Por su postura hierática, se habría podido pensar que Lem estaba meditando con los ojos cerrados; pero lo cierto era que se había quedado dormido en la butaca.
—Él dice que es como una especie de narcolepsia selectiva —explicó Chess—, un mecanismo de defensa ante situaciones excesivamente perturbadoras.
—Lo sé —respondió Ijon esbozando algo parecido a una sonrisa—. Yo introduje en su sistema neurovegetativo ese mecanismo automático, cuando optimicé su organismo, para reducir al mínimo el riesgo de que sufriera otro infarto como el que lo mató.
—Él cree que le pusiste un corazón nuevo.
—No tuve tiempo, no suelo viajar con corazones de repuesto. Mejoré mucho el suyo, eso sí, pero sigue siendo un corazón de riesgo. En cuanto consiga uno nuevo, se lo cambiaré.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó el gato solariano tras una pausa.
—Si me preguntas qué voy a hacer, la respuesta es sencilla: intentar impedir que Chalcedon establezca con el mar de Solaris algún tipo de conexión operativa. Si me preguntas cómo voy a hacerlo, la respuesta depende de vosotros: de Staszek, de ti, de ese aventurero que se hace llamar Ijon Tichy… Y de Sita —añadió en voz muy baja, hablando para sí; pero Chess lo oyó.
—¿La Bruja Verde? —preguntó componiendo un signo de interrogación con la cola.
—Antes de seguir, ¿por qué no me hablas un poco de ti y me explicas cómo sabes lo que sabes? No me creo que tengas miles de años ni que vengas de Andrómeda, como afirman ciertos rumores.
—Veo que te has informado. O desinformado, más bien —dijo Chess con una amplia sonrisa gatuna—. Es gracioso: me atribuyen miles de años y apenas tengo unos días de vida… A partir de los recuerdos y las fantasías infantiles de ese aventurero que se hace llamar Ijon Tichy, me engendró el mar de Solaris y me dio un cerebro dotado de una extraordinaria capacidad abductiva. Aun cuando los datos sean insuficientes, si son significativos, puedo sacar conclusiones rápidas y bastante certeras. Y, por supuesto, puedo retener y manejar enormes cantidades de información. Dicen las crónicas terrestres que Edward Green, o sea, Teddy, tenía una mentora muy vieja y muy sabia a quien sus enemigos llamaban la Bruja Verde, y no hace falta tener un cerebro como el mío para concluir que era la niña a la que Chalcedon le dio el muñeco robot, y a la que luego tú, presumiblemente, concediste una longevidad similar a la de Staszek.
—¿Y cómo sabes que se llama Sita?
—Acabas de decírmelo tú al musitar su nombre con tanta excitación y esperanza. Chalcedon tiene una deuda de gratitud con ella, y si logras ganarla para tu causa, podría ser el arma definitiva en vuestra batalla de siglos. Has pronunciado su nombre con excitación y esperanza, pero con un punto de inseguridad, lo que me lleva a suponer que aún no la has localizado.
—En realidad, ni siquiera sé si sigue viva.
—Sigue viva —susurró Lem sin abrir los ojos, como si, en sueños, hubiera repetido mecánicamente las últimas palabras de Ijon.
Pero estaba despierto, y era una afirmación.
¿En qué momento se ha despertado Lem?
¿Se ha enterado de que Ijon no le puso un corazón nuevo cómo creía hasta ahora?
No lo sé, no me lo cuenta todo. No es una respuesta irónica: más adelante verás que tiene sentido.