula. El triunfo de Wharton no es la venta masiva de novelas o el cobro de royalties por las adaptaciones en Hollywood, sino el triunfo doméstico. Recibía a las visitas en la cama con el tablero en las rodillas, y una vez que terminaba de escribir una hoja la tiraba al suelo para que su secretario la recogiese y la pasase a limpio. Curiosamente, dicho triunfo doméstico ya venía prefigurado en su primer libro, que era un ensayo de decoración de interiores que se adelantaba dos décadas a la «habitación propia» de Woolf.

¿Qué aspectos de tu propio bagaje cultural y filosófico consideras esenciales para dar forma a la narrativa de Los extrañados, especialmente en lo que respecta a la alienación en el mundo moderno?

No creo que mis «extrañados» fueran víctimas de circunstancias particularmente alienantes. Tampoco llevaron vidas alienadas. Eran extrañados, no enajenados. Cuando Hegel liga modernidad y alienación, diferencia entre Entfremdung (que podemos traducir como extrañamiento o distanciamiento) y Entäusserung (que es la alienación propiamente dicha). Marx pasa por alto esta distinción cuando más adelante se sirve del concepto. A quien esté interesado en la cuestión, le recomiendo una conferencia que dio Évald Iliénkov en un congreso internacional sobre Hegel celebrado en Praga a mediados de los sesenta, traducida del ruso al castellano por cortesía de Rafael Plá. Volviendo a tu pregunta, podría decirse que el extrañamiento de mis cuatro personajes tiene algo del Entfremdung hegeliano y puede entenderse como una cuestión de distanciamiento y de perplejidad, producto del desajuste de su subjetividad respecto de las condiciones objetivas de su época.

En cuanto a mi bagaje filosófico, debo decirte que me considero filósofo a fuer de escritor. Y este libro me exigía abandonar los exiguos límites del ensayo filosófico, entre otras cosas porque el extrañamiento se sustrae a una conceptualización precisa y, antes que explicado, exige ser narrado.

En tu opinión, ¿cuál es el papel de la ironía y la distancia crítica en la literatura y el pensamiento cuando se aborda el sentimiento de extranjería o alienación? ¿Consideras que estos elementos son fundamentales en tu obra?

La ironía es una herramienta útil para encarar los problemas más intrincados, especialmente aquellos que terminan estallando como paradojas y aporías. En mi caso tiene más que ver con la vis socrática que con una «distancia crítica», que no es sino la tentativa de juzgar las cosas desde fuera para obtener un análisis más o menos objetivo de las mismas. Soy muy propenso a hurgar y meterme en el barro. No creo que ver las cosas desde fuera y con distancia sea el único método válido de conocimiento. Mi conocimiento de la paternidad se basa fundamentalmente en ser padre; la forma más directa de juzgar la obra de Nietzsche es leer a Nietzsche. Quien quiera tomar distancia y ver los toros desde la barrera, que lo haga. Yo, si me dejan, bajo a la arena. Y los demás, que se resguarden detrás del burladero.

El problema de la extranjería es que no es un atributo cortado por un común denominador. En la España actual hay unos cuantos extranjeros que comparten poca cosa. ¿Qué tienen que ver un estudiante francés con beca Erasmus y un jubilado finlandés que pasa sus últimos años en Fuengirola? Lo mismo, supongo, que un ecuatoriano y un magrebí: comparten el hecho de no ser españoles, y hasta ahí cabe leer. Llevo un tiempo pensando en este tema y en el futuro escribiré algo.

¿De qué manera utilizas la figura del extraño para cuestionar la naturaleza de la pertenencia y la alienación en la sociedad contemporánea?

Más que cuestionar, me limito a poner sobre el tapete unas cartas que tenía guardadas en la manga. Tuve la tentación de añadir a Spinoza para coronar la jugada en un repóquer de ases. Al final no pudo ser porque no encaja con el resto: Spinoza es un pope metafísico de la Modernidad y queda muy lejos de escritores contemporáneos como Wodehouse o Wharton. Otra vez será. En cualquier caso, mi intención no fue tanto decir, explicar o teorizar como simple y llanamente mostrar. Por eso los límites de mi idea de extrañamiento vienen troquelados por la figura de estos cuatro autores. Su figura es real, de carne y hueso, y me sirvo de ella para dibujar el retrato robot del «extrañado», aunque soy consciente de que un libro así admite cientos de lecturas.

¿Crees que el exilio autoimpuesto de Vicente Blasco Ibáñez refleja un deseo de reconciliarse con su identidad española desde la distancia, y cómo interpretas esta aparente contradicción en el contexto de Los extrañados?

Reconciliación, identidad, contradicción… Últimamente constato que Hegel me persigue allá donde voy, como si quisiera jugar al ratón y al gato conmigo. Menos mal que soy medio gallego y, aunque me pillen en el rellano de la escalera, nunca se sabe si subo o bajo. No lo saben nuestros vecinos de Asturias o de Zamora, lo va a saber un señor alemán del siglo XIX… En efecto, el caso de Blasco es poco dramático si lo comparamos con esos compatriotas que abandonan España en busca de trabajo o una vida mejor. Y no hace falta irnos a un personaje tan especial. Conozco a gente de mi quinta que ha terminado en Londres, en China, en Suecia y en Australia. Cuando vuelves a verlos, después de tantos años, todos te dejan muy claro que el reconocimiento es vital para una persona. . Decía Charles Taylor en un librito titulado El multiculturalismo y la política del reconocimiento que este, el reconocimiento, no es una cuestión de cortesía sino de necesidad. Pienso en esa institución que es la Casa de Galicia en Argentina. Los gallegos emigrados, que nunca más volvieron, no se resignaron a no ser reconocidos. No montaron un negocio, sino un hogar. Ahí es nada.

¿Por qué no se le perdona a Blasco Ibañez «forrarse» con la literatura?

Muchos juntaletras lo vieron como una traición. Sobre todo aquellos que malvivían del periodismo, cosa que Blasco detestaba y que había definido como el «penoso noviciado de comer poco, dormir mal y permanecer en pie dieciocho horas». Para darles en los morros, se paseaba en Cadillac y presumía de los mil quinientos dólares que el Chicago Tribune le pagaba por una historia corta, mientras ellos recibían dos duros, en el mejor de los casos, por sus piezas en prensa. Entre sus compañeros de generación, no fueron pocos los que se pusieron de uñas ante sus triunfos. Pérez de Ayala despachaba su éxito aduciendo que se debía a una mera adecuación a los gustos cambiantes del público y Ortega rechazaba el naturalismo de sus primeras novelas, so pretexto de que “se veía demasiado”. Unos decían que era demasiado español y otros, que era demasiado poco español. Sea como fuere, ningún autor español había logrado ser tan conocido extramuros de su patria desde Cervantes, y eso sin duda les escocía. Así es la envidia: ante todo, daña a quien la alberga.

¿Qué relación estableces entre el humor de Wodehouse y la percepción del conflicto y el poder en su época y la nuestra?

El humor blanco e ingenuo de Wodehouse resulta contracultural, precisamente porque hoy todo está inundado de sarcasmo, de socarronería y de dicacidad. Claro que esa mueca amarga no es del todo nueva. Decía Wenceslao Fernández Flórez que en la literatura española no hay humor, sino malhumor, y en buena medida tenía razón. En su discurso de ingreso en la RAE habló de una risa que «desatraílla jaurías de sarcasmos» y «silba en el aire como la correa de un látigo», en referencia a Quevedo, y lo cierto es que muchos escritores han reído con el belfo espumajoso, como el chucho a punto de morder, y pocos han militado en aquello que Gracián llamaba «la milicia contra la malicia». Qué quieres que te diga. Yo soy más de Faemino y Cansado o de Gila que de South Park. Y antes que a Evelyn Waugh prefiero a Wodehouse.

¿Hasta qué punto crees que la religiosidad y el compromiso político de Bergamín actuaron como fuerzas opuestas que alimentaron su condición de «extrañado» en España, y cómo se manifiesta esto en su obra?

Aunque nos hayamos acostumbrado a la pepla folclórica del catolicismo sociológico (la «BBC», lo llaman: «bodas, bautizos y comuniones»), no es raro que fe y compromiso político vayan de la mano. Indalecio Prieto afirmaba que no hay animal más peligroso que un carlista recién comulgado. De hecho, ¿no dice Jesús en el Evangelio de Mateo que no trae la paz sino la espada? Nos habituamos a que la religiosidad se reduzca a ir de romería o a sacar a la Virgen el día del Carmen, y quizá por eso se car en el error de poner al Islam como ejemplo de espiritualidad «fanática», so pretexto de que todo nexo entre religión y política termina en terrorismo y decapitaciones. ¿En qué se parecen Marruecos e Indonesia, ambos musulmanes? También hay musulmanes fanáticos y otros que le pegan a la cerveza. La religiosidad, insisto, puede ir más allá de la tentativa de montar verbenas. Por supuesto, las causas políticas que abrazaba Bergamín eran extravagantes vistas desde el prisma católico. Ahora bien, ¿hace falta recordar la cantidad no ya de fieles, sino de sacerdotes que abrazaron la llamada «teología de la liberación»? ¿Hay alguien que no haya oído hablar de todos esos curas que se enrolaron en ETA? Fernando Arburúa, que era capuchino, llevó a cabo nada menos que tres ejecuciones. No fueron pocos los hombres de fe que vieron con buenos ojos e incluso justificaron la acción directa. En el caso de Bergamín, su espíritu incondicional y su pasión eran los resortes que accionaban ideas revolucionarias. Visto en conjunto, no fue inusual que dicho ánimo terminara calando entre tanta gente de inclinación religiosa, sobre todo a raíz del Concilio Vaticano segundo. No fue inusual, en efecto, aunque hoy nos resulta extraño.

¿Qué significa que Wharton encontrara un «exilio doméstico» en vez de huir de una vida insatisfactoria, y cómo refleja esto la complejidad del sentimiento de pertenencia y extranjería en su vida y obra?

Hay autoras feministas que han encomiado el esfuerzo de Wharton por desarrollarse allende los estrechos límites de lo doméstico. Por ejemplo, Amy Kaplan en Manifest domesticity. Tiene razón: Wharton no solo es una de las primeras mujeres que vive de sus libros, y encima vive muy bien; es la primera mujer que gana el Pulitzer y una de las primeras reporteras de guerra. Pero yo destaco otro aspecto que generalmente pasa inadvertido, y es su pericia para manejarse en «el complejo arte de la vida civilizada», por decirlo con una expresión de la propia Wharton. Poca gente sabe que su primer libro fue un ensayo muy innovador sobre diseño de interiores, en que rechazaba el estilo ampuloso y recargado de la alta burguesía americana. Pero si uno se fija en las cincuenta planchas del libro, además de ver formas claras y diáfanas, se percata de que las habitaciones son más bien cámaras estancas. Ves una mujer leyendo en un boudoir, pero no es una figura ornamental como acostumbraba la estética victoriana: es una mujer que se ha enseñoreado de sus dominios, anticipando en dos décadas la «habitación propia» de Woolf. El libro, por cierto, cuenta con un capítulo sobre las puertas, que Wharton define como un refugio y una barrera. Y todo esto prefigura The Mount, la causa que Wharton finalmente erigió en Massachussets al dictado de estas ideas, asegurándose unas dependencias inaccesibles desde las de su marido, con el que vivió unos cuantos años de malavenencia.

¿De qué manera el exilio y la migración en la vida de algunos autores se presentan como inevitables en la construcción de una identidad propia?

Hay individuos más o menos errabundos, de esos que hoy viven en Badajoz y mañana en Nueva Delhi. Pero, en principio, todos tenemos familia, lengua materna, patria chica y patria grande. Y al que no tenga nada de esto, yo lo compadezco. Es más: migrantes pueden ser las cigüeñas, pero en contadas ocasiones lo son las personas. Y quien migra generalmente está siendo desterrado (casi siempre, por las condiciones de vida). El extrañado, en cambio, no se define por su exilio, en tanto que el extrañamiento es una particularidad caracteriológica. Bergamín estaba en pie guerra, no sabemos contra quién, y eso hizo que se sintiera extrañado fuera de su país pero también en él, convirtiéndose, en expresión de Lope, en «peregrino en su patria». Erraba al creer que en su último exilio encontraría acomodo. Al tener que declarar, ya a edad provecta, en la audiencia de San Sebastián por un artículo, se le hizo saber que el fiscal pedía siete años para él. «Anda —respondió—, no sabía que iba a vivir tanto».

¿Cómo tratas la idea del «extrañamiento» en términos de su relación con la inteligencia emocional y la conciencia de uno mismo?

Al hablar de la conciencia de uno mismo siempre me acuerdo del prólogo de la Crítica de la Razón Pura, en el que Kant rinde homenaje a Bacon. «De nobis ipsis silemus»; no digamos nada de nosotros mismos. ¡Magnífico punto de partida! La gente se preocupa mucho por sí misma, por lo que le pasa, por si hoy se han levantado tristones o si les duele la uña del dedo gordo del pie. Yo creo que mis personajes nunca fueron ensimismados ni se preocuparon por ellos mismos porque uno mismo es poco menos que nada y, como decían en Expediente X, la verdad está afuera. ¿Qué es la conciencia de uno mismo? La conciencia de la nada. Hay que hacer cosas con los demás y hacer cosas por los demás.

En cuanto a la inteligencia emocional, reconozco que estoy más familiarizado con la estupidez emocional. Abundan quienes se sienten justificados para decir majaderías porque son sus emociones y no pueden controlarlas. Rebócese en la charca emotivista quien así lo desee, pero luego no pida cuentas a la abuela, al jefe y al presidente del gobierno. Trato de no alimentarme de emociones porque, entre otras cosas, son puras calorías vacías y, para colmo, se me hacen empalagosas y pronto me empacho. ¿Profesaron mis personajes una cierta inteligencia emocional? Quizá sí, pero ni tengo vocación de psicólogo ni me gusta el intrusismo laboral, así que mejor no tirar del hilo.

¿Cómo se refleja en el libro la paradoja de sentirse en casa en la alienación o el rechazo?

No es raro sentirte extrañado en tu propia casa. Freud define lo siniestro como el sentimiento de que lo familiar ha devenido inquietante. No obstante, una cosa es tratar con tu primo a gorrazos y otra, la guerra y el destierro. Un cierto rechazo es, por duro que resulte, peccata minuta si lo comparamos con el hecho de ser poco más que una baladra a la deriva en altamar. Te asas al sol y te congelas de noche, las gaviotas te picotean la coronilla, no sabes si mañana picará un mísero pez en tu caña. La verdad es que Javier Gomá me fue de gran ayuda cuando me sugirió que no titulara el libro «El exilio feliz», tal y como ingenuamente tenía pensado al comienzo. Todos aquellos que vagan como extraños por su tierra y por su época puede pasar las de Caín y no sólo es falso etiquetarlos como una especie de bohemios o de diletantes atrapados en una adolescencia perenne: es además injusto.

¿Se puede tener el sentimiento de «nostalgia» por un lugar al que nunca se perteneció realmente?

Sí, y eso viene a ser la melancolía. Es un sentimiento en el que muchos podemos reconocernos en algún momento de nuestra vida pero que no debe cronificarse. Si la vida es milicia, como decía Job, pasemos a la acción. Y si hay cosas buenas que mejorar en nuestro entorno o en nuestra vida cotidiana, y la receta está en el pasado, rescatemos recetas del pasado. A mí me sobra toda la nouvelle couisine, pues nada hay más substancioso que un pote gallego o unas alubias de Tolosa. Pero ninguno de esos guisotes alimentan si uno se queda petrificado leyendo los libros de Simone Ortega. Metámonos en harina. ¿Acaso hay panaderos melancólicos?

¿Cómo representa Los extrañados la soledad en el mundo moderno y su relación con la alienación? 

El libro no pretende ser un retrato desolador de la vida moderna. Para eso basta con encender la tele o conectarse a las redes y ver la cantidad de lunáticos y tontos de capirote con los que nos toca convivir. Hay muchos más extrañados de los que yo podría siquiera enumerar. Los hay en el mundo moderno y en el  nuestro, que es el posmoderno, es decir, la forma degradada e idiotizante de la modernidad. Supongo que al igual que Spinoza, al que ya he citado, Sócrates bien podría ser un extrañado. Invito a todos los lectores a que busquen entre sus familiares y amigos o entre los personajes históricos. Más de uno encontrará estas aves exóticas. Unos son entrañables como alcedones y otros, suntuosos como los flamencos. Pero también hay extrañados amenazantes como el casuario. Los extrañados no es, aunque lo parezca, un tratado de ornitología, pero, como señaló Gregorio Luri en la presentación barcelonesa, está poblado de animales. De hecho, algunos de sus pasajes están muy inspirados en la fabulística romana.

¿Existen nuevas generaciones de autores «exiliados» en redes sociales en este momento?

Toda persona con vocación de escribir tiene un punto de extrañado, en tanto que la escritura es una actividad más o menos extravagante. Yo tengo esa vocación desde muy joven, pero ignoro cuántos hay como yo. Si podéis vivir sin escribir, decía Rilke, no escribáis. Por eso recalco lo de la vocación. Escribir, escribe todo el mundo. Los foros de internet, en que hace unos años tanta gente disputaba sobre lo divino y lo humano, no estaban muy lejos del foro romano. Ahora la lectio y la disputatio se encuentran en esa mezcla de arte popular y propaganda que es la memética, en tanto que decenas de miles de nuestros coetáneos ejercen de aforistas en tuiter. Claro que eso no los convierte en escritores «exiliados», igual que yo no soy un cocinero clandestino cuando frío huevos en mi casa, aunque los borde, con su puntilla y todo.

¿El mundo tiene un extraño sentido del humor?

A veces las cosas se recomponen por sí mismas, como si una urdimbre invisible se ocultara bajo nuestros pues, a la manera de la red que salva al funambulista cuando cae al vacío. Giambattista Vico hablaba de ello, a su manera, en sus Principios de Ciencia Nueva: la libidinosidad desatada de dos novios trae al mundo la casta vida de la familia numerosa, los pueblos que eligen la anarquía terminan clamando por el retorno de un rey que haga rodar las cabezas… ¿Quiere decir esto que el mundo tiene un extraño sentido del humor? Mejor no atribuyamos estados de ánimo al planeta. Porque se empieza tonteando con el panteísmo y se acaba como esos activistas que afirman que el mundo nos envía pandemias y tsunamis como pago a nuestra falta de compromiso. A estos bobalones habría que decirles: oiga, al universo le trae sin cuidado lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer. Cosa bien distinta es que usted asuma una concepción secularizada y pedestre de la Divina Providencia y no lo sepa.

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