Entrevistas

Jesús Carrasco: «Mi paraíso no está en los libros sino en un taller, pero si dependiera de mis manos para ganarme la vida ya no habría paraíso»

Jesús Carrasco, ganador del Premio Biblioteca Breve. / Reportaje fotográfico: Manuel González Luján

Una entrevista de Isaac Rosa

Hay autores que aparecen de pronto como un meteorito, inesperados y ruidosos, sin verlos venir, pero dejando un cráter del que luego ya no consiguen salir. Sobran los ejemplos de one hit wonder en la literatura española, hay al menos uno por temporada. Y luego están quienes, tras un primer libro que consigue una rotunda unanimidad de público, crítica y premios, encuentran un camino propio, una búsqueda literaria que van madurando libro a libro, sin perder el favor de público y crítica, y sumando nuevos premios. Es el caso de Jesús Carrasco (Olivenza, 1972), que hace tiempo dejó de ser «el autor de Intemperie», incluso apartándose de algunos presupuestos formales de aquella exitosa primera novela. Con Elogio de las manos (Seix Barral, 2024) acaba de ganar el Premio Biblioteca Breve; una mirada cercana y profunda, sencilla y poética, tan personal como universal, a un asunto poco atendido por la literatura contemporánea: el trabajo manual, desde la dignidad de ciertos oficios artesanos hasta la felicidad de quien encuentra descanso y reparación en una pequeña tarea, pasando por las manos que cuidan y las que crean belleza.

Una primera consideración sobre el género elegido, esa escritura en primera persona con aire de autoficción y tan narrativa como reflexiva. ¿Consideraste en algún momento escribir un ensayo literario, o una ficción pura en la línea de tus libros anteriores?

El género de esta novela no es tanto el resultado de una decisión como de una incapacidad. Mi primera intención fue escribir un ensayo puro. Pero yo no soy ensayista ni tengo sus herramientas, por lo que la escritura me resultaba incómoda. Decidí entonces introducir algún ingrediente puramente ficticio para aligerar la carga, y ese día todo cambió. Fundamentalmente porque, una vez que le abres la puerta a la ficción, todo se convierte en ficción. Y ese es mi terreno. El resultado final podríamos decir que es una indagación en mis intereses reales pero con forma narrativa, es decir, una novela.

Diría que es tu libro más abiertamente personal. Más allá de cambiar nombres a personas cercanas o, imagino, ficcionar situaciones más o menos reales, Elogio de las manos parece un libro lleno de consideraciones muy personales, confesiones, vivencias y mucha intimidad, propia y ajena, que dan al conjunto autenticidad y honestidad. ¿Cómo enfrentaste esa escritura del «yo», qué límites te ponías?

Soy una persona muy pudorosa en lo que a la intimidad se refiere, la propia y la de mi familia. En el libro no revelo nada que considere verdaderamente íntimo. En ese sentido, me valgo de la ficción para enmascarar lo que cuento porque en el momento en el que el lector sabe que al menos un elemento del libro es inventado, ya no puede tener certezas sobre nada más. Y yo me he ocupado de que al lector le quede claro que hay cosas en el libro que no han sucedido en la realidad. Qué es cierto y qué no en el libro es algo que solo sé yo y mi familia.

Por otra parte, no siento ninguna necesidad de hablar de mí mismo. Al contrario. La idea de ser yo el material narrativo me incomoda. Lo que sí que hago en este libro es observar el espacio próximo con una lupa y, luego, contar lo que he visto desde una perspectiva muy personal. Esa aproximación, cuando lo que narra es un territorio emocional, produce una sensación de intimidad. Lo que me interesa no es contar la propia, sino tratar de activar la del lector.

La sensación es la de un libro fluido, que transmite facilidad en la escritura y por tanto en la lectura, acentuada por el recurso a ese narrador que nos cuenta el libro que tenía pensado escribir, mientras escribe este. Sabiendo que es un libro que lleva tantos años contigo, ¿fue así de fácil y fluida la escritura?

Me costó mucho encontrar la voz, sobre todo, porque me resistía a narrar en esa primera persona y con esa mirada tan cercana a lo narrado. Como apuntaba antes, me angustiaba la idea de tener que desvelar mi intimidad para lograr contar desde esa cercanía. Pero en algún momento me di cuenta de que, si no indagaba en mí, si no arriesgaba, no iba a lograr encontrar la profundidad que quería para el texto. Y además, como dije antes, disponía de todas las herramientas que tiene el escritor de ficción para sortear ese problema.

El pretexto del libro —las manos que trabajan, lo manual— permitiría muchos acercamientos, y tú lo acotas a lo que llamas «manos libres», «manos liberadas, emancipadas de la ancestral condena del trabajo y de la necesidad», aunque aquí y allá aparecen en muchos momentos trabajadores manuales retratados con respeto, dignidad y admiración. ¿Por qué esa elección? ¿De dónde viene tu interés por el trabajo manual? ¿No hay un cierto riesgo de romantizar (esa palabra que tanto nos gusta hoy) el trabajo manual?

Yo no le tengo miedo a la romantización si eso anima a las personas a atreverse a hacer algo que, quizá, pensaban que no podían hacer. Arreglar una lámpara también es un trabajo manual. Sucede lo mismo con la visión romántica que muchos urbanitas tienen de la vida en el medio rural. Si esa romantización les impulsa a acercarse a ese medio, me parece perfecto. Que luego lo que encuentran les satisfaga o no es otra cosa. Pero, de momento, ya hay una mirada, aunque sea romántica, a otra realidad. Recordemos que el medio rural apenas se representaba en literatura. Era un espacio inexistente.

El libro desprende una idea que puede parecer romántica pero que, en mi opinión, no es más que gozo por hacer. La felicidad y la calma que proporciona dedicarse a algo con atención y con intención. Yo soy profundamente feliz cuando trabajo con las manos. No necesito nada más. Pero, claro, como se dice en el libro, y recuerdas en tu pregunta, yo no dependo de mis manos para ganarme la vida. No estoy sujeto a las servidumbres, a veces a las penurias, a las que están sujetos muchos trabajadores manuales. Mi elogio es un elogio del juego que no pierde de vista la dignidad de los que, quizá, solo tienen sus manos para ganarse el sustento.

Esa idea de respeto, admiración y dignidad forma parte de mi educación elemental. Mi madre y mi padre, entre otras ocupaciones, también eran trabajadores manuales. He crecido viéndolos trabajar siempre con honestidad y seriedad. Ese es el lugar del que me siento orgulloso de proceder.

En relación a esto último, ¿cómo crees que leerá tu novela un trabajador manual de los muchos que sigue habiendo —bajo este espejismo de sociedad tecnologizada que ha desterrado el trabajo físico y penoso—, alguien cuyas manos estén dañadas por la necesidad de vender su trabajo?

No sé cómo la leerán, pero sí cómo me gustaría que la leyeran: como el resultado del esfuerzo de otro trabajador. Me gustaría que la novela contribuyera a reconocer y fortalecer su dignidad. Esa idea subyace en el texto y en algún momento, incluso se explicita cuando hablo de la diferente consideración social que reciben los trabajos intelectuales y los manuales.

Históricamente se ha prestigiado el intelecto frente al cuerpo. Hannah Arendt lo recuerda en La condición humana, cuando nos dice que la polis griega ya rechazaba aquellas actividades que no fueran políticas, hasta englobar todo aquello que suponía esfuerzo. El propio Aristóteles califica las ocupaciones en las que el cuerpo se deteriora como las más bajas. Y esa idea del cuerpo como subalterno llega hasta hoy.

En la pandemia hemos visto que algunos de los trabajos esenciales para el funcionamiento de la polis eran manuales. Un enfermero, un agricultor o un electricista son esenciales para el funcionamiento de la sociedad. Un especulador bursátil, en cambio, como perfil profesional, es perfectamente prescindible.

Hay en tu escritura un permanente asombro, que contagias al lector. El asombro de quien observa con atención, curiosidad y admiración el mundo, especialmente lo pequeño y lo invisible, o lo que solemos valorar menos: lo mismo una soldadura que una abeja libando, el herraje de un caballo o la piel de las manos de un ser querido, el movimiento de las hormigas o el trazo sencillo de un dibujo, los destrozos del paso del tiempo y por supuesto el trabajo manual de otros. Hay en tu mirada una sensibilidad y una ética que ya estaban en tus novelas anteriores, pero que aquí haces más explícitas y objeto de tu reflexión.

Yo creo que esa ética está en el mismo hecho de mirar con atención. En la mera detención voluntaria para ver qué tenemos alrededor ya hay un posicionamiento ético, porque se fundamenta en un reconocimiento de lo otro, de lo que no somos nosotros. Cualquier gran cambio que pretendamos empieza por la consciencia de lo que nos rodea y del tiempo en que vivimos. Mirar para tratar de entender y entender para saber, entre otras cosas, qué falla y qué hay que mejorar o cambiar. De todo lo que está a la vista, yo intento mirar a lo cercano porque me he dado cuenta de que ahí está todo lo que me importa de verdad.

Tengo la sensación de que en tu obra hay una evolución en ese sentido, desde aquella Intemperie hasta llegar a Elogio de las manos; que, libro a libro, has ido aproximando más tu mirada a eso que acabas de llamar «lo cercano», la distancia corta, los pequeños acontecimientos, lo mínimo y sin embargo profundo. Y que eso se percibe también en tu escritura, que era más esforzada («un texto no podía ser bueno si no mediaba un gran esfuerzo», has dicho sobre el escritor que fuiste); y que se ha ido despojando y templando, volviendo menos retórica, más sencilla sin perder belleza ni hondura. No sé si lo ves así, y si en ese caso es algo buscado, fruto de una reflexión sobre tu escritura.

Lo noto, sí, y lo siento como una maduración deseable. La clave de esa evolución se relaciona directamente con eso que estamos llamando «lo cercano». En mi juventud sentía que no había nada apetecible en esa proximidad. No me interesaba mi pueblo, no me interesaba la literatura española, soñaba con vivir en Nueva York. Con los años he vuelto al pueblo, gozo leyendo a mis contemporáneos y la idea de vivir en Nueva York me resulta ahora impostada. Me he dado cuenta de que había una dimensión que no había explorado. Una especie de cuarta dimensión que incluye todo lo que está detrás de lo que vemos a simple vista. La dimensión profunda de las cosas, podríamos decir. Hay tanta hondura cerca, tanto deseo, tantas decepciones, tanta vida por explorar que, ahora, irme lejos me sabe a poco si allí no voy a encontrar algo de esa cuarta dimensión de la realidad.

Junto al asombro por lo externo, parte de esa misma sensibilidad y de esa ética es el «embeleso» del que hablas en varios momentos, ese ensimismamiento de quien, siguiendo a Sennett, dices «absorto en algo» cuando realiza una tarea manual. Entiendo que es una experiencia que forma parte de tu vida y que también tiene reflejo en tu escritura, ese fraseo sencillo y a la vez hondo, que sugiere una escritura paciente y cuidadosa, como si en efecto escribieras a mano. ¿Sientes el mismo embeleso al escribir, o las tareas intelectuales ofrecen un ensimismamiento muy diferente a las manuales?

A mí lo que me toma por completo, y sin ninguna duda, es el trabajo manual. La escritura, en mi caso, es problemática y así tiene que ser, tal y como yo interpreto la literatura. Escribo, en parte, para tensar la realidad, para encontrar sus fricciones. Para mí el paraíso puro no está en los libros, sino en un taller. ¿Por qué me dedico entonces a escribir y no a trabajar con las manos? Quizá, y aquí vuelvo a una pregunta anterior, porque si tuviera que depender de mis manos para ganarme la vida, ya no habría paraíso. Habría necesidad y servidumbres que yo ya pago en mi desempeño como escritor profesional. Parafraseando a Antonio Vega, el taller sería el sitio de mi recreo.

Acabas de oponer la escritura al trabajo manual, pero en algún momento recurres a la metáfora del artesano para hablar de tu manera de entender la escritura: la corrección y reescritura como el lijado de un mueble, por ejemplo.

Encuentro concomitancias entre ambos desempeños pero en un plano metafórico y formal. Se acaba un mueble como se termina un texto, lijando o puliendo. Pero yo no concibo un mueble igual que un libro. Reclaman, en mi experiencia, estrategias diferentes. Un libro, por ejemplo, admite ser escrito solo con una brújula en la mano. Partir de un solo personaje y un conflicto y ponerse a escribir para ver a dónde te llevan esos dos elementos. Un mueble, en cambio, pide un plano previo, siquiera mental, un cálculo ineludible.

La memoria es otro hilo que recorre el libro. La memoria de las cosas, de las casas, de las manos y los cuerpos, de los oficios… ¿Qué importancia tiene la memoria, y la reflexión sobre la memoria, en tu trabajo?

Me parece que la memoria es clave, entre otras cosas, porque sin memoria no hay identidad. Es más, se diría que casi vivimos de memoria. Nos levantamos cada mañana junto a nuestra pareja, o nos encontramos cada día a nuestro compañero en el trabajo, y la vida es soportable porque nos acordamos de que son nuestra pareja o nuestro compañero. Somos los que somos porque nuestros padres fueron de tal forma.

Sin darnos cuenta, en cada gesto y cada palabra, revelamos el lugar emocional del que procedemos. Siempre vuelvo a Salvador Pániker cuando hablaba de lo retroprogresivo: «Hundir más firmemente los pies en el origen para no perder el equilibrio», dice. Y a ese origen solo se puede acceder por medio de la memoria, individual y colectiva.

Tu querencia por la memoria y tu reivindicación de los procesos, oficios, formas de vida, lenguajes, etc., que se van perdiendo pueden hacernos pensar que estamos ante un nostálgico, a riesgo de idealizar un pasado perdido y añorado, por contraste con un presente insatisfactorio. ¿Es así?

Rotundamente, no. La nostalgia es una emoción que me desagrada profundamente porque solo permite una mirada unidireccional hacia el pasado. Añorar lo que fue sin encontrar acomodo en el presente. Pueden existir momentos en el pasado que mejoren los actuales, pero de nada sirve acariciarlos con pesadumbre. Yo no idealizo el trabajo de un agricultor, ni el de un pastor, ni el de un herrador, ni el de un guarnicionero. Lo que hago es retratarlo con respeto. La belleza de esos trabajos surge por sí sola.

También aquí la memoria interviene. Esas actividades, algunas de ellas al menos, se extinguen y yo quiero dar cuenta de ellas para que esa belleza no se pierda para siempre. Cada actividad humana que desaparece y se olvida es, en mi opinión, una pérdida de riqueza colectiva porque, entre otras cosas, procedemos de esas actividades y formas de vida.

En tu novela anterior, Llévame a casa, estaban muy presentes el amor, el vínculo y el cuidado, asuntos que encontramos aquí de nuevo. El amor como hilo vital, el vínculo con los demás pero también con las cosas que creamos y con las casas que habitamos, el cuidado que es otro trabajo manual…

Tengo la sensación de que «los cuidados» es uno de los grandes temas de nuestro tiempo. Evidentemente han existido siempre, de lo contrario no habríamos llegado hasta aquí, pero solo ha sido muy recientemente cuando los hemos denominado de un modo que queden visibilizados y que todos entendamos. Los cuidados, a pesar de su necesidad, estaban ensombrecidos. No tenían ningún espacio en el debate público, ningún prestigio social. Ahora, su conceptualización ilumina esas zonas oscuras y las dignifica. Cuidar de los mayores, del medio ambiente, de la ciudad, de lo heterodoxo, de los vulnerables. En mi opinión, un tema capital que ensarta él solo algunos de los grandes dilemas de nuestro tiempo.

La casa de esta novela es un personaje más, vemos su transformación y a la vez nos sirve como testigo del paso de los años, y en su minuciosa descripción hay algo incluso anatómico, de estudio de un cuerpo vivo. ¿Qué te interesa de los espacios que habitamos?

Volvemos a la memoria y a la identidad. También al cuerpo. Una casa plenamente habitada se comporta como un ser vivo. Es más, una casa podría verse como una proyección ampliada de un organismo vivo. Tiene partes que cumplen diferentes funciones, como los órganos y los sistemas corporales. La casa tiene una piel que nos protege del exterior, pero gracias a la cual también transpiramos. Hay circulación de fluidos (aguas sucias y limpias, electricidad, aire, personas). Las casas tienen un corazón que irradia energía que en nuestra cultura suele ser la cocina. Las casas envejecen y se cargan de cicatrices por el uso. Nacen y mueren para ser reemplazadas por nuevas casas, hijas de su tiempo. Me interesa el espacio habitado, entre otras cosas, porque me interesa el cuerpo y sus procesos.

No solo elogias las manos: tu libro es un elogio de la proximidad, la lentitud, la duración, lo que no está condicionado por finalidad o beneficio, lo reparable y lo que puede ser aprovechado para otros usos; todo lo cual se opone a los valores dominantes de nuestro tiempo: el desapego, la aceleración, el productivismo y el resultadismo, la obsolescencia y el cortoplacismo. ¿Puede ser el trabajo manual una forma de resistencia?

Tal y como yo lo planteo en el libro, sí, desde luego. En un sentido más amplio, la resistencia la opone el cuerpo entero cuando no quiere ser un apéndice más del capitalismo. El cuerpo que no viste como se espera, que no encaja en la talla o la forma que se espera, que no se utiliza para lo que se espera. Un cuerpo contracultural que provoca fricciones. El capitalismo nos dice: solo los cuerpos delgados son bellos; la vejez es fea y es preciso apartarla de la vista; todo tiene un precio; el futuro es un vertedero al que podemos echar los detritos de nuestro tiempo. También nos dice: no repares; tira y compra de nuevo. Y como yo me resisto a eso, me pongo a reparar una tostadora y me doy cuenta de que la perversión de todo ese sistema tiene forma de tornillo: uno con una cabeza en la que no encaja ni un destornillador de pala ni uno de estrella sino dos puntitos en los que no entra ninguna herramienta convencional. ¿Cómo se puede estar cómodo en un mundo así?

Un comentario

  1. Marciano Cárdaba

    Recomiendo leer el último capítulo antes de adentrarse en la novela, porque es una de esas señales sobre la velocidad del viento que encuentras en un camino perdido en medio de la nada en la Patagonia. Por lo demás, la novela, que sí añora un pasado que no volverá, no sorprenderá a los lectores habituales de Carrasco o de Ana Iris Simón, porque pone de manifiesto la profundidad con la que la gente sencilla vive su vida, sin aspavientos ni florituras.

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