Horas críticas

Letras, bicicletas e ironía que asoma

A mí José Antonio Montano me cae fenomenal, solo que me cae mejor según avanzo páginas del libro. Creo que es un éxito a nivel literario e, imagino, humano, pero no sé si él se molestará al leer esto, porque los escritores somos, en general, insufribles.

(Yo, mucho).

El libro al que me refiero se titula Oficio pasajero (Sr. Scott, 2023), y es un diario. O, más bien, unos diarios. Una década de diarios, para ser precisos. Ahí es nada, oigan. Fíjense si no hay tela para cortar.

A servidor los diarios… pues, oye, me cuestan una miaja. Salvo que sean semificciones (semificciones cañeras o semificciones gurtias, tipo Pessoa, que aparece mucho en esto de Montano). No entro, me abruma lo episódico deslabazao, me invade, a veces, un pelín de pudor ajeno, de qué pensaría este fulano cuando escribió estas cosas, nos tendría en mente a nosotros, a los lectores, creería que solo estaba orientado a su disfrute propio… qué, qué. Así que el género… ni fu, ni fa. He leído diarios, sí, a montones, porque debes hacerlo, pero siempre como segundo plato, como ese bizcocho que hiciste con harina de centeno, semillucas de chía y estevia en vez de azúcar, porque todo es mucho más sano, y más nutritivo, pero ramoneas lentísimo, porque tú querrías zamparte un tigretón.

Creo que se entiende el asunto. Aproximado.

Y hay, aquí, mucho de estevia, vale, pero también donuts a montones, porque la prosa de Montano (el mismo Montano) no es solo una, y podemos disfrutar con su cambio, con sus mudanzas. Quizá lo más destacado del libro (lo más gozoso) sea, de hecho, la evolución. Porque existe. Piensen que son diez añitos escribiendo (escribiendo de forma irregular, escribiendo a ratos, escribiendo anárquicamente…, pero escribiendo) estas entradillas (auto)reflexivas. Y eso, que puedes ver cómo muta el Montano escribidor (o, al menos, el Montano que nos quiere mostrar el Montano escribidor). Desde el letraherido postadolescente, que se pone de un intenso muy grande, hasta el irónico (casi cínico, a ratos) adulto que está abandonando de manera definitiva los años de juventud. José Antonio, como nos ocurre a todos, es mucho más serio de chaval, tiene mucha más conciencia de sí mismo, emborrona como si cada una de sus frases fuese directa a las carpetas de mozos y mozas (si es que se sigue escribiendo en las carpetas, o si hay carpetas). Vamos, que un poco «Loriga-Joven». Es pecao que se pasa con el tiempo, y aquí lo vemos bien clarito, porque se le atenúa el tiempo, y todo tiene más gosadera, y es más fresco, y dan más ganas de salir a tomar copas con ese Montano más maduro, más cañero, más afilado.

Oh, sí… dan unas ganas enormes de salir a tomar copas con ese Montano.

(Y lo que podrías aprender, porque Oficio pasajero supone, también, un manual práctico, tenue pero utilísimo, sobre el ejercicio que se afronta al escribir, sobre la labor del guionista, sobre trucos, búsqueda de voces y confort. Para tomar notas en tu libreta).

Aparte quedan las identificaciones. Una cosa que tienen los diarios es que, por su propia naturaleza caótica y abigarrada, por su mirar a lo cajón de sastre, siempre encuentras con qué zambullirte a fondo, siempre sales contentísimo porque en una página, en un párrafo, ves que el autor es como tú, tío, es que es como yo, hay que ver, las cosas, cómo son las cosas. En mi caso es con el asunto de la bici, que a José Antonio le chifla. Le chifla el aspecto competitivo, le chifla lo de salir a dar una vueltuca, lo de sentir el aire deslizándose por tu rostro, conocer los nombres tradicionales de cada árbol y cada bicho. Y le chifla, muy especialmente, la figura de Peio Ruiz Cabestany, que es un tío fenomenal, y alguien a quien seguir con papeles para que te firme. Manifestar tal fanatismo por Peio Ruiz Cabestany (aparece en estos diarios más veces que ninguna pareja, casi más que ningún coleguilla) es toda una demostración de intenciones, un acto casi más estético (incluso ético) que deportivo, porque supone elegir al que no gana (casi) nunca, al que tiene elegancia, y clase, y ese sonreír que consigue victorias de-no-palmarés. Es la afición por Cabestany el símbolo definitivo, el rasgo que siempre repites cuando hablas de un personaje, la cinta en la frente de Rambo, las camisas horteras de Chiquito. A partir de ahí… toda la reflexión.

Porque, ah, reflexiones hay aquí muchas. Mogollón. Sobre la vida, sobre el oficio de escribir, sobre cuando el oficio de escribir se convierte más en «oficio» que en «escribir», y gusta mucho menos que cuando era lo contrario. Sobre la amistad, sobre las mujeres, sobre ser un pelín neurótico, sobre el paso del tiempo, que es malvado, el tiempo, que nunca se detiene, el tiempo. Y sobre hacerse mayor sin dejar de ser joven. O, como intuyo piensa él, sobre dejar de ser mayor a medida que sigues siendo joven. «Perdí años intentando ser precoz», escribe Montano, y todos nos reconocemos, porque todos quisimos ser pioneros en alguna cosa. Y nada más fútil, oigan. Hay, también, apuntes de lecturas. Cosas sesudísimas, pero abordadas desde el punto más ligero. Nietzsche, que fascina cuando vas de malote y muestra costuras cuando te lo tomas a modo de chascarrillo cuñao (que es la forma más seria de entender a Nietzsche). Pessoa, omnipresente. O Eugenio Trías, que marcó a toda una generación de una forma que hoy es difícil de comprender.

¿Saben qué? Después de leer su Oficio pasajero (Oficio pasajero porque todo es transitorio, porque lo que importa es atender al instante, cuidarlo, fluir con él), a mí me han entrado unas ganas locas de salir a dar una vuelta con José Antonio Montano, los dos en bici, pedaleando despacito, mirando el horizonte.

En silencio, quizá, porque ya todo quedó dicho.

 


OFICIO PASAJERO (diarios 1989 – 1999)
José Antonio Montano
SR. SCOTT
(Madrid, 2023)
292 páginas
16,90 €

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*