Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) ha escrito sobre las Umas, esas cabezas voladoras que, según el mito, atormentaban a los viajeros; ha disertado sobre Marosa Di Giorgio, la poeta uruguaya de lo monstruoso, y ha explorado los rincones más viscosos de internet. Ahora publica Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024), una novela que transcurre durante el festival Ruido Solar: la fiesta que ha inventado para que Noa y Nicole busquen respuestas al pie de los volcanes, entre músicos, chamanes y poetas. El Ruido Solar tiene algo de rave contemporánea y algo de ritual precolombino, se despliega durante el Inti Raymi (la celebración incaica del solsticio de invierno) y en sus espesuras se internan las protagonistas, de poco más de dieciocho años. Chamanes eléctricos en la fiesta del sol es una novela sobre cómo «el gasto improductivo», en palabras de Bataille, puede servir para conjurar la violencia, sobre cómo esta se hereda y sobre la inutilidad de las categorías filosóficas habituales para quienes han sido extraviados.
Son cuestiones serias y profundas que Ojeda aborda entre risas. Antes de nada, avisa: «Yo soy muy parlanchina».
Me gusta mucho cómo describes la música y la experiencia de la escucha. Una escucha con el cuerpo, una escucha atenta en la que no solo intervienen los oídos. ¿Crees que vivimos en una dictadura de la imagen? Una cultura escópica que se ha olvidado del sonido y sus posibilidades.
La dictadura no es solo de la imagen, también de la palabra no musicalizada. En la novela está muy presente la importancia de la poesía, pero es que la poesía es una forma de música que lleva a la palabra al territorio sonoro del que en realidad nunca ha salido. Somos nosotros los que imponemos en el lenguaje y en la palabra el significado por encima de su condición de impulso nervioso que se transforma en sonido, como decía Nietzsche. Vivimos bajo el imperio de la mirada y el imperio de lo visual… También bajo un imperio del logos, es decir, de la palabra que conoce, que hace sentido o que hace razón. Pero hay muchas posibilidades de rebelión o de refundar partes de nuestra percepción que no habitan en el territorio de la razón, ni en el del sentido, ni en el de lo visible. Están en la música y su vínculo con la literatura, pero, sobre todo, con la poesía: algo cantado que surge entre personas que se reunían alrededor del fuego y para las que esa poesía, el canto y el baile eran una misma cosa, el mismo género. Ahí encontramos una relación del cuerpo que no está bajo el imperio de la razón. Al menos no de la razón que hace sentido común, sino de esa razón poética que es una forma de dislocar los sentidos y ponerlos en otra parte: donde ocurren cosas que no sabemos nombrar y que se escapan de la posibilidad de ser nombradas. Lo sonoro es algo fantasmático, porque a veces el sonido entra en tu cuerpo pero no sabes de dónde viene, tampoco sabes por qué la música te conmueve, por qué te hace llorar o te enfada… Por qué tu cuerpo reacciona a un ritmo, pero no a otro. Y no hay un porqué, en realidad, hay cosas en la experiencia que no se pueden racionalizar. Y ese territorio neblinoso me parecía fascinante para hacer una novela que va, en realidad, sobre hacer la fiesta en medio del duelo porque la fiesta siempre es eso: el lugar donde los nombres y la razón común se dislocan.
Y más allá de eso: ¿Crees que también existe un régimen disciplinario respecto al sonido? Desde el acento hasta el ruido o la interferencia, que se suelen rechazar en un mundo en el que manda la «alta fidelidad».
Mientras escribía he leído muchísimos libros sobre música y algunos de Ted Gioia me interesaron mucho. En La música. Una historia subversiva, él trabaja con una historia alternativa de la música, no la música bajo los parámetros de Apolo, de lo ordenado, de lo reglado; sino la música como algo ritual donde aparecen los chamanes eléctricos: Jim Morrison, Jimi Hendrix, PJ Harvey… Es la idea de que la música tiene un fondo descontrolado, indomesticado, salvaje, cultual, ritual y catárquico, y eso forma una historia de la música versus la historia de la música reglada, sosegada, para calmar y pedagogizar los cuerpos. Hay una historia de la música que no busca pedagogizar sino experimentar todas las posibilidades del cuerpo. Esa experiencia es abisal, es liminal y es peligrosa para la mirada de los organizadores de la sociedad. Ahí hay un potencial de rebelión política, filosófica y artística muy potente.
La novela es, en último término, una novela sobre la violencia. Una violencia geológica (los terremotos, he pensado en Yuri Herrera) y la violencia de las bandas y los narcos, que, llegados a la montaña, queda atrás. También la violencia que ejerció Ernesto, cuando abandonó a su hija o cuando expulsó a la gente de sus casas. Toda esa violencia, ¿se hereda?
Yo siempre creo que hay esperanza. Pese al dolor tengo una mirada positiva, aunque no naíf. Sé que existe el dolor y sé que la violencia se hereda. Pero todos tenemos que hacernos cargo y ver qué hacemos con ella. Hay una violencia histórica y nosotros mamamos las heridas de nuestras madres y de nuestros padres, nos educan a través de ellas. Ellos pueden intentar no pasarnos su rabia, sus frustraciones y sus daños, y pueden trabajar muchísimo para no hacerlo, pero igual esa historia termina permeando en nosotros. Pero nosotros, como sujetos, no somos esclavos de la herencia, sino que tenemos que hacer algo con ese material. Podemos tomar varias decisiones: seguir frustrados, enfadados y paralizados por el miedo o podemos hacer como los personajes de la novela, que, mal que bien, de manera más o menos loca, con o sin sentido, al menos, como mínimo, están intentando imaginar un futuro distinto. Estos futuros no necesariamente tienen que ver con lo comunitario. Hay personajes que sí que piensan en lo comunitario, y son los que más me gustan, y otros son superindividualistas. Pero cada quién está tratando de imaginar el mundo como puede, dentro de sus limitaciones mentales y físicas. Venimos con una carga y tratamos de hacer algo con ella. A veces podemos hacer algo mejor y otras, no.
Noa y Nicole son muy jóvenes, casi adolescentes, como lo eran las protagonistas de Mandíbula. ¿Crees que la adolescencia es la etapa más interesante para la literatura? Quizá porque está llena de desequilibrios, porque todo se siente más intensamente. Y, si lo crees, ¿cómo haces para no perder esa mirada, para poder conectar con esa forma de sentir más apasionada?
No me ha costado no perder esa parte. Soy una persona muy entusiasta y trabajo en torno a la fascinación. Me encanta asombrarme, me fascina todo lo que veo o lo que leo, estar en el mundo me parece un privilegio, pese al dolor y a la violencia. Eso permea en mi escritura de forma orgánica, no es algo buscado. A veces me emociono demasiado, a veces toca controlar un poco la emoción. Más bien me cuesta sosegarme y tengo que decirme: «Ya, Mónica, tranquila, te me calmas un poco». Estos personajes están tratando de hacer un futuro; algo que para mí era muy importante porque la novela se sitúa en Ecuador, en medio de los volcanes, en una zona andina. Y Ecuador está ahora sumergido en una violencia inédita en su historia. Siempre ha habido violencia en Ecuador, pero nunca a este nivel. Es algo en lo que pienso constantemente a través de amigos que viven allí. Ellos tienen mi edad, treinta y cinco o menos, son jóvenes todavía y, sin embargo, ya ven sus futuros absolutamente truncados y ninguna posibilidad que no sea esa muerte y esa violencia. Sin embargo, intentan hacer la vida; pese a todo, intentan hacer la fiesta. Y la fiesta, en esos contextos, no se convierte en una huida, como podemos pensarla en otros territorios; no: es hacer la vida en medio del miedo. Y es una movilización del cuerpo que no sirve para nada concreto. Porque la vida no es útil. La vida está para estar, para existir, para desplegarse… La fiesta en contextos tan violentos es una forma de resistencia. Por eso en la novela el contexto es tan importante, porque hace que esa fiesta no sea solamente una huida. La fiesta tiene también esa vertiente, pero es, sobre todo, volver a poner el cuerpo en un lugar sensitivo, sensorial y receptivo cuando todo el tiempo estabas cerrando el cuerpo, a la defensiva.
En cuanto a tu estilo, es un estilo desbordante, sin contención. Además, todas las voces están un poco intoxicadas y alucinadas. ¿Te ha sido difícil construirlas, imagino que desde la soledad (y la sobriedad) de tu escritorio?
Escribo literalmente sola, sin nadie a mi alrededor, pero no realmente sola, porque escribo con un montón de voces en mi cabeza que no son las mías. Son mías y no mías: mi lenguaje, como el de todos, se construye por una genealogía de voces, no solo literarias, sino de amigos, de padres y de toda la gente que me ha marcado. Así que escribo sola, pero invocando un montón de voces afectivas de mi historia personal. Para mí escribir siempre es dejarse poseer por la fascinación y en este caso estaba rodeada de lecturas que tenían que ver con la música, de las más académicas a las más punkis, leyendo sobre música andina, investigando sobre mitos, tenía historia de la música, ensayos sobre el baile, música y física cuántica… Estaba con el cuerpo abierto a leer todo lo que pudiera generar conexiones potentes para escribir esto.
Pero las palabras muchas veces resultan insuficientes. De hecho, quizá esta sea una novela sobre esas cosas que desbordan las palabras.
Lo que hace que la literatura genere algo en el cuerpo y sea conmovedora o estremecedora es que nunca basta o sacia. Por eso, los que estamos en el mundo de la literatura tenemos un deseo constante. Somos personas con una sed que no se sacia. Y no se sacia porque nunca es suficiente, y nunca es suficiente porque los libros no terminan haciendo lo que quisiéramos que hicieran, pero hacen otras cosas. Elias Canetti en El libro contra la muerte dice: «Las palabras no son suficiente para resucitar a un muerto». Los que escribimos quisiéramos que la combinación correcta de nuestras palabras, su ritmo, fuera suficientemente potente para transformar algún detalle de la realidad. No tanto como resucitar un muerto… o sí, cuando reproduces las voces de los que ya no están y lo vives como un momento de resurrección, al menos para ti. El momento de leer y de escribir es siempre un momento en que quisiéramos que fuera posible lo imposible. Pero, por otra parte, Silvia Rivera Cusicanqui dice: «Nada sería posible si no deseáramos lo imposible». Eso hace que la literatura se vuelva algo tierno y delicado, incluso la que trata temas escabrosos, difíciles y violentos; sigue apuntando a la ternura o a la fragilidad, no por la atmósfera que genera, sino porque está intentando hacer algo con las palabras. Ese deseo de alcanzar lo imposible hace que haya un impulso de ternura.
Los chamanismos son recurrentes en tu literatura. Además de como motivo literario, ¿cómo los ves tú personalmente? Se me ocurren tres opciones: fuerza sobrenatural, forma de autoconocimiento o vehículo para cuestionar la norma o resistir. ¿Estás más cerca de Noa o de Nicole, más escéptica?
Mi lugar es muy distinto del de las protagonistas. Para empezar, los chamanismos, que son muy diversos, son una forma de lectura de la realidad que no tiene que ver ni con la fantasía ni con la magia y en algunas culturas, los chamanes todavía ocupan un lugar social muy importante. Es una forma de leer la realidad que, para mí, no se mueve en la dicotomía de falso/verdadero, sino que se mueve por otro territorio: el de la razón poética. Un poema no es falso y tampoco es verdadero, simplemente es. Un poema no te miente, pero tampoco te dice la verdad.
Yo no pertenezco a una cultura con una experiencia de chamanismo directo; crecí en una ciudad, en Guayaquil, entonces no he vivido eso allí, pero lo miro con mucho respeto. Hay que cuidar la mirada que desde Occidente o desde la ciudad se proyecta sobre el pensamiento de determinadas comunidades. No me encuentro en ese lugar escéptico y desdeñoso de Nicole, pero tampoco me encuentro en ese lugar de mestizaje new age alucinado de Noa. Porque Noa y muchos de los personajes están creando, inventando, otra cosa, donde todo se mezcla. Necesitan encontrar asideros y ya no pueden encontrarlos en los discursos que no han hecho nada por ellos.
¿Crees que hay una posible reconciliación entre la cultura occidental moderna y los saberes ancestrales? Ahora muchos universitarios estudian en Europa el perspectivismo amerindio y leen, por ejemplo, a Viveiros de Castro.
Muchas veces el sujeto que tiene la voz cantante, que es el sujeto del Norte Global, bebe de discursos ancestrales que estaban antes en otras culturas que no tienen platea, tarima o espacio. De voces que, por más que lleven años hablando, no son escuchadas. Más del 68% de activistas defensores de la naturaleza asesinados durante los últimos años en todo el mundo fueron asesinados en Latinoamérica. Se está produciendo una guerra, la guerra de los territorios que tienen agua, que tienen oro, la selva… Y tenemos que saber que los cuerpos que están muriendo por hablar de este tipo de cosas son los que están en la selva y no salen en YouTube. Como son indígenas, runas o afroecuatorianos, a nadie le importa. Son cuerpos tras cuyos asesinatos no pasa nada.
Es importante saber a quién escuchamos y tenemos una responsabilidad con la mirada. Hay que saber que tenemos una mirada situada y entender desde dónde miramos para detectar también las falencias y los puntos ciegos. Hay que estar rasgando constantemente un discurso que quiere ser completamente liso, una pared. Debe salir una grieta, porque ese es el espacio crítico.
La literatura posmoderna de los noventa (y antes) hacía literarios los elementos de la cultura de masas. Ahora se trata de recuperar lo que quedaba atrás de lo que Pasolini llamó «la extinción de las luciérnagas»: ese momento en que los muchachos sustituyeron por Disney su tradición oral. ¿Crees que este movimiento de recuperación es siempre posmoderno?
Llevándolo a mi escritura o a las escrituras de literatura latinoamericana que se puedan emparentar con lo que estoy haciendo, lo que veo no es un volver atrás, porque estas cosas no están atrás. Llevo seis años en España y eso es poco para conocer un país en profundidad, así que no sé cómo están aquí. Pero en Ecuador, lo mismo vivimos en la modernidad de la globalización y lo mismo se sigue celebrando el Inti Raymi; lo mismo tenemos al médico normal en los hospitales pero también tenemos la zona del chamán o del yachak. En estos países convive lo ancestral con lo moderno, y lo ancestral no está atrás. Todavía está, y está muy vivo. Cuando escribo, lo hago mirando al presente. Por eso me parecía importante hacer un festival retrofuturista, que es hacia atrás y hacia adelante: genera una sinergia entre el pasado y el futuro, como si el presente fuera esa mixtura. Y de hecho lo es, si pensamos en el tiempo cíclico, esa otra temporalidad de los Andes que no es el tiempo del progreso de Occidente. Ellos entienden que el pasado es, en realidad, el presagio del futuro, así que para entender el presente y presagiar el mañana hay que volver al pasado, que no se ha dejado atrás, sino que se sigue viviendo permanentemente. Es una forma diferente de mirar la realidad. Aquí quizá sea volver a cosas de los abuelos, una añoranza por una vida en la que hay respuestas que no encuentras en la modernidad. Pero ese no es el caso de mi escritura.
Hablando de escrituras emparentadas con la tuya, se ha insistido mucho en la etiqueta «gótico andino». ¿Estás cómoda con ella?
No la rechazo, pero tampoco me comprometo ni me caso con ninguna categoría. Cuando escribí Las voladoras, sí que me propuse explorar un gótico andino: escribir cuentos muy contemporáneos sobre cosas que les suceden a mujeres hoy, pero ubicados en los Andes con una imaginería específica, con una forma distinta de entender el miedo histórico y geográfico… Quería explorar la geografía del miedo, que es muy diferente en cada sitio. Pero yo nunca he dicho que escriba «gótico andino», ni siquiera sé qué voy a escribir mañana. Siempre se me ha llevado al territorio del terror y entiendo por qué: cuando escribo exploro mucho la violencia, tabús, zonas muy oscuras… Mandíbula trabaja directamente con la literatura de terror, porque a los personajes les gusta y hay cierta realimentación; pero mis otras novelas no son de terror, son perturbadoras, son inquietantes, trabajan con la violencia y el daño… Y Chamanes puede tener cosas oníricas, delirantes o lisérgicas, pero no creo que sea una novela de terror. No me incomoda la etiqueta, me parece algo interesante, pero yo en ningún momento me voy a casar con ninguna categoría o ningún género.
La geología tiene una importancia enorme: los volcanes, la montaña. ¿Es esa una grandeza que no puede encontrarse en Europa? Me recuerda a los ensayos de Zurita donde dice que en los Andes todavía no hay paisaje. No es una metáfora. Es una fuerza más.
Los volcanes para mí son una imagen recurrente y encarnada en la que llevo pensando bastante tiempo. Ya he hecho un fanzine sobre volcanes que regalé en Madrid y me he dado cuenta de que va a ser un libro. El volcán funciona sin que yo tenga que decir nada. Si tú pones un volcán en este contexto, en la situación que está en la novela, por supuesto que está ahí el contraste entre cómo el volcán da la vida y da la muerte, por supuesto que está presente el hecho de que el volcán es una manifestación de lo subterráneo, por supuesto que está el tema de que el paisaje, cuando lo habitas, no cuando lo miras a una distancia, no es paisaje, es territorio. Pero no es necesario decirlo.
Es muy importante no decir determinadas cosas, sino simplemente colocarlas y permitir que sea la lectura la que genere ciertas conexiones. Hay algo en el volcán que tiene que ver con el estallido, con lo incontenible o con la revuelta del cuerpo. Y eso te lleva a lo que pasa cuando algo se reprime: sale con mucha potencia. En un texto suyo, el filósofo John Holloway habla del poder y del antipoder a través del volcán. Todo esto habita en mi mente mientras escribo, pero en el texto no es necesario hacerlo explícito. El volcán es una voz, la voz de la tierra, que no habla ninguna lengua pero que sí que tiene lenguaje.
¿Cómo te ayudó el máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra? ¿Qué ha aportado a tu literatura y, ahora que das clase allí, qué intentas transmitir a tus alumnos?
Fue fundamental porque pude dejar de trabajar. Me vine como estudiante y pude dedicarme a escribir. Creo que la gente que asiste a estos másters, además de aprender y de compartir la escritura con un montón de gente que también quiere escribir, busca que el máster rompa la cotidianidad. Generar un espacio de pensamiento sobre algo que te gusta mucho. Me aportó la posibilidad de escribir sin tener que ser esclava del trabajo, porque además conseguí una beca que funcionó muy bien. Y ahora que soy profesora, para mí es maravilloso porque, sobre todo, yo tallereo. Leo treinta o cuarenta textos que luego comentamos todos juntos y se crea un espacio de retroalimentación donde todos aprendemos y aportamos. Se genera un espacio de lectura riquísimo, porque además se hace desde la mirada de otros que escriben, hay una cosa clínica interesante. Son espacios de ruptura de la cotidianidad: se rompe y haces algo tan extraño como hablar sobre escritura.