La Taberna Flotante

La ley cuadrático-cúbica

Taberna Flotante #68

«El increíble hombre menguante» (1957) / © Universal Pictures

Lem estaba confuso y preocupado. Ni Chess ni la diminuta copia de Tichy que se hacía llamar Milijon habían querido revelarle el motivo de la miniaturización; la única pista que le habían dado era que tenía que ver con El hombre menguante, pero más con la novela de Matheson que con la película de Arnold.

Esa noche, Lem releyó la novela y revisó la película, para comprobar que la única diferencia relevante estaba en los respectivos finales. La película terminaba con una reflexión —o más bien una invocación— explícitamente religiosa («¡Para Dios el cero no existe, yo sigo existiendo!», era la exclamación final del protagonista), mientras que en la novela, cuando creía que iba a desaparecer, el hombre menguante ingresaba en una dimensión desconocida y gozosamente se disponía a explorarla. Y explorar lo desconocido era la vocación de Tichy, por no decir su obsesión. Pero ¿qué tipo de exploración podía requerir un tamaño tan reducido? Se acostó muy tarde y tuvo extrañas pesadillas.

—En un planeta de gravedad muy elevada, ser diminuto supondría una gran ventaja, por la ley cuadrático-cúbica —dijo Casandra desde el otro lado de la barra cuando, al día siguiente, Lem le habló de su insólito encuentro con Chess y Milijon.

—Es cierto —convino él—, pero no me parece motivo suficiente para decidir convertirte en tu milésima parte, a no ser que pienses quedarte a vivir en ese hipotético mundo de alta gravedad. Me imagino la frustración del Tichy menguado ante una mujer mil veces más grande que él —añadió con su peculiar risita aspirada—. ¡¿Qué estoy diciendo?! —exclamó acto seguido—. ¡Esa miniatura no es Tichy!

En ese momento se acercó Puntofijo y se sentó en un taburete contiguo al de Casandra.

—Salve —saludó sonriendo—. ¿Puedo hacerle una pregunta a la ilustre narradora?

—Puesto que no hay otra a la vista, supongo que te refieres a mí —contestó ella—. Claro, puedes preguntarme lo que quieras.

—Hace unos días te oí hablar del planeta Agua. ¿No debería tener un núcleo helado?

—El agua es incompresible, y el hielo ocupa un volumen mayor que el agua líquida… Aunque hay que tener en cuenta que se conocen 16 estructuras diferentes de hielo cristalino, y podría haber más. Tal vez tengas razón.

—¿Y no haría falta, además de una enorme presión, una temperatura muy elevada para convertir el carbón en diamante?

—Así es: unas 60.000 atmósferas y unos 1.300 grados centígrados. Pero en el planeta Agua un objeto puede sumergirse, al menos en teoría, a miles de kilómetros de profundidad, y la presión aumenta allí una atmósfera cada treinta metros aproximadamente. A unos 2.000 kilómetros se alcanzaría la presión de 60.000 atmósferas, y a 4.000 se duplicaría. Y la propia presión generaría en el carbón una fricción interna capaz de elevar la temperatura lo suficiente como para hacer posible la formación de diamantes… Por cierto, a presiones mucho mayores, de cientos de miles de atmósferas, también podría haber hielo en el interior de algunos planetas; pero sería un hielo muy especial, en el que las moléculas de agua se disocian y liberan parte de los átomos de hidrógeno.

—Disculpad mi intromisión —intervino Áttico, el veterano escritor y bibliófilo asiduo de la Taberna Flotante, que acababa de sentarse en el taburete contiguo al de Puntofijo—, pero no he podido evitar oír lo que decíais y me ha llamado la atención la similfonía de «comprensible» y «compresible». No se comprende al agua ni se comprimen las ideas, no obstante posean lo mínimo para maravillar aquella y liberar las otras; el bagaje de tan solo tres átomos en una y en las otras únicamente la injusticia de que de elementos atómicos carecen, me llevan a esperar que las ideas buenas no se transformen con y por el tiempo. Disculpadme si me voy por las ramas, pero la afinidad sonora de ciertas palabras me maravilla, tanto como un planeta cubierto solamente de agua con su inevitable y cambiante vida interior, invisible para aquellos que lo miran desde lo alto y fructífero para los mitos y las leyendas.

—No tienes por qué disculparte, querido Áttico —respondió Casandra con una amplia sonrisa—. No tendría mucho sentido contar historias si quienes las escuchan no se fueran por las ramas.

7 Comentarios

  1. La respuesta de Casandra me parece magnífica. Una explicación con aspectos cuantitativos muy precisos, como el paso de Minijon a Milijon.

    Me preguntaba hace un tiempo la razón por la que Úrsula se autodenominaría Casandra, pues, en cierta medida sería como asumir que se está en posesión de la verdad que el resto no alcanza ver; pero con una explicación de ese tipo, que podría ser una pequeña muestra de sus vastos conocimientos, poco habría que objetar a esa elección.

  2. Una idea bien comprimida, una idea bien comprendida, O quizás intuida. La síntesis, qué maravilla.¿No es la poesía donde a veces hallamos esos diamantes en que podemos atisbar otras caras de la realidad, fugaces al más mínimo temblor pero intensas en su luz más pura?

  3. Extraños errabundos llegan a la taberna con sus inevitables cargas de pesadumbre. Era predecible, pues para eso están las tabernas enraizadas o flotantes, centro de gravedad para los des-orbitados y poetas. Espero que se acode en un rincón solamente para escuchar, a la espera de revelaciones verbales con más contradicciones que certezas, sólo eso, ya que poesía sobre los mundos posibles todavía no existe, o tal vez ya pasó. Desentona no poco con la vivacidad grave de la ilustre parroquiana, animales parlantes y seres multifacéticos, envidia de los mortales.

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