Entrevistas

Pablo Maurette: «Todo nos tira a creer que las cosas se conectan, que nos dan mensajes, que tienen una razón de ser»

Pablo Maurette, autor de «La Niña de Oro». / Reportaje fotográfico: Ángel L. Fernández

Quienes ya hemos tenido el placer de leer La Niña de Oro (Anagrama, 2024) nos hemos encontrado con la que parece llamada a convertirse en una de las primeras sensaciones literarias en el arranque de año. Esta inesperada novela, un policiaco tan consciente de los mecanismos del género como transgresor, brilla tanto por su escritura limpia, contundente, como por el dibujo de unos personajes memorables y de ciertas «figuras tragicómicas, grotescas, marginales y, a la vez, en cierto modo entrañables», como se las describe en la propia obra.

Pablo Maurette (Buenos Aires, 1979), profesor de literatura inglesa y comparada en la Florida State University, gracias a la cual reparte ese tiempo de docencia en la ciudad italiana de Florencia, es un experto humanista atraído, como casi todos nosotros, por lo que hay de torcido —y retorcido— en nuestra naturaleza. Reputado ensayista de vocación narradora, en su segunda novela, primera publicada en España, dinamita la lógica deductiva de los clásicos detectivescos y su idea, algo obsoleta, del crimen razonado.

«Una persona mata a otra porque puede», leemos en La Niña de Oro, cuya trama mezcla lo rocambolesco de las supersticiones con un misterio mucho más real: el prosaico día a día de una investigación y la sombra de la corrupción, fenómeno no esotérico pero invisible. En el universo brillantemente concebido por Maurette, las oscuridades del alma se acaban aceptando, pero lo azaroso del horror no tanto. Como su protagonista, lectora de P. D. James y de James M. Cain, querríamos hallar explicación a la injusticia. Aunque no suele servir de nada.

Para tu primera novela te inspiraste en tu labor investigadora, pero habías escrito ficción desde siempre. ¿Cómo surge la idea de un policiaco como La Niña de Oro?

En realidad, desde que aprendí a leer y escribir, escribí cuentos, escribí ficción, pero empecé publicando ensayo porque venía de lo académico. Fue una manera de ir entrando de a poco en el mundo de la escritura más creativa. A la vez, mi investigación informa lo que escribo, y hará unos doce años, cuando estudiaba para el doctorado, di con esta teoría obsoleta, una especie de prototeoría de la evolución de un naturalista sueco, Linneo, y me encantó. No voy a contar mucho de ella porque aparece en la novela, pero por entonces me dije: «Alguna vez me gustaría hacer algo con eso». Y a la vez se me fueron ocurriendo distintas ideas que pensaba que podrían ser un policial. El tema es que yo nunca fui gran lector de ese tipo de novelas, salvo cuando era muy chico, que tuve una época de fanatismo con Sherlock Holmes. Es un género importante del siglo XX, quizás el más importante, con sus convenciones, con su historia, con lectores muy fieles, muy exigentes. Me parecía que tenía que conocerlo un poco más para escribir una novela; eso también es deformación profesional del investigador [ríe]. En pandemia tuve tiempo libre, empecé a leer policial, me puse a tratar de escribir esta novela y salió muy rápido. Me encantó el proceso de armar la trama, esa cosa medio de relojería que tiene. Si bien es un policial sudamericano, latinoamericano o como quieras llamarlo. Uno está acostumbrado al género en autores anglosajones, y es muy distinto el sistema legal, la idiosincrasia, todo. Eso fue un desafío, hacer algo más autóctono de la Argentina.

¿Y por dónde empieza uno a ponerse al día en la lectura de todo un género? ¿Primaste entonces los autores latinoamericanos, Borges y compañía?

Claro, Borges era un gran admirador del género, él también lo practicó de distintas maneras, en estos escritos en colaboración con Bioy Casares, pero también en sus propios cuentos policiales metafísicos. Yo lo que hice fue hablar con gente amiga; mi madre, por ejemplo, que es gran lectora de policial. Agarré a cinco personas que conocen bien el género y les pregunté cuáles eran sus diez policiales preferidos. Les pedí que me mandaran sus listas, su top ten, e increíblemente ninguno se repitió. Así que armé una lista de cincuenta libros que después se fue agrandando, porque cuando leía uno que me gustaba mucho, luego quería leer más de ese autor. Terminé leyendo, no sé, como cien policiales.

Entiendo que tanto clásicos como contemporáneos.

De todo. Desde los comienzos del género, en el siglo XIX, donde hay poquito, pero hay algo. Hay un policial de Chéjov excelente, Un drama de caza. Leí libros buenísimos, y la pasé muy bien, para entrar un poco en clima. Como te digo, es un género con sus caprichos, sus vueltas y sus trampas también. A veces el policial peca de perderse demasiado en la trama, de armar una trama demasiado perfecta, en detrimento de la creación de los personajes. Es muy difícil encontrar un equilibrio, y ese fue otro de los retos de La Niña de Oro.

«Parece la trama de uno de esos policiales eruditos que escriben como divertissement algunos académicos con ambiciones literarias», leemos en la novela. Más allá de esa autoburla, ¿por qué el argumento deriva hacia zonas tan sensacionalistas mientras que los referentes son de prestigio?

En parte quería algo hiperrealista, mostrar la labor de una persona que trabaja en la fiscalía, que es la protagonista. Me informé sobre eso también, hablé mucho con una fiscal que me pasó legajos, casos… el día a día, porque no conocía nada de cómo funciona. Uno tiene en la cabeza el policial anglosajón y el detective que va e investiga el caso, pero en Argentina es el fiscal quien investiga, quien da órdenes a la policía, quien va a la escena del crimen. La idea era balancear ese trabajo cotidiano con algo que es totalmente excepcional, que es el homicidio y que son algunos personajes de esta novela. Es decir, mezclar lo muy raro y lo cotidiano del crimen, de los tribunales, de la investigación. Pero me parecía que tenía que tener personajes estrambóticos. También porque uno escribe lo que le gusta leer, y a mí me gusta que haya personajes extraños en los libros.

En alguna entrevista anterior, has dicho que te preocupa la claridad en la escritura, frente a lo artificioso. ¿Ese era el esfuerzo que te guiaba también aquí?

Sí, me parece que el mayor desafío en la escritura es la claridad. No solo encontrar la palabra correcta en cada caso, la que mejor describe una situación, un personaje, una acción, sino evitar los juegos de opacidad con el lector. Me gusta una escritura de la superficie, que el lector encuentre los lugares donde zambullirse y dar con ideas, pero que estén las cosas claras. Eso también es un gran desafío dentro del género, porque hay mucho policial deshonesto: al fin del segundo capítulo creemos que el asesino es fulanito y después resulta que no, y después creemos que es menganito y resulta que no, y así se suceden esas falsas pistas una después de la otra. No quería jugar a ese juego, y por ahí también viene la idea de la claridad, que el lector tenga acceso a la misma información que la voz narradora.

Incluso a veces el lector de tu novela sabe más que los personajes, porque anticipas cosas que estos descubrirán más adelante.

Hay un ejemplo muy bueno, un policial fílmico, no literario, que es Chinatown, una película perfecta. Algo increíble de Chinatown es que uno, como espectador, está todo el tiempo con el protagonista, con Jack Nicholson. No hay ninguna escena en la que él no esté, es decir: uno ve lo que él ve. Y, sin embargo, hay un momento en el cual el espectador sabe algo que él no sabe. Polanski logra que estemos ahí, pero sin engañar, que en un momento sepamos algo que él no sabe sin tener que hacer trampa.

El uso de coloquialismos y refranes en los diálogos lo acerca a un costumbrismo que evidencia lo absurdo, y la socarronería de los personajes, esa falta de glamour, no genera distancia paródica sino inmersión.

Quería lograr diálogos naturales y que hubiese vivacidad entre los personajes en la conversación. Me divirtió mucho trabajar esa parte de las frases hechas, de las maneras de decir. Es muy argentina la novela, en ese sentido.

La verdadera alma de La Niña de Oro está en sus personajes: la propia Silvia, pero también Carrucci, que es enorme, e incluso secundarios como Esmeralda. ¿En la idea inicial todos tenían ese peso?

No, fueron naciendo a medida que escribía. En general, tiendo a planear la escritura de cada día, pero después, en el propio acto creativo, aparecen cosas que no estaban. El plan original era Silvia Rey, ella era la protagonista desde el principio. En un punto del proceso iba a ser fiscal, y después me pareció mejor que fuese secretaria de la fiscalía, segunda de a bordo. Una persona con poder para llevar adelante la investigación, pero también con esta incomodidad de tener a alguien por encima. Hay un tema ahí que queda soslayado, el de si ella quiere ser fiscal o no, su propia ambición profesional. Los secundarios fueron adquiriendo importancia u ocupando su lugar de a poco, pero lo que sí había previamente era esa voluntad de darle peso a los personajes, que fuese importante su rol, haciendo y diciendo cosas que quizás no tienen nada que ver en específico con la trama o no iluminan partes de ella. Eso es algo que también a veces me irrita o me aburre, mejor dicho, de algunos policiales: que todo tiene que llevar a la trama, todo tiene que ser para esclarecer algo. Yo quería que hubiese conversaciones que fuesen simplemente para darles lugar a los personajes, para desarrollarse.

Lo bonito es que esos gestos más o menos banales dentro de la narración pueden darle otros sentidos. Yo asocié el vicio fumador de Carrucci con la idea de corrupción; no por su personalidad, sino como algo que al final a todos nos cuesta dejar.

Bueno, eso por ejemplo me lo estás diciendo y no lo había pensado. Pero pasa a veces, es lo lindo de hablar con alguien que leyó lo que uno escribió.

Respecto a Silvia Rey, no sé si te has planteado seguir escribiendo otras historias o casos que la tengan como protagonista.

Sí, me lo planteé y me gustaría, porque quedé muy encariñado con el personaje. Seguro que Silvia Rey podría tener otras aventuras.

Tienes hasta tres ensayos anteriores sobre la anatomía o lo físico del ser humano, y en esta novela los cuerpos, las anomalías o las monstruosidades tienen gran presencia. ¿Era una forma de conectar la disidencia física de esos freaks y la disidencia intelectual de la protagonista, el alejamiento de la sociedad en todos ellos?

Es verdad, los personajes son todos un poco marginales. Incluso Sylvia Rey, que es una chica de buena familia, con un buen trabajo. Pero está sola, se divorció, no tuvo hijos… algo que no es un conflicto en la novela, pero aparece por ahí en algún momento. Ella se siente un poco ensimismada, sola. Pero el tema de los personajes más inusuales viene de un interés personal y también de la idea de que la anomalía genera curiosidad. Hoy en día hay un cierto tabú, está mal visto interesarse por la deformidad, por cuerpos extremadamente anómalos. Si uno se cruza por la calle con un albino o con un enano, está muy mal visto mirar. Y es feo, obviamente, para la persona a la que se mira, pero a la vez hay un impulso, una curiosidad natural muy fuerte que nos tira a mirar. Si uno ve la televisión, está llena de reality shows sobre anomalías de todo tipo: gente muy gorda, gente muy sucia, gente muy lo que sea. Esa cosa de feria, de carnaval medieval, de freak show, sigue ahí. Lo que pasa es que ahora tenemos que lavarle la cara, decir que estamos mostrando el rostro humano de esta gente… Pero en el fondo es esa misma curiosidad morbosa. Y sí, está relacionado con temas de mi investigación, porque la ficción y la no ficción que escribo se mezclan mucho. Mi no ficción es muy narrativa también.

Respecto al componente mágico de la historia, supongo que era una forma de introducir la idea de la superstición frente a la lógica detectivesca, esa causalidad religiosa que se menciona en la novela.

En un momento de la novela Silvia Rey tiene esta reflexión en la que dice que lo realmente artificial o antinatural en el ser humano es el pensamiento lógico, científico. Todo nos tira a pensar el mundo de manera mágica, a creer que las cosas se conectan, que todo tiene una razón de ser, que hay un destino, que las cosas nos hablan y nos dan mensajes, etcétera. Pero se puede dar un paso atrás y decir «bueno, no». Todo no es un signo que me dice que me voy a morir o que tengo que seguir en esta ruta. El pensamiento científico, básicamente, refuta creencias erróneas. Es la verdadera resistencia de la razón contra este impulso, esta intuición mágica. En la novela también tiene un rol importante el azar y su conexión con la voluntad.

El cambio de milenio también desató la superstición (el famoso «efecto 2000») y esa sensación de fin del mundo que hoy día resulta incluso más apremiante. ¿Es por eso que quisiste ambientarla en aquel momento histórico?

Bueno, en parte tiene que ver con que la primera intuición de donde surge la novela es más o menos de esa época, 1998 o 1999, por eso fui naturalmente a ese momento. Y el otro motivo, que es mucho más utilitario pero imprescindible para mí, es que yo quería que fuese un mundo sin smartphones, ¡por dios! Primero, porque complica todo, y quería evitar esos problemas que en un policial son tremendos: hay cámaras en todos lados, todo el mundo tiene celulares, los ping de las torres… No quería lidiar con nada de eso. Entonces opté por un mundo pre-2004, pre-redes sociales y todo eso.

Además, parte de esa rutina que refleja la novela y que comentabas consiste en buscarse, y el hecho de no localizarse tan fácilmente hace que la trama avance en un sentido u otro.

Tal cual. No, hubiese sido una pesadilla. También hay una necesidad personal de huir de ello, de estar en un mundo de fantasía donde todavía no había esta porquería que nos domina la vida. Y cambia todo. Incluso ahora hay muchas películas en Netflix que incluyen los mensajitos del smartphone… y novelas también. Estamos demasiado ahí. A veces está bueno salir un poco.

Y hablando de cine, y de series sobre todo, te quería preguntar por el éxito reciente de los true crimes, que introducen una idea del crimen más azarosa y absurda. ¿Qué opinión te merece este subgénero y por qué crees que logra tantos adeptos?

Me gusta el true crime y consumí mucho, de distintos tipos: libros, series, documentales. Es más, uno de los primeros libros que leí de no ficción fue aquel sobre el caso Manson, que es un true crime muy raro, muy excepcional. Creo que siempre interesó el tema del homicidio. Ya en el Renacimiento circulaban panfletos con historias de crímenes contadas de manera supertruculenta. La gente los compraba y los leía encantada. En el siglo XIX en Italia estaban los cantastorie (acá en España se llamaban «coplas de ciego»), tipos que iban a las plazas con unos afiches con ilustraciones y contaban crímenes del estilo «el tipo que mató a la mujer y a la hija». Mostraban los dibujitos e iban contando la historia, y la gente se congregaba a escuchar eso, era el true crime de entonces. O sea que es algo que hace cientos de años que tiene una gran presencia en el imaginario popular, al menos occidental. La pregunta es por qué nos encanta. Me parece que se debe, por un lado, a lo que decíamos antes de mezclar lo excepcional y lo cotidiano. Un tipo que puede ser tu vecino y de pronto hace una cosa totalmente estrafalaria, que es matar a toda su familia. Esa combinación del horror y lo cotidiano da morbo, lo que, volviendo al tema de antes, está mal visto. Consumimos true crime, consumimos reality shows sobre hiperobesos, pero con culpa; no nos debería gustar. Pero nos gusta, y son muy exitosos esos programas. Por otro lado, ese tipo de crímenes desprolijos quizás son más realistas, y también hay un gusto cada vez más acentuado por el realismo. Es enorme la cantidad de películas que dicen estar basadas en hechos reales y con eso la gente ya dice «guau, OK, eso pasó». Te da más miedo, te hace sentir más pena. Pasa ahora con La sociedad de la nieve, conozco gente que me dijo: «La película me pareció una porquería, pero la historia es tan impresionante…». El hecho de que haya pasado de verdad genera una fascinación gigantesca.

Volviendo a la novela, la anunciabas como «muy porteña». ¿Había una voluntad de ser muy específico en los ambientes de Buenos Aires, describiendo su geografía y también rincones que parecen casi privados?

Sí, más que una decisión, te diría que me es casi imposible situar lo que escribo en otro lugar. Si bien hace veinte años que no vivo en Buenos Aires, mi mundo de ficción siempre está ahí. Y sí, me parece importante que sea la esquina esta, la calle esta, el bar este. La Niña de Oro, de hecho, existió hasta hace poco, cerró en pandemia. Era un bar horrible, pero de toda la vida, y ahora hay una especie de panadería espantosa.

También se retrata la hipocresía del «animal autóctono de las pampas» que de algún modo es cómplice de la corrupción. ¿Era inevitable que apareciese esa realidad a la que todo el país parece abocada?

Bueno, no es que la corrupción sea un tema específicamente argentino. Incluso en estos policiales anglosajones de los cuales hablábamos, sobre todo en la tradición del policial negro, aparece mucho como tema la corrupción de las instituciones. Pero me parecía imposible no meterme con ese tema. Hubiera sido totalmente surrealista la novela si esa dimensión del sistema judicial no aparecía. Tampoco quería que dominase todo, no quería que fueran blanco y negro los personajes; es decir, ahí hay corrupción y a veces uno la comete, pero no es una persona particularmente corrupta y en general no, pero a veces sí… Quería que fuese un poco más gris ese ámbito, algo que permea todo pero que tampoco corrompe espiritualmente a todos los personajes. Un poco entran y salen y tienen que vivir en este mundo que está sucio.

«¡País de mierda!», exclama Doliner en la novela, un grito que muchos compartirían hoy sobre Argentina. El sector editorial de allá se ve amenazado por el gobierno de Milei, ¿compartes esa preocupación?

Por lo que veo, y ya te digo que estoy lejos y tampoco me meto mucho a leer noticias de Argentina porque me deprimo [ríe], me parece que lo que está haciendo Milei es proponer algo totalmente desquiciado, un proyecto de ley demencial que no hay manera de que pueda pasar en el Congreso, como para negociar una versión mucho más concreta. Creo que el tema del precio del libro, por ejemplo, no va a cambiar, que a él le interesan otras cuestiones de la ley y se tiró con esto como para empezar la negociación. Es algo que enfurece a muchísima gente con justa razón, pero —y espero no equivocarme— no creo que pase. Pero bueno, a ver. No tengo mucha esperanza en ningún sentido con Argentina.

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