Horas críticas Analógica

Narrativa para una nueva era geológica

Como un hongo o un virus, la maraña creció y se expandió sin que la humanidad —con todas las armas que proporcionaron inútilmente la ciencia y la tecnología modernas; aquello comenzó en 1998— pudiera hacer nada para detenerla. La maraña es un organismo y también un plástico. Es un tóxico y un potente alucinógeno. Tiene algo de animal, algo de vegetal y algo de mineral o de polímero. La maraña —según imagina Ramiro Sanchiz en Un pianista de provincias— empezó a manar de los yacimientos petrolíferos cuando estos parecían agotados y enseguida (tras una pandemia y la proliferación de nuevos tipos de bacteria) conquistó un tercio del mundo. Sin la energía de los hidrocarburos y enfrentándose a una sustancia que devora e incorpora cualquier plástico, que nunca está del todo viva o del todo muerta, que no es natural ni artificial, la civilización se replegó. «Quién nos iba a decir que viviríamos como nuestros bisabuelos», comentan varios personajes en un mundo en el que la electricidad escasea y los viajes son prácticamente imposibles.

Es casi un cliché que se repite en decenas de suplementos culturales: hace años que la ciencia ficción permite comprender el presente mejor que las publicaciones científicas o los ensayos. Si la novela del siglo XIX fue un laboratorio moral en el que se experimentaba con la vida privada de los personajes (un carrusel de adulterios y herencias), los experimentos del siglo XXI consisten en aventurar cuál de los muchos abismos a los que parece asomada nuestra sociedad (una guerra nuclear, el colapso ecológico, una inteligencia artificial incontrolable…) será el que finalmente la aniquile. Aquí esas amenazas se concretan en la maraña, una presencia monstruosa como las que laten al fondo de los relatos de Lovecraft y que, como Cthulhu, sirve para desbaratar las categorías filosóficas más habituales (como las de naturaleza y cultura o las de objeto y sujeto). Además, su expansión ha dado lugar al Valle, un territorio sin fronteras administrativas entre Brasil, Uruguay y Argentina. El Valle equivale a «la Zona» de Stalker, no deja de cambiar y está emparentado con las selvas que recorren las cabezas voladoras y los chamanes en los poemas —también sombríos y mohosos— de Marosa di Giorgio.

En la introducción a otro de sus libros, David Bowie, posthumanismo sónico, cuenta Ramiro Sanchiz que mientras fue adolescente quiso convertirse, sucesivamente, en Isaac Asimov, Jim Morrison y Arthur Rimbaud, y aunque hoy piense —es experto en trans y poshumanismo— que cuando más brilla un individuo es cuando su identidad se desintegra, su escritura tiene algo del novelista y científico, del músico casi suicida y del poeta precoz. También incorpora las nociones con las que filósofas como Donna Haraway (Manifiesto Cíborg) e Isabelle Stengers (En tiempo de catástrofes) construyen desde hace algunos lustros la idea de Antropoceno: una era en la que acabamos de ingresar y que se caracteriza porque el ser humano influye en la naturaleza a una escala insólita, provocando efectos geológicos siempre imprevisibles y casi siempre catastróficos (el calentamiento global es uno de ellos).

Pero Federico Stahl es mucho más que una excusa para especular y desplegar a su alrededor otra venganza de Gaia. Aunque es perfectamente posible leerla sin conocer las entregas anteriores, Un pianista de provincias es una iteración más del Proyecto Stahl, «una macronovela que narra las diversas alternativas en la historia personal de su protagonista». En esta ocasión, Federico es un virtuoso del piano obsesionado, como no podía ser de otro modo —de nuevo la cuestión de la identidad y la diferencia—, con las Variaciones Goldberg. Es también un hombre frustrado (su carrera se vio interrumpida por la irrupción de la maraña y ahora está condenado a interpretar un repertorio efectista y sin mérito de pueblo en pueblo) que contrasta con Ramírez. El escudero, representante y buscavidas, fanático del socialismo y del dinero, está siempre atento y tira de la novela hacia adelante para que continúe siendo un viaje (una road novel) cada vez que parece a punto de estancarse en las reflexiones de Stahl o en la construcción de una mitología alrededor de la maraña.

El escritor Ramiro Sanchiz. / © Víctor Raggio — Random House

Así que Un pianista de provincias es una novela de ciencia ficción, pero también es una novela sobre el talento musical de Federico y sobre la «derrota general» que podría haberle alcanzado —que alcanza a todos al madurar— tanto con catástrofe como sin ella. Su estilo brilla especialmente durante los monólogos interiores de su protagonista, o durante las conversaciones que imagina y a las que asistimos mientras no suceden. Son unos diálogos —quizá con el propio lector, al que también se dirigen algunas acotaciones a la Fresán— llenos de contradicciones y de planes confusos, en los que los adjetivos no perfilan, sino que difuminan o se niegan entre sí y que, en definitiva, emparentan el tono de Sanchiz con el de Onetti.

Un pianista de provincias podría haber sido escrita por un Onetti aceleracionista y alucinado o por un Felisberto Hernández (autor de cuentos desconcertantes que, como Federico Stahl, se ganó la vida tocando el piano en los peores antros de Uruguay) psicodélico y extraterrestre, y demuestra que, si esta es la narrativa del Antropoceno, tiene mucho en común con las mejores obras de la anterior era geológica.

 


UN PIANISTA DE PROVINCIAS
Ramiro Sanchiz
RANDOM HOUSE
(Barcelona, 2023)
280 páginas
18,90 €

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