Ficción

Vamos a pasárnoslo bien

Foto: David Campos

Lucía que es Lucy al final cambió y en vez de ponerse el vestido negro ajustado, todo él sin costuras y como de licra pero sin brillos, un modelo que mola mucho, la tía va y se planta el tejano con ese top de flores que tiene, que parece que lo hubiera heredado de su madre o de su tía soltera. No es sexual y ya dijimos que todas nos pondríamos cañón para esta noche. Tengo el poder de vestirme como me dé la gana. Lucy/Lucía también, claro está, porque es mi amiga del insti y con ella no necesito poner likes ni seguir sus mierdas. Me apoya con su corazón de verdad, el que late, y me dice las cosas a la cara del tipo como que en Ingeniería iba a ver muchos más tíos que tías y que, me gustase o no, la cosa era así, igual que la lluvia cae del cielo y no al revés, me espetó, o que Brad Pitt es un follable intergeneracional. Se ríe con esa boca carnosa que es la visualización en el mundo material, el tuyo y el mío, de una especie de alegría superior por la vida como concepto, sin ponerle adjetivos o pronombres o la partícula que sea (soy de ciencias). Un agradecimiento perpetuo a la vida por vivir. Yo siempre he creído que la gente feliz es un poco idiota, en el sentido etimológico del término (de ciencias, sí, pero…). Algo boba, que no se empana de la gravedad que supone vivir; lo normal es morirse y la naturaleza es una celebración del asesinato, he apostillado alguna que otra vez en reuniones universitarias desarrolladas, dilatadas y meadas en bares que te hacen descuento a partir del décimo quinto. Hasta el momento, nadie ha pillado que parafraseo a Herzog 1.

Sandra que es Sandy tiene un pelo rizado que mima hasta la indecencia con un método curly que sigue en Facebook —Solo lo utilizo para eso— y ahora voy a recogerla y lo expreso como una manera de hablar porque ninguna de las tres tenemos coche. Sacarse el carnet es muy caro. Llego a su bloque que es parecido al bloque de Lucy y casi idéntico al mío. Estudiar en un bloque tiene su mérito, aunque sea algo de letras, tipo Humanidades —Lucy está acabando Historia del Arte porque quiere ser tasadora de obras de arte—. Los que viven arriba son por naturaleza unos hijos de puta que arrastran muebles y caminan como dinosaurios o están poseídos por algo sobrenatural y maligno que les hace tener una fuerza sansónica o sansoniana o como se diga; un terremoto perpetuo de lámparas tintineando y rutas suicidas de pasos que empiezan y acaban en la nada. Yo tengo siempre entre dos y cuatro cajas de tapones de espuma; los retuerzo y los meto contra el túnel del oído que lleva al tímpano. Algo profiláctico. No puedo permitirme fallar por algo fuera de mí. ¡Fracaso implosivo o muerte! Sandy nunca llegó a sacar buenas notas y si superó el bachillerato fue gracias a un laborioso, como se dice, supercurrado sistema de irle chivando en los exámenes de matemáticas. Ella es así. Tampoco se dignó a empollarse la tabla de elementos. De las tres, Sandy es la más guapa y es la que viene más acorde con las instrucciones que dicté. Trabaja de administrativa en un centro sanitario. La tía se fija en los modelitos de determinadas doctoras con plaza funcionarial conseguida por sus méritos sobre otros (cuántos, mogollón de candidatos) pero que también tienen consulta privada. Sandy imita el estilo Prada de la estomatóloga, los bolsos Louis Vuitton de algunas neurólogas y los zapatos Chie Mihara a un nivel que cualquier estilista profesional lo fliparía. Se apaña sus cosas (customiza) sin que eso suponga que la mujer sea superficial porque ella tiene derecho a ser guapa de la misma manera que Brad Pitt y no le hace falta llevar ese sujetador fucsia debajo de la camisa negra transparente; se le juntan los pechos de tal manera que más de uno la ha posteado con ¡Viva Cuba! junto con fotos de pollas anónimas, desengarzadas del cuerpo que escribe (hay que investigar si hay pollas escritoras autónomas y cómo lo hacen; ¿pican el teclado?), penes perfectos productores de plácidos meandros de semen que avanzan inexorables y lo dejan todo perdido. También el sujetador de mi amiga. Sandy viste así porque le da la gana y porque se lo he pedido yo, hoy. Ejerce su libertad.

Las tres en la plaza Venus del barrio; en verdad no es una plaza sino un triángulo formado por la confluencia de dos calles que acaban en un mismo vértice. Pero bueno. A ver quién es el listo que quiere ir al ayuntamiento a pedir que cambien el nombre: Triángulo Venus. Es igual que ir a la policía. Una vez llamamos porque en el segundo primera una mujer chillaba a grito pelado y la vecina de al lado vio por el ventanuco del lavabo del respiradero un cuchillo o algo metálico y brillante. Tardaron dos horas en llegar. En verano se conoce que son menos por las vacaciones. El piso quedó vacío a los dos días. Ahora vive una familia paqui con un montón de hijos; todo mujeres hasta llegar al hombre que todavía es un niño.

Sandy le dice a Lucy lo guapa que está y viceversa. Vale. Siempre me ha parecido cursi que dos mujeres evalúen el físico y la pose general la una de la otra pero supongo que no tiene ninguna base de nada y que es porque, de pequeña, yo era muy gorda y me zampaba bolsas de madalenas de postre después de haberme cocinado una o dos pizzas (compraba la masa y las montaba a mi rollo). Creo que mi madre me causaba ansiedad pero no recuerdo cómo o un porqué claro y científico. Era verla y.

Les recuerdo las premisas de la noche y Lucy que si Soy una plasta, un tostonazo y más cosas que ni escucho. Sandra no dice nada y se hace un selfie. Cabrona, le espeto en plan cariñoso, Habíamos quedado en que nada de subir nada y ella responde que solo es una Puta foto, que me tranquilice.

Los tacones de Lucy retumban en cuenta atrás contra el suelo del mundo mientras caminamos calle abajo hacia la ronda. Nos ponemos en la especie de mezcla de cuneta más acera más área de seguridad viaria. Esperamos. Ni es calle ni es carretera; es una mierda, convenimos todas. Oímos eso que llaman el rugido del tráfico y no es como te imaginas o como hayas leído de alguien que seguro que nunca lo ha sufrido porque yo te digo que si vives cerca de eso no es un sonido grave ni constante; que de rugido tiene lo que Sandy que es Sandra de premio Nobel de lo que sea. Y Luego me adelgacé. Quiero decir más tarde, en la libertad de la adolescencia, aunque a veces he tenido un par o tres de recaídas chungas pero da igual porque puedo estar como me dé la gana. Incluso en mi peso, todos los gordos de espíritu, o sea, de verdad, conocemos el vacío del estómago lleno; la saciedad en la indigestión; es peor que beber y mucho peor que drogarse. No hay lagunas ni paréntesis ni guioncitos aparte. Es la violencia de la vida. Estar consciente. La gente piensa que violento es que te peguen o te hagan daño de mil maneras. Eso debe de ser horrible, no lo discuto. Yo me refiero a la violencia como concepto; es dulce, discreta, demoníaca. O algo parecido.

Así que ahí estamos, las tres emperifolladas todavía esperando a que pare un coche. Y lo hace. Es un modelo tan viejo que las ventanillas se bajan con manivela, las puertas son demasiado rectas comparadas con las de los automóviles de hoy en día y tienen refuerzos de goma a la altura de los agarradores para abrir. Lucy se acerca y saluda con un Qué hay, qué pasa y sus flores pectorales suben y bajan muy rápido. Entonces entro yo en escena. Yo soy yo; eso es así. Me presento. Qué pasa —repito—, me llamo Paula que es Paola y los tíos se parten y me responden que Perdona pero sin preguntarlo, en plan Perdona pero vas un poco colocada, puesta, cocida y todo con ese aire rijoso de ver a tres tías solas. Antes había esa cosa de creer que una mujer cuando toma la iniciativa de algo es porque se ha metido tres chupitos. Y se ha atrevido. Y es un poco guarra. Y, en consecuencia, una puta. Ahora la ley ampara mis rollos, mis promiscuidades y mis noches locas en general. Y eso que una vez mi madre me vio un chupetón en el cuello y me despreció. Como concepto. Le anuncio que si abre las puertas de atrás entramos las tres sin rechistar. El chico se queda sin réplica, en plan actor en blanco. El cielo gris sucio y húmedo de la ciudad succiona el oxígeno para sobrevivir solo él a costa del resto. Al piloto del coche le faltan las palabras como si ellas hubieran exudado de su cuerpo para meterse en la boca del copiloto —van dos—. Le habla en un idioma que no pillamos. Se nos quedan mirando con ese miedo NIE de que cualquier chorrada de la vida cotidiana, no la del concepto, se entiende, pueda ser motivo de delito y expulsión, una especie de partido de fútbol la hostia de inmenso; entre noventa minutos y noventa años, con reglas gilipollas para quien las sufre, del rollo Kings League pero mortal. Suben la ventanilla y se piran. Nos quedamos flipando y cuando lo hacemos utilizamos el registro habitual en el barrio a pesar de que las tres, cada una según sus intereses, tiene una vida más allá de esas calles con nombres de planetas del sistema solar. Joder. ¿Y si mi plan es una mierda y he liado a estas dos para nada, sabes?

Lucy se pone a fumar en un único movimiento de la mano derecha que empieza en el bolsito que lleva colgando y que acaba en su boca y puede que sea por esa oscilación constante y ondulante o por pura potra pero el caso es que nos paró otro coche apenas diez minutos más tarde —después, quiero decir— que el otro —del anterior, quiero decir—. Antes de que yo diga nada, Sandra se adelanta y me ruega: «Mira, déjame a mí. Lo puedo conseguir. No soy ninguna luser —que dice con ese sorda, como en castellano, y no sonora, como en inglés o catalán—». Se acerca y se tropieza aposta. Da un saltito y las tetas le bambolean y el coche que ha parado tiene elevadores eléctricos que son accionados al instante. Los rizos se estiran y se encogen a medida que Sandra Sandy llega al destino. El conductor es un chico rubio rapado a la moda con los tatuajes prescriptivos a la moda y look de albañil de regreso a casa. Quizás estudiante de ADE que en verdad hubiera querido haberse matriculado a interpretación; a la moda. También, producción televisiva.

Delante de la ventanilla, Sandy se agacha para que el hombre vuelva a apreciar el volumen, la flexibilidad y la rigidez —hubo un agente de seguridad privada que se contrató en el centro sanitario que siempre le decía «oye, chica, qué regias las tienes». A veces venían pacientes que no lo eran porque todavía les faltaba chuparse seis meses de lista de espera y esa circunstancia provocaba gritos, sillas volando, lloros y algún bofetón a la recepcionista que comprobaba que las visitas fueran visitas mediante punteo de varios Excel impresos— de esa parte de su cuerpo y no del resto. «Qué pasa. Nos han dejado tiradas, tío. Estas y yo…», dice y señala a Lucy y a mí. «… mi puto novio, que dice que solo me monta a mí —sonríe— en su coche». El chico parece desconcertado. Mueve la cabeza para superar a Sandy, que es alta y no gorda pero una mujer de esas que se definen como de curvas, le doy un codazo a Lucy, se le cae al suelo el cigarrillo, saluda con una sonrisita de nanosegundo —lo que toda la vida ha sido fugaz— y falsa y yo hago lo mismo. Sandy le explica que tiene un novio que es un gilipollas y que ellas lo único que quieren es llegar al Cocoa de Mataró. Que si se anima, le invitan a una copa o lo que sea, deja caer. Una recaída, me refiero a lo del peso, fue cuando en una clase de bachillerato, es increíble que no recuerde si era Física o Estadística, Mascaró, que así se llamaba el profesor, me decía a mí, yo ahí sola, enfrente de la pantalla táctil inteligente Google habiéndola cagado en la resolución de algún problema: «No, así no, mujer», y el tema de no llamarme por mi nombre o a lo mejor el tono, la manera en la que pronunciaba la palabra mujer, o la sintaxis gramatical de la frase, con mujer al final, dando a entender que allí, yo era algo ficticio o fatídico; un desorden natural. Me ponía nerviosa. Tenía aquella estrategia en la revisión de notas de subirse la silla de su despacho a tope para que el alumno estuviera abajo y, en consecuencia, debajo, se entiende. Lo de la bajeza lo extendía a la voz; casi ni se le entendía y tenías que acercarte al borde del escritorio y abalanzarte un poco para que tu oreja estuviera lo más cerca posible de su boca. Las tetas te quedaban, impepinablemente, justo encima de la mesa, en plan plato principal o algún tipo de ofrenda primitiva en pos del aprobado o de esa décima vital para la universidad. Está claro que aprobé de sobras y que pude haber intimidado al Mascaró vía otras vías. En redes, por ejemplo. Me pude haber descojonado de él pero no lo hice porque dispongo de las dos opciones; la que sí y la que no. Tenía esa piel tan seca, el hombre, con las yemas de los dedos escamadas. Sin identidad propia. Podría haber sido un ladrón. Un delincuente.

«Subid». El rubio desbloquea los seguros electrónicos y Sandra y Lucía suben a la parte de atrás. Yo tengo que dar la vuelta por delante y colocarme en el puesto del copiloto. El chico vuelve a preguntar Al Cocoa, ¿no? Y las tres le respondemos a la vez en un sí de trino religioso que no para hasta que le pregunto por cómo se llama y responde que Raúl y las tres repetimos su nombre esta vez como si fuéramos brujas de una obra de teatro de Shakespeare o más bien de Valle-Inclán (todas las universidades tienen aula de teatro). El rubio Raúl mete primera, luego incrusta la segunda y así todas las marchas que le permiten acelerar. Corremos. Mira por el retrovisor a mis amigas. Sandy le saluda moviendo los dedos sobre una calculadora invisible. Lucy está con su top tan horroroso floripondia perdida, acretonada hasta la médula, rechistando en voz baja. La ronda va vacía y Raúl el rubio nos dice que va a subir la música a piñón. «Habéis tenido suerte. Por aquí pasa mucho malaje», y Sandy, Lucy y yo, Paola, nos partimos con la expresión y le pedimos que nos aclare el significado y el hombre, porque no es un niño, no sé, de la edad que si va a la universidad seguro que ya está acabando, alucina con nuestra incultura y mientras lo hace una furgoneta le adelanta por la derecha y él se caga en todo, metafóricamente hablando, para que nos entendamos, y pega un bocinazo y entonces mete la cuarta y pisa el acelerador, se me queda mirando y, en consecuencia, deja de mirar a la carretera y me ordena que me ponga el cinturón de seguridad. Yo no lo llevaba y no por descuido. Llega hasta la furgoneta, circula detrás de ella metiéndole las largas, luego logra colocarse en el carril anexo pero no puede adelantarle y entonces me dice que baje mi ventanilla «el otro botón, joder» y lo hago y le insulta a grito pelado porque, si no, es imposible oír nada y le pone de excusa «¿quieres que nos matemos? ¿Quieres matar a estas pibas? So cabrón. Gilipollas de mierda». En el hipotético accidente fatal él no se incluyó en la lista de las víctimas. Con la movida de la furgoneta casi se pasa de salida y Sandy, que parece la típica tetuda tonta, a pesar de que no es rubia, es castaña, está al quite y le advierte Que te la saltas, pavo. Salimos de la ronda y Raúl baja sus marchas y entonces Lucy se estira el top en un intento sobreactuado de arrancárselo del cuerpo, algo imposible por sansónico o sansoniano, como se diga, y luego se deja llevar en un recital de aspavientos y el piercing de la ceja de Raúl se mueve hacia arriba y el chico, que ya es un hombre, les suelta que qué coño está pasando y yo, se me ocurre, porque yo tampoco sé qué está sucediendo, le sugiero que pare el coche ya. Y no hemos llegado a Mataró ciudad todavía. Pero estamos en un polígono. ¿Habrá que ir a un hospital? ¿Qué le habéis dado? Raúl parece buen tío. Sandy a nosotras: «Mejor. El polígono nos va de coña». Raúl el rubio para delante de un hangar que tiene toda la pinta de ser un almacén de chinos: lo utilizan para guardar productos o para meter a otros chinos a coser, ensamblar o fundir cosas a medio acabar.

Lucy deja de hacer el numerito, que vuelvo a decir, yo no sé de qué va, pero confío en ella y en su palabra para llegar a nuestro objetivo. Mira a su propia ropa doblando el cuello casi hasta conseguir un ángulo recto. Este top es una santa puta mierda, espeta. Teníais razón, dice, y añade Chicas: todas reímos por la palabra escogida. Luego Lucy se quita el top. No lleva sujetador. Y creo que tampoco ha acertado con los tejanos. Unos tejanos del Mango, que no son ni de marca ni nada. Me quedan como el culo, constata. Raúl no puede decir nada porque no entiende lo que está pasando. En la avenida del polígono donde estamos no hay farolas ni cruces; es una cosa larga y negra que no lleva a ningún lugar. No viene de nada.

Bueno, tías, qué… empieza a balbucear Raúl mientras Lucy se quita también los tejanos, que es verdad que no son muy bonitos, y luego, sin decir nada, se baja el tanga por las piernas, la goma libre de carne cae y Lucy, sin más, levanta los pies, las recoge y las lanza a la parte de delante. La pieza cae sobre el cambio de marchas. «Así estoy mejor», remata. Raúl el rubio se queda mirando el tanga. Balbucea algo que ninguna de las tres entendemos. Frena. Procedemos a explicarle el plan. Qué queremos. Lo que queremos.

Estamos aquí porque queremos ser violadas.

Estamos aquí porque queremos ser, antes del propio acto de la violación, maltratadas.

Estamos para que nos des una paliza.

Estamos para que nos tires del pelo. Nos arranques las bragas a todas; bueno dos bragas.

Estamos para que nos introduzcas objetos metálicos y punzantes por los genitales, que nos causen heridas y malformaciones de por vida.

Estamos porque también por el ano (ídem las heridas).

Estamos para que nos quemes la piel.

Estamos para tragarnos litros y litros de tu semen.

Estamos para que nos des puñetazos mientras nos follas.

Estamos para que nos mates. Mátanos, después.

Estamos porque cuanto más doloroso, mejor.

Estamos para que nos estampes en el cráneo la llave inglesa de la caja de herramientas del coche.

Estamos, también estamos, para que nos digas que estamos locas.

Estamos: «Estáis enfermas».

Estamos para correr mientras te corres. Hacer ver que huimos y lo superamos.

Estamos para que nos apuñales. ¿No llevas una navaja en la guantera?

Estamos para que nos insultes y nos escupas.

Estamos para que nos escupas y nos insultes.

No estamos para que te nos mees encima porque sabes que nos gustará.

No estamos para que te nos cagues encima porque sabes que nos va a encantar.

Estamos para comernos tu mierda, saborearla y quedarnos con boceras llenas de bacterias.

Basta. Raúl el rubio sale del coche. Luego dice que nos vayamos. Largaos de aquí. Estáis zumbadas, tías. Se queda mirando a las llaves del coche que ha dejado puestas; a la oscuridad del polígono y a la quietud pegajosa del cielo. Su pelo se ve plateado en vez de dorado y va a juego con los destellos de los tapacubos, el guardabarros tuneado y los plásticos vertidos a un riachuelo sin agua. El rubio igual a un fantasma obrero, en el silencio del turno finalizado, sin la cadena del ruido productor: fecundador de nuevos productos. A lo mejor haya trabajado en un lugar —centro de trabajo— así. O a lo mejor era el que venía a recoger a su padre, a su hermano, a un colega. Y lo devolvía a su casa o al bar para que se zambullera en un mar de birras, chapoteara en las cañas y buceara en el alcohol de treinta y tres centilitros cúbicos en treinta y tres centilitros cúbicos. Se hiciera el muerto, como en la playa. A ver. Es verdad que una vez encontraron en Les Comes 2 a una menor desnuda y medio muerta. La dejaron allí, el cuerpo como un desecho más en el vertedero moral de los centros de trabajo; así es como se dice para no decir fábrica ni oficina ni curro. La contaminación es algo más que una medida física. Es un concepto. Esa chica, sí. Por supuesto. Pobrecilla.

Raúl, Sandy se le acerca en balaceo, Raúl, no te preocupes, le dice. Parece una cosa muy rara y él que responde Pues sí. Es que no entiendes que te estamos pidiendo un favor. Te necesitamos. No queremos abusar de ti. Estamos dispuestas a pagar. Yo aclaro que en efectivo para que la transacción no deje rastro. Y le agarra las dos manos y se las coloca sobre las tetas. Luego las mueve en círculos mientras ella separa las piernas, como un militar cuando ordenan Descansen. Se le escapa el pipí en un flujo inconstante y raquítico que recuerda a una fuente en la placeta central de un laberinto con dos enamorados del siglo XVIII o por ahí haciendo el tonto con pañuelos y abanicos. Aquella, vale. Sí. Pobrecilla púber de polígono (es que era menor). Pero luego hay tantas otras que no. Como las que violan en las discotecas y no en todas porque las normales del estilo hangar-y-cuanta-más-gente-mejor tienen lavabos que parecen de colegios y hace tantos años que las puertas de cada cubículo con el inodoro no tienen pestillo que ahora a nadie se le ocurre follar allí. Ni meterse nada. Pero, en cambio, las discotecas más finas tienen áreas de reservados y muchas tías entran sabiendo a lo que van y, si tienen ganas de mear, el lavabo tiene tocador, toallas de toalla y pestillo. Y están en su derecho a ser violadas. Las chicas esas son lo que son y el reservado siempre tiene un precio elevado y pongamos que lo alquila gente tipo cantantes, constructores, jugadores de fútbol. A veces, además del tema de saber a lo que vas y de haber bebido alcohol o tomado lo que sea, también estás en el derecho a que te llamen, otra vez, Puta, si te quejas de la acción violadora y, porque lo haces, entonces eres puta stricto sensu del término: especulan sobre lo que cobrarás por ser follada. Y la ejecución de otras prácticas. A los abogados siempre les gustará el derecho romano por el aire aristocrático que creen tener cuando emplean términos en latín.

Raúl aparta sus manos de las tetas de Sandra y suelta: «Vale, tías. Muy bien. No quiero ninguna movida rara», y se va corriendo calle abajo hacia la nada (o quizás arriba. Quién sabría acertar). Entonces yo, que para eso soy yo, me meto en el asiento del piloto, arranco, se me cala, vuelvo a arrancar, meto primera y luego segunda… La noche se volvió insomne el día en el que el hombre (¿ser humano?) descubrió la electricidad. Raúl al trote en medio de una calle que no es calle porque no tiene aceras ni semáforos ni bancos, bien, ya se pilla, Raúl, despavorido, parece un modelo de colonia cara; nada que ver con el chaval medio colgado y sobradete que parecía antes. Creo que, en general, el miedo otorga a los músculos una tensión buena, por decirlo de alguna manera; la piel se ve tensa, los tríceps fuertes y las cartucheras de grasa diluidas en la amenaza externa extrema. ¿Todas las tías buenas lo son porque están acojonadas?

Lucía que es Lucy (ambas desnudas) se acerca sin correr y Sandy que es Sandra la acompaña y tampoco corre aunque da la sensación de que vaya adelantada a Lucy. Las curvas son parábolas y las parábolas son hipérboles y eso ocurre en las ciencias y en las letras. Al final, la gráfica habla por sí sola, y las dos van a su rollo hasta que callan porque acabo de atropellar a Raúl. A ver, a qué voy, a diez por hora o algo parecido. Y no tengo carné. Un patinete va más rápido. Raúl cae al suelo, primero, y luego es engullido por su propio auto. Freno y salgo. Raúl suelta que no lo toque, que puede tener la columna rota, y yo me parto de la risa y le respondo que de qué va; que eso solo ha sido un toquecito. El aullido del mundo es el aullido de Raúl, es el aullido de una época. El tiempo es una localización en el espacio. Es un concepto. Nada más. No solo en términos de Google Maps. «Raúl, oye, pareces buen tío. No queremos hacerte daño. Queremos lo contrario. ¿Tan difícil es de entender?». El chico que ya es un hombre replica Por qué. «¿Por qué?». Me siento a su lado mientras él se incorpora. La médula parece estar correcta. Luego suelta que él no ha hecho daño a nadie, que todas sus novias lo han dejado a él, y recalca Ellas a mí, ¿me entiendes? Entre todas, cifra concreta no explicitada por el rubio, resulta que existió Carla Cardoso (se ve que conoce a más de una Carla), una chica guapísima, dice, aunque luego se corrige porque creo que cree que alabar la belleza física es algo punible o, al menos, que le va a restar puntos para salirse de esta. Carla se parece a Penélope Cruz, con la típica pose de tía con curvas e impostura latina, con los labios carnosos y la mirada perdida en diagonal, o sea, siempre perdida en una esquina de algo, me aclara al pedirle concreción en la cosa de la belleza porque es bien sabido que hay gente que odia a las rubias y gente que a las morenas. No ocurre igual o parecido con otros géneros, y eso que también podrían; empezar a poner peros y exigencias, modelos de belleza para fluidos, bisexuales, gente trans…. «… Me llevó un día con sus padres. Su padre tiene una charcutería en el barrio. Trabaja hasta la noche y los sábados y yo qué sé qué montón de horas, me rajaba el pavo en la cena que me prepararon, del rollo bienvenida o no sé. La verdad que no sé. Tendría que haberle dicho que no. Pero… tan esbelta y con esos ojos marrones… que ahí estaba. No pasó nada. Yo fui comiendo el jamón del bueno que me dieron y el surtido de quesos y las mierdas que vendía el padre. La madre también trabajaba en la tienda y ella, Carla, había ido algunas tardes a ayudar: la semana de Navidad o la última de julio. Son fechas en las que el mundo se acaba y hay que acopiar a saco —me sorprende que diga el verbo. No digo que sea cazurro. Es que hay vocabulario que o te haces tuyo de niño o no hay manera. Por ejemplo, la palabra pecio; quién va a utilizarla en la profundidad de su contenido si no vive cerca del mar. Perdón. No quiero distraer— y entonces me preguntaron pues que a qué se dedicaba mi padre y su puta madre. Y yo no tengo tiendas y mi padre ha estado más tiempo en el paro y en bajas laborales que currando, les digo. Iba a ser mi cumpleaños en diez días o así, ¿vale? Y entonces en el postre, que era una mierda de flan que Carla había preparado, joder qué malo estaba, se le había quemado de arriba, una mierda, pues en el puto flan de mierda la madre de Carla va y saca un regalo y el regalo son unos tejanos Levi’s. Pero señora, qué coño: yo me compro mi ropa, le dije, no así, mejor dicho, ¿vale? Que qué rayos se había pensado. ¿Sabes? La puta idea que tenía de mí. Como si me estuviera muriendo de hambre o no sé. Y Carla, la tía puta, me suelta que la idea había sido de ella y que ya podía empezar a espabilar y comprarme ropa Decente. Por decente quería decir de marca. Me llevaron a ver la charcutería. Joder. Salí cagando leches de ese rollo. En la tienda, era, cómo decirte, una visión del futuro. Yo, descuartizado como doscientos gramos de jamón york o yo, paletillado y envasado al vacío, yo en adobo picante o en salsa al curry. Joder. Esta tía me va a descuartizar, pensé». Parece que ha acabado. No. Sigue. «Desprecio. Como si fuera menos. Sin motivo». «Como concepto, ¿verdad?». «Sí. Eso». Y se queda con la tranquilidad de la comprensión, ese momento sin espacio ni tiempo cuando te das a entender. Pidió un piti; yo no fumo. «Yo no trato mal a las pavas. Ellas a mí, sí».

Sandy que es Sandra y Lucía que es Lucy llegan y Sandra se hace una coleta sujetada por un juego con sus propios rizos mientras se sienta a mi lado. Raúl, erre que erre: Por qué. Vámonos de aquí, propone. Os dejo en el Cocoa de los cojones. Se mesa el pelo, las manos hacia adelante y hacia atrás del cráneo al uno, puliéndolo como la lamparilla del genio. Esperando a alguien mágico. Él, a diferencia de nosotras, no puede escoger no estar aquí. Él está está y es es; simple, sencillo y tridimensional. Dile, dile. Dile, dile. Ellas me meten prisa para que se lo diga. Yo propongo que Lucy le regale un piti liado pero Raúl disiente; que no hace falta. No se debe de fiar. Lucy sigue desnuda y lo único que lleva cubierto son los pies porque si no, es que hubiera tardado cien mil años, se explica. Raúl, empiezo por el nombre propio, como hacen los comerciales o los estudiantes de ADE que en verdad quisieran haberse matriculado a interpretación y escuchan a medias las sesiones de liderazgo y coaching de la titulación. Que te lo crees pero que no, en plan cuántico, que sí y que no y que, en la práctica, todo ese saber doble e inmediato solo sirve para chorradas como peleas en la cola de un puesto del mercado. Determinados conflictos vecinales.

A Rául le tenemos que pedir todo eso y más.

Raúl, te pedimos todo eso y más.

Raúl, te pedimos todo eso y más.

Raúl, te pedimos todo eso y más.

El nombre propio. Raúl no es María Antonia. En mi familia, hasta que no murió, no se la llamó por su nombre propio y siempre fue referida y referenciada por su posición jerárquica, en lo más bajo del escalafón familiar por dos motivos: no tener hijos y estar loca. Los dos temas separados, que no se entienda que las mujeres que no son madres desarrollan algún tipo de enfermedad mental o, al contrario, que no lo son por tener, antes, una disfunción psicológica. Quedó relegada al genérico tieta, en catalán, así, sin tener en cuenta el idioma en el que habláramos. Las rejas metálicas de los almacenes tiemblan y rechinan golpeando en el silencio de la noche de extrarradio. Raúl cree que debe de haber alguien en algún hangar pero está claro que no, Que no tío, que no hay nadie. Al estar loca de remate por ella misma, porque pudo escoger estarlo o no, de la misma manera que pudo tener y no tener hijos, se pasaba casi todo el día encerrada en la habitación, durmiendo, se ve que como consecuencia de la medicación. Porque ella quiso. De pequeña, le cuento a Raúl que solo mira a Lucía asustado por su desnudez, la despertábamos colándonos en su cama y le dábamos una bofetada, a ver, no muy fuerte, todos éramos niños y ella, en vez de enfadarse, allí, recostada en la oscuridad, reía. Y eso nos daba miedo. Su risa. Raúl se encoge de hombros y se acuerda de las llaves del Ibiza —no tenemos ni idea de automóviles porque ante la disyuntiva de saber o no hemos decidido, las tres, que no, que nos la suda el tema—. «¿Las tienes tú…?», me suelta a mí. Y yo se las muestro y las hago tintinear al son de la noche y luego se las lanzo a Lucía y ella se las tira a Sandy y Raúl no hace nada. Mi padre no tiene arrugas pero sí la cara moteada de grandes manchas oscuras, minúsculos agujeros negros morales; ebullen y supuran y la ciencia todavía está estudiando el porqué. Quizás una causa emocional. Mi madre contó un día algunos síntomas del enfermo. Yo me estaría echando dos azucarillos de más en el café si es que mi padre lo estaba haciendo público al final de alguna comida familiar o estaría poniéndome una bola extra de helado si estaba explicando el percal en el transcurso de un paseo veraniego por la playa y yo estaría… y así. Con el estómago lleno y preguntado mi padre por su humilde hija, o sea yo, Paula que soy Paola, por los síntomas primerizos de esquizofrenia de mi tieta, me soltó que fueron «cosas relacionadas con el sexo» y me resolvió que la despidieron de la fábrica Pegaso de Sant Andreu por liarse con varios hombres casados. Ahora es un parque público y de fábrica, solo conserva la entrada. Algún político decidió dejarla y ahí está, amenazadora, con el nombre esculpido y, debajo de las letras, unas cadenas colgantes igual que si fueran un atrezo para algo de la época de la Inquisición y que, en verdad, todo el mundo sabe que servían para determinar la altura de los camiones y las furgonetas o el vehículo que fuera que tuviera que entrar o salir de la Pegaso. Pero una cadena siempre ha sido una cadena.

Sandra se deshace la coleta. Estoy hasta el chichi. El viento pretende saltarse horas y arrastrar al sol a un nuevo día. Eso no va a pasar. Hay cosas que no pueden cambiar sin el paso del tiempo. Si el tiempo no corre, uno no se mueve. Sandra y su chichi. Sandy se levanta y busca algo que solo sabe ella y que tiene que estar por el suelo asfaltado pero que no es calzada ni es nada porque los polígonos son orgánicos; un todo viviente y grasiento; suciedad convertida en polvo. Más allá de un concepto. Sandy se agacha y casi no la vemos porque hay esa mezcla de polución y humedad tan obrera, tan de la infancia de las tres que somos seis. Tantas, que a alguna le va a tener que ir bien. Sandy lo encuentra y le pregunta a Sandra que si ya puede. Sí. Vale. Sandy se clava en un pecho un objeto metálico, la parte de un todo, con tan mala/buena suerte que una vez incrustado en la carne es incapaz de arrancárselo de nuevo. Era verla y. Quise explicar que era verla y salir corriendo. Mi madre. Tuvo siempre esa manía de que yo era muy mala hija y peor bebé. Se me tenía que castigar mediante un palo de una escoba contra mi cabeza o carrerillas por el pasillo: a un segundo de mi supuesta meta salvadora me alcanzaba por detrás agarrándome de los pelos. Y yo sucumbía por los pelos. Era una sensación rara: la conciencia de ser dos. Una doble y tú. Pero metidas en una, se entiende, yo nunca he estado pirada como la tieta o el primo. Rabia de madre. Después de mi nacimiento, no volvió a trabajar. No tiene jubilación. Fijo que estuvo en sus manos hacer una cosa y no la otra. He pensado, rubio Raúl, ¿yo te he explicado qué quiero hacer? Lucía ríe y Paola que también Paula, o sea yo, resumo. Respiro hondo para coger carrerilla y el aire parece no abrirse paso por la nariz, la tráquea, todos esos alveolos de los pulmones.

Vamos a hacer una cosa. Vamos a explicarte el daño que nos vamos a hacer, empezando por arrancar la mierda de alambre o lo que sea que se ha clavado mi amiga, ¿vale? Con ese alambre vamos a destrozarnos los ovarios porque los pincharemos y, de paso, porque viene de camino, nos desgarraremos el útero. Sí, declama Sandy. Claro, repite Sandra. Saldrá sangre a raudales. No te asustes. A nosotras nos ocurre a menudo. Ya te digo, declama Lucía. Ya te digo, repite Lucy. El dolor será parecido a sacarte un tampón lleno de pinchos. Sí, sí, sí, sí, sí, sí. Aunque lo aguantaremos. Porque será físico. Nada humillante ni psicológico. Apechugar.

Lucy, primero, y Lucía, después, rebuscan en el bolso de las dos (no se sabe quién realizó el pago por la compra del complemento) y sacan un folio doblado y arrebujado, algo que cualquiera hubiera tirado a la papelera. O al suelo sucio de la vida en sociedad. Las dos se ayudan para desdoblarlo. Las dos carraspean, consecutivamente, y las dos empiezan a leer: «Por una parte, Lucía que es Lucy, Sandy que… », muy fácil, Raúl: es un contrato. Nos tienes que decir tu nombre completo, tu deneí y un email de contacto. Aquí explicamos todo lo que nos harás. ¿Lo lees? Y luego, más abajo, ¿lo ves?, pone que renunciamos a denunciarte. Que si confesáramos algo sería pura imaginación. O para putearte. Lo de verla y. Cómo iba a saber ella que el tiempo no es más que una posición determinada en el espacio.

Raúl el rubio. De dos en dos especulamos en si se lo va a leer o no. Hacemos apuestas.

 

1  Werner Herzog (Múnich, 1942), director de cine y documentalista.

2  Polígono industrial situado en el término municipal de Igualada (Barcelona).

 


Patrícia Font es periodista y dramaturga. Ha publicado las novelas Inundación (Sloper, 2017) y Plagio (Barrett, 2023), para la que recibió una beca Montserrat Roig del Ayuntamiento de Barcelona. Antes, en teatro, había estrenado en lectura dramatizada los textos 111bis y L’home immediat. Ha colaborado en la revista cultural Benzina con entrevistas y críticas literarias. «Vamos a pasárnoslo bien» forma parte de un libro de relatos todavía por publicar.

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