Ficción Analógica

Charcos

En el fondo, ella sabe que no hay por qué lamentarse tanto. Se acerca al espejo, se mira fijo y saca la lengua. «Pavota», le dice al reflejo. La humedad del vapor sobre el vidrio cae en pequeñas gotas sobre la bacha.

El resto de la casa permanece seca. Alguna planta mueve sus hojas a causa del viento que se filtra por la ventana. Apenas. Eduardo se pasea del living a la cocina y junta lo que se fue desperdigando: vasos sucios, los paquetes abiertos de galletitas, alguna taza sobre la mesa. Barre las migas caídas, recoge las camperas colgadas en las sillas. El noticiero resume las catástrofes con un tono de indignación impostada.

Se seca la cara, se frota la toalla. Primero el abdomen y el pecho, luego la espalda. Al final, la entrepierna. Su cuerpo parece empeñado en retener la humedad, su piel permanece mojada. Tiene la suerte de que no se ha agrietado tanto por el paso del tiempo, aunque las primeras pecas empiezan a brotar en su pecho. Es el sol, le dicen las arpías del trabajo, mientras se recomiendan cremas de mano y exfoliantes de pies. No están dispuestas a asumir el paso de los años.

Margot se estira en el sillón, se lame la panza. Se pasa la lengua áspera por su cuerpo y traga los pelos. Luego los devolverá en forma de vómitos que van a quedar escondidos en los rincones de la casa. Eduardo hará la pesquisa correspondiente, los va a juntar con la palita azul para tirarlos, envueltos en papel, a la basura.

El pelo largo es difícil de desenredar, como el amor cuando dura. El verano pasado se lo había tenido que cortar: el sol y la sal del mar lo habían puesto indomable. El tiempo que le lleva acomodarlo se mide en las horas que pasa encerrada en el baño. Mira el reloj que está sobre la bacha. Saca la cuenta. Ya lleva más de quince minutos intentando peinarse.

En la cocina, su marido se inventa una cena con las sobras del mediodía. La gata saldrá en un rato a dar su paseo. Estará dando vueltas por los tejados. Como todas las noches, observa las luchas furiosas de los otros gatos. La disputa del territorio que otorga al vencedor los derechos del goce de la carne. Ella, castrada, parece contentarse solo con mirarlos.

Cuando sale del baño, se viste despacio. El pantalón sube con dificultad por sus muslos anchos. La piel húmeda también es un obstáculo para la tela que intenta deslizarse. Aun así, logra que sus piernas se amolden a esa forma impuesta por la rigidez de la lona y quede contenida.

Pasa frente a la cocina sin mirar a Eduardo. Avanza en penumbras por el pasillo que conduce a la puerta. La televisión repite una y otra vez las noticias del día. Necesita tomar aire, secarse. Deja las llaves sobre la mesita de la entrada y sale a la calle. Afuera el invierno sigue, poca gente deambula por la calle.

Se pasea en la noche silenciosa por las veredas, saltando charcos. Algunos son profundos, oscuros. Juega a esquivarlos, contonea su figura en un balanceo armonioso y suave. Cada tanto frena, se sacude delicadamente, sin querer ha metido la pata.

En uno de esos salpicones, mientras se limpia, la piel se crispa con la electricidad que desata el cuerpo cuando percibe el peligro, cuando se siente observado. Desde lo alto, unos ojos amarillos acarician su lomo con la mirada. Puede sentir la voracidad del acecho. El hambre del instinto animal, cazador, que se despierta en la noche. Entonces, ella entorna sus ojos, se refriega contra la corteza de un árbol, deja su perfume en el aire, llama con un leve gesto a esos ojos para que la sigan, y se aleja de espaldas.

El asalto será breve: le morderá la nuca, abrazará su cintura, separará sus flancos, penetrará profundo, empujará con fuerza, respirará hondo en el último embate. Dejará que su cuerpo se entregue dócil. Cuando termina, piensa que mientras que la noche dure un poco más, seguirá deambulando. Buscará otros ojos, se refregará en otros árboles, los invitará al juego. Sentirá una y otra vez el temblor delicioso de la carne.

Cuando la noche empiece a clarearse, desandará sus pasos, volverá pacientemente por las mismas veredas rotas, se encontrará con los mismos charcos. Esta vez, por curiosidad, se agachará y verá en el agua, otra vez, su reflejo. Se dirá que, en el fondo, no hay por qué lamentarse tanto. Su pelo negro se confundirá con la profundidad del charco. Poco a poco, irá hundiéndose, desparramándose en el agua oscura, primero las piernas, luego la cintura, el torso. Su pelo envolverá todo su cuerpo, la volverá invisible, será, por fin, menos que una sombra.

Al día siguiente, mientras Margot se estira en el sillón y se lame con paciencia infinita, Eduardo escuchará las noticias que repite en loop la TV: cuerpos sin vida desperdigados por la calle fueron encontrados en su barrio esta mañana. Las víctimas, al menos tres hombres de mediana edad, no presentan heridas ni parecen haber sido golpeados. Los curiosos charcos que se encontraron cerca de sus cuerpos constituyen un verdadero enigma para los investigadores, dirá el periodista.

Ella saldrá del baño envuelta en una toalla, y el cabello sujetado en un turbante. Sonreirá y preguntará con tono suave: ¿Desayunamos? Mientras Eduardo la ve alejarse hacia la habitación, verá cómo deja a su paso unos charcos pequeños, pero profundos, oscuros, desperdigados. Cuando escuche la voz de su dueña, la gata entornará los ojos, la mirará fijo y se seguirá limpiando.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, quince años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Julia Hernández Mata es argentina y es autora de relatos de ficción que han sido publicados en el periódico Página 12 bajo el seudónimo de Vande Guru. Con el mismo nombre ha firmado crónicas, reseñas y entrevistas en distintos medios, como Infobae o El ciudadano. Ha coordinado talleres de escritura y estuvo a cargo de Turba Ediciones.

Un comentario

  1. Increíble cuento!!!! Tan real y escalofriante

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