Horas críticas

Todas las formas de romper un alma

Sobre la entrada de piedra descansa este libro. Casi parece que se esconde, allá en la parte más oscura: apenas se ve el azul de la cubierta o esa mano que acaricia un lomo enorme. Por encima del libro pasan dos gatos negros. Por el lado, una perra nerviosa y otra muy vieja, lenta. Durante un día entero se queda ahí encima, sobre el dibujo de cerámicas y entre todo el trajín de la casa de piedra en la que viviré durante dos meses. Aún no lo he ojeado siquiera, así que no puedo saber que la estancia, que la oscuridad, los gatos y las perras, son parte del cuento que hay dentro de las páginas del libro. Pero, de alguna forma, el espacio y los animales se mueven a su alrededor como un preludio —¿una premonición?— a la historia que Sabina Urraca narra en El celo (Alfaguara, 2023).

Al día siguiente empiezo a leer. Extrañada, al principio, en unas primeras páginas que parecen un mecanismo complicado de desengranar. La Humana, la Perra, la Abuela, un parque lleno de mascotas, las drogas en la cima de una montañita o en lo privado de una habitación, las tetas a punto de reventar, un coño en celo y sangrando. Todo se mezcla, sin nombre, sin tiempo. Sabina Urraca narra a través de fragmentos, amamanta a las lectoras con pedazos breves de una historia muy compleja, pasada presente ¿futura?, que poco a poco crean un mosaico —como aquel sobre el que descansaba el libro hace, tan solo, unos días— y al inicio nos confunden, claro, porque los cuentos no tienen nunca un solo principio ni un solo final. Ya lo dijo la Madre: «Pero tú sabes que los cuentos pueden seguir y terminar como a ti te dé la gana, ¿verdad?».

A medida que avanzo en la novela, recompongo la historia. Conozco al Predicador, ese hombre saqueador de identidades y de deseo que en algún momento también fue bueno, que supo amar, alimentar a la Humana con sirope y secretos. Conozco al Grupo, a todas esas mujeres que, como la Humana, aman y temen al monstruo. Se me rompe el alma —de acuerdo con la definición que se da en la novela: «Los domadores de animales conocen como romper el alma el proceso de sumisión de los animales por el cual se logra que una foca aplauda»— al comprender, al saberme (sabernos) de alguna forma domesticada, dentro todas esas formas de domesticación que la autora, en especial a través de sus dos protagonistas —la Humana y la Perra—, pone en conversación.

A la semana termino El celo y se me presenta el reto de escribir una reseña sobre él. Utilizo la palabra reto porque cualquiera que se acerque a este libro entenderá que se desborda por las esquinas, que dice cientos de cuentos que relatan verdades a través de fantasías y leyendas. Así que ahora, frente las páginas subrayadas una y mil veces, me pregunto: si se pudiesen estrujar los libros como si fueran paños de cocina, ¿qué saldría de El celo?

Lo primero que imagino es dolor y un miedo paralizante. Pero no, no solo eso. Eso es el agua que chorrea de la tela. Dentro del líquido, viajando en él e invadiéndolo entero, hay grasa. Restos de un aceite viejo que se niega a desaparecer. Me doy cuenta de que esa especie de ungüento que gotea se trata de un amor persistente. Uno antiguo, el de la «locura» de la Abuela, la preocupación de la Madre, las sentencias cuidadoras del Abuelo, el cariño torcido del Grupo y el entusiasmo de la Perra por continuar viva y conocerlo absolutamente todo. «En la encimera, un plato de manitas de cerdo. Muerte y amor».

En esta novela, Sabina Urraca crea un árbol genealógico de maldiciones que se heredan como también ocurre con el miedo, con los silencios. Sus personajes no son heroínas, al menos no necesariamente, no de la forma en la que la literatura clásica las comprende—enteras, imperturbables, de valores férreos—. Como escribe la Humana, no son nietas de aquellas brujas que no pudieron quemar cientos de años atrás, sino que son nietas de «unas ancestras que ni siquiera sabían que se podían enfadar y seguían respetando hacían lo que podían», con el alma rota a la mitad, igual que la foca que aplaude y el elefante que se toca el punto rojo de la frente, e incluso igual que la Perra que se deja poner una correa y unas bragas para no manchar el mundo con su sangre.

Sabina Urraca, autora de «El celo». / © Choche Hurtado — Alfaguara

Sabina Urraca ha escrito un cuento de ternura y afectos instintivos, animales, a pesar del miedo. A pesar de ese «tipo que está lejos, o cerca, pero en realidad sentado en una silla en su cerebro», permanentemente observando a la Humana y a todas las mujeres del relato, controlándolas para que no se muevan, no coman, no sonrían sin su permiso, su bendición y amén. Y, sin embargo: la Perra, las amigas, su familia, el amor imperfecto y honesto, fiero. «La felicidad ensucia y hace llagas en la boca, mamá. Felicidad es también estropearse el cuerpo. Vivir es ir estropeándose».

El celo descansa ahora junto a mí, abierto por el medio sobre el banco de madera en el que estoy sentada —a mi cabeza viene esa imagen tan bella que leí en sus páginas y no consigo encontrar, citar con precisión, pero que hablaba de coger la historia de una misma y dejarla en un banco de la calle y no regresar nunca a por ella, algo así como una fantasía del olvido propio—, y puedo asegurar que este libro estropea a quienes nos acerquemos a él. Rompe, ulcera, ensucia y ensarta el alma con hermosura y barbarie. Sin duda, se puede (incluso diría que se debe) vivir dentro de él.

 


EL CELO
Sabina Urraca
ALFAGUARA
(Barcelona, 2024)
312 páginas
19,90 €

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