Analógica

Las aguas verdes de mi infancia

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Me crie en un barrio rodeado de balsas de riego. Balsas profundas cuyas aguas reverdecían pronto y apenas dejaban ver lo que escondían en el fondo. Las madres de los niños y niñas de esa época, estoy hablando de la segunda mitad de los años ochenta, se vieron en la obligación de sumar una nueva tarea a su infinita lista de cuidados y obligaciones: intentar que sus indefensos, curiosos e incansables hijos no murieran ahogados en aquellos hipnóticos agujeros de agua, algas, basura y seres de las profundidades. Para que se hagan una idea, mi madre, por ejemplo, cuando ya me veía dispuesto a salir a la calle a disfrutar de un interminable día de verano, como si estuviera cuchicheando una oración en latín, me advertía de los peligros de los cautelosos secuestradores y traficantes de órganos, de los implacables cortes de digestión, de los veloces coches de la carretera nacional, de las compañías que te llevaban por el mal camino y, por supuesto, de las balsas de riego. Mis padres, muy especialmente mi madre, me tenían prohibido que trepara por el muro de cualquier balsa y me asomara a contemplar sus seductoras aguas. En esta alta orden ministerial, no existía excepción alguna: «Jamás, nunca, hasta que me muera yo o te mueras tú», me decía mi madre mientras desaparecía pasillo adentro. Y después, por si me quedaba alguna duda, regresaba y añadía que lo peor que me podía pasar si acababa cayéndome en el interior de una de esas balsas era salir vivo de ahí, porque en ese caso me las tendría que ver con ella. Lo cierto es que aún hoy, cuando paso cerca de una de estas construcciones cuadradas, rectangulares o redondas, que todavía resisten viejas y sabias en el barrio, se me desboca el corazón y acelero el paso para alejarme lo antes posible de su poder embaucador.

Mi infancia está plagada de historias donde las aguas de una balsa cobran un poder sobrenatural. Cuando rememoro muchas de ellas —por ejemplo, mientras escribo estas líneas ahora—, me pregunto cuánta verdad había en cada uno de aquellos episodios que corrían veloces como liebres por calles, plazas y descampados. Pero en aquel entonces, esta pregunta no existía, no tenía razón de ser, porque nadie albergaba dudas al respecto: todo estaba hecho de genuina y pura verdad. De esa misma verdad que se amasaba en las historias de apóstoles y pecadores con las que nos sermoneaba el cura cada domingo, en los tremendos diagnósticos con los que el curandero desahuciaba a más de un vecino, en las lecciones esotéricas que enarbolaba el maestro de Religión o en las excusas que ponían los padres cuando llegaban mal y tarde a casa. Así que mi cabeza está llena de aguas densas y verdes, enormes peces negros, sapos gordos y habladores, paredes resbaladizas, algas carnívoras, hombres ahogados, niños exhaustos y almas en pena. Y todo porque mi madre se tomaba la molestia de contarme las historias que a ella le habían contado. Eso me decía: «Niño, yo te cuento lo que me cuentan». Como si así pudiera exonerarse de cuantas mentiras se hubieran colado en su relato.

Allá donde he ido y han querido escucharme, siempre he dicho que mi madre ha sido mi Stephen King personal. Cuando yo todavía no había alcanzado los diez años de edad, me pedía que me sentara en el sofá para que ella ocupara el centro del salón y narrara —casi representara—, ante mis espantados ojos, todas esas historias con las que tenía pensado mantenerme a salvo una tarde más, un día más, una semana más, en aquel rigor que parecía gobernar mi barrio. Una vez me contó que un niño, cuyo nombre era desconocido para mí y por tanto también fascinante, se había asomado a las aguas de la balsa más enigmática que había en el barrio: una redonda y brillante como la luna, hecha de palabras, piedra y barro, tan profunda como quisiera la imaginación y con las aguas más verdes de la Historia de todas las aguas de todos los barrios del mundo. Me dijo que ese niño tenía la misma edad que yo y que su curiosidad era muy parecida a la mía, y que por eso se tomaba la molestia de contarme lo que le había ocurrido. Yo, al minuto de comenzar su relato, ya sabía cómo iba a acabar aquel pobre niño, pero lo cierto es que estaba deseoso de escuchárselo decir a ella, mientras me miraba y gesticulaba con una hostilidad tal, que me hacía sospechar que ya estaba al tanto de que el día anterior había incumplido alguno de sus mandamientos. Recuerdo palabra por palabra lo que dijo antes de volver a guardar silencio: «Al niño lo dejan flotar bocabajo hasta que llega su madre y lo ve así. Solo ella puede dar permiso para que lo saquen del agua». Reconozco que me costó dormir durante más de diez y más de quince noches.

Gracias a mi madre, o por su culpa, hace mucho que las aguas de las balsas de riego de mi barrio se transformaron en mi particular Más Allá. En casi todas las novelas que he escrito hasta el momento es posible rastrear una balsa, un pozo, un estanque, una piscina y, por supuesto, algún personaje que bracea con desesperación para no ahogarse. Esas aguas verdes, densas y estancadas se han convertido en mi espacio natural de fabulación, cuyo fondo da cobijo a los miedos más atávicos, a lo desconocido y deseado, a lo inexplicable y esencial, mientras reúno el valor suficiente para suspender la respiración y sumergirme. La escritura que me interesa y me explica siempre tiene que ver con adentrarme en esas aguas oscuras, desobedecer la voz que las nombra, atravesar los límites y desarticular las reglas de la prohibición: nunca vayas hasta allí, jamás atravieses esa puerta, no te asomes a ese lugar, deshaz el camino, date la vuelta.

Durante mucho tiempo, me planteé cómo afrontar ese desacato a mi madre y a su literatura, sabedor de que la oscuridad y el dolor suelen compartir habitación. Cada vez que me aproximaba a esos límites, a esa balsa colmada de agua, llena de peces y cubierta de ova, mi escritura se detenía como si alguien tirase de un cable y cortara así el paso de la electricidad que me mantiene erguido. No me resultó muy difícil concluir que los tormentos acostumbran a paralizarnos y a vaciarnos de aliento. Así que busqué entre todos los recursos narrativos, que a veces son los mismos que los de la vida, aquel que me permitiera no solo asomarme y ver mi rostro reflejado en las aguas de la balsa, sino ser capaz de dejarme caer dócilmente en su interior. Estoy hablando del humor. Ese artilugio de la inteligencia que te hace seguir vivo en el centro de los dolores más profundos, aquellos que ni siquiera tienen nombre porque pertenecen al mundo de los niños o a la tierra donde gobierna el sueño de la razón. Logro escribir y respirar en ese fango del fondo de la balsa porque el humor me permite cambiarle la mueca a la enfermedad, o desobedecer los mandamientos de la tristeza, o colorearle la cara a la muerte, o desordenar las altas columnas de lo solemne. Logro escribir y buscar en ese fango del fondo de la balsa porque el humor me da la oportunidad de tomarme en serio lo que más me duele. Logro escribir y nadar en el fango del fondo de la balsa gracias al humor y a pesar del dolor.

Mi madre sigue convencida de que si hoy estoy vivo es porque aquellos relatos de la infancia cumplieron con su ambicioso cometido. Y lo cierto es que siempre me ha resultado muy difícil llevarle la contraria, porque yo también creo en el poder eléctrico de sus historias, de su literatura. He heredado su mismo menester: seguir contando lo que me cuentan para que alguien, sea quien sea y esté donde esté, se pregunte por la manera, la suya propia, de aproximarse cuidadosamente al filo de su balsa —o de lo que él quiera—, y pueda contemplar la caída, el agua, el fondo y lo que todos escondemos bajo ese fango. Porque eso fue en esencia lo que la narradora de las historias de mi madre hizo por mí. Ponerme a salvo de uno de los peores peligros que puede correr un niño a esa edad: caer abatido por aquel aburrimiento que quería hacerse tan grande en los inagotables días de verano.


Juan Manuel Gil (Almería, 1979) es escritor y profesor. Formó parte de la primera promoción de residentes de la Fundación Antonio Gala. Ha publicado los libros Guía inútil de un naufragio (DVD Ediciones, 2004; Premio Andalucía Joven de Poesía), Inopia (El Gaviero, 2008), Mi padre y yo. Un western (El Gaviero, 2012; Premio Argaria), Hipstamatic 100 (La Voz de Almería, 2014), Las islas vertebradas (Playa de Akaba, 2017), Trigo limpio (Seix Barral, 2021; Premio Biblioteca Breve), La flor del rayo (Seix Barral, 2023) y Un hombre bajo el agua (Seix Barral, 2024; Expediciones Polares, 2019).

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