Horas críticas

Libros de la semana #142

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Ignorancia. Una historia global, de Peter Burke (Alianza)

Basta con asomarse a la red social antes conocida como Twitter para certificar que tendemos a creernos más listos que los demás. Y en ese los demás, desde luego, incluimos a nuestros antepasados, al ser humano de ayer, como si hasta hace nada el mundo hubiese vivido en la más plena oscuridad y solo en el presente, investidos de toda la tecnología que hace posible un flujo incesante de información —en realidad, saturación— en todas direcciones, fuésemos capaces de ver la luz como nunca antes. Ignorancia. Una historia global, del catedrático de historia cultural y ensayista Peter Burke, prueba que esa sensación ha existido, de una u otra forma, siempre, y que el desconocimiento ha sido una constante a lo largo de los siglos. En la era de los gobiernos populistas —y negacionistas— que arrancó con Trump y Bolsonaro (a la que ahora se ha sumado Milei), los estudios de la ignorancia han cobrado una nueva vigencia, aunque como indica el autor en su prefacio, «la idea de dibujar un mapa de lo desconocido parece en sí una contradicción». En cualquier caso, sentar las bases de lo que no sabemos ya parece todo un logro, si bien la propia definición de ignorancia presenta múltiples aristas y posturas en contra o a favor, según esos matices, como anuncia el primer capítulo de este libro. En su recorrido por esas muchas caras del desconocimiento, Burke analiza la visión sobre este tema en la filosofía (de Confucio a Marx), en la historia (de Hume a Corbin), pero también en ámbitos tan diversos como la religión, la ciencia, los negocios o la política, uno de los frentes donde se han hecho más evidentes las consecuencias de la ignorancia, como seguimos comprobando a día de hoy, y que no solo es la de los gobernantes, sino la de los gobernados, sostiene el historiador británico. Un ensayo fascinante, cuya profusión de referencias y desbordante erudición no empañan lo directo de sus reflexiones; como su conclusión, que advierte contra una interpretación triunfalista de la Historia en términos de superación continua o de progreso inevitable: «Tomada como colectivo, la humanidad sabe ahora más que nunca, pero los individuos no sabemos más que nuestros predecesores». Los nuevos conocimientos dan lugar a nuevas ignorancias y ahí seguimos, sin reconocer que, como decía Mark Twain, en realidad todos somos ignorantes, solo que respecto a cosas diferentes.


Las despedidas, de Jacobo Bergareche (Libros del Asteroide)

«Estaba casi seguro de que era ella. No la hubiera reconocido a la primera, los años claramente estaban tratándola peor que a él, le habían pasado por encima igual que a los perros, de siete en siete. Sus tatuajes estaban descoloridos como un dibujo a tinta en un papel mojado». Quienes ya hayan tenido la suerte de leer a Jacobo Bergareche (Londres, 1976) podrán reconocer en esas líneas su estilo inconfundible y algunos de sus temas predilectos. Son las primeras de Las despedidas, donde narra la historia de una antigua pasión que se entremezcla con los espectros del duelo y la memoria, que acaso constituyan una sola cosa. Una novela intensa y emocionante, cuyo argumento nos lleva en volandas por sus páginas casi sin darnos cuenta del movimiento, gracias a la escritura desenvuelta y psicológicamente certera de un autor en plena posesión de sus habilidades narrativas. Bergareche reflexiona sobre las encrucijadas vitales y lo que pudo haber ocurrido de otra forma —o no haber ocurrido—, sobre los encuentros y los desencuentros o cómo afrontamos esas apariciones y esas ausencias, sobre el horror de la nostalgia y el horror de la muerte, sobre nuestra incapacidad de decir adiós a las personas y a los tiempos pasados (aunque no siempre hayan sido, en absoluto, mejores). Si en su anterior y aclamada Los días perfectos enfrentaba el tedio matrimonial y el recuerdo de una aventura amorosa, la fiebre y la rutina de ese sentimiento universal, Las despedidas ahonda en las heridas abiertas como consecuencia del proceso, en las reelaboraciones e idealizaciones de los hechos por inercia, en cómo nos contamos a través de las palabras y de los gestos, a través de las canciones y de las puertas no cerradas del todo al ayer; a través, también, de nuestra forma de asumir la paternidad, la prolongación de uno mismo. «Las bienvenidas largas y las despedidas cortas», se repite como un mantra en este libro, a la manera casi de un manual de supervivencia para su protagonista: «Él no dejó de mirarla mientras se alejaba, clavado en donde ella le había dado ese último abrazo, incapaz de moverse, esperaba a que se diera la vuelta para mirarla una última vez, pero no lo hizo». Las despedidas se alargan de más casi siempre, a todos nos cuesta salir de ellas, acaso porque en el fondo, como citaba a Faulkner el protagonista de Los días felices, entre la pena y la nada preferimos quedarnos con la pena. Haber sentido, aunque fuese por un tiempo que ya no.


Un cuerpo agotado, de Patricia Benito (Aguilar)

La autora de este libro trabajaba, en una vida anterior, como crupier de un casino y en la unidad de dolor de varios hospitales, lo que da una medida de su familiaridad con el riesgo y con la aflicción. Todas esas emociones y otras cuantas las ha volcado en su fértil trayectoria como poeta, que inició en 2015 y que se ha materializado en varios libros, siendo Un cuerpo agotado el cuarto de ellos. La «incontinencia sentiverbal» que se autodiagnostica Patricia Benito (Las Palmas de Gran Canaria, 1978) se agolpa en estas páginas que podrían parecer las de un diario; un conjunto de cartas, reflexiones e ideas que tienen tanto de grito como de promesa, y que se traducen en «un millón de preguntas que rara vez tienen una respuesta contundente». Ni falta que hace. Los textos aquí reunidos hablan de respiraciones compartidas, de soledades y de pesares que pesan como las piedras de la suicida Virginia Woolf, de la inconsistencia de la felicidad, de las cenizas y los fantasmas del amor y de las palabras que lo reformulan, de lo sentido y de lo que nos llega a través de los sentidos, de espacios en los que perderse o hacerse invisible, de voces recolectadas y de cuerpos amontonados; sobre todo de cuerpos. No en su acepción de «contenedor» de vísceras, explica su autora, sino respecto a lo que contiene: «un alma cansada de luchar contra varios ejércitos despiadados». Un cuerpo agotado puede leerse como un cautivador tratado lírico sobre la intimidad, esa «rendija que Patricia deja abierta con tanta generosidad», como ha apreciado Rozalén en torno a esta obra llena de confidencias y declaraciones. La preciosa edición repleta de imágenes, que lo convierten casi en un fotolibro que enuncia también desde lo visual, refuerza la sensación de estar accediendo en secreto a esa estancia privada y mutante: imágenes de sus objetos cotidianos, de su cuerpo fragmentado, de sus referentes artísticos dispares (Anna Meejin, Audrey Hepburn, Jane Austen), de las librerías y de la mar, de la agitación de la urbe y los desenfoques, de la mirada y el fuera de campo, de los desayunos y el tiempo en las manos, de reflejos y viajes, de nocturnidad y tumbas. Un libro que es una puerta abierta al universo de Patricia Benito, quien nada se guarda para sí misma, nada esconde: «Quiero ser solo yo, / mirándote así, / sin ningún otro sitio al que desee ir». Son sus textos y sus fotos los que nos miran, y no al revés; nos dicen la clase de personas, de cuerpos, que somos, y que casi nadie más alcanza del todo a conocer.


Los trazos que hablan, de José Antonio Millán (Ariel)

Subtitulado El triunfo y el abandono de la escritura a mano, el punto de partida de este libro se cifra en «la profunda ansiedad que produce en nuestro tiempo» la posibilidad de su desaparición y «la cruel pérdida» que esta representaría, según apunta en su nota inicial el gran historiador de lo impreso Roger Chartier. Se trata de una historia global de los soportes e instrumentos de la cultura escrita que parte de sus orígenes, los dibujos sagrados del Antiguo Egipto y las tablillas cuneiformes del sumerio, el acadio o el persa, y desemboca en el manuscrito como marginalidad propia de las calles o de la cárcel en el mundo de hoy; pasando por la cursiva romana, los grafitis en Pompeya, la escritura insular recogida luego por Carlomagno, la pluma, la tinta y los scriptorium medievales, la cuenta castellana y los guarismos, los humanistas-copistas como Boccacio y Petrarca, la gramática y la ortografía de Nebrija, la imprenta y el sistema consonántico en los Siglos de Oro, las primeras caligrafías a finales del XVIII, la grafología de Menard, los padres del bolígrafo moderno o la enseñanza de la escritura —y la lectoescritura— en la España de hoy. Lingüista, editor, traductor, escritor y doctor en literatura vomparada, gran divulgador de la palabra escrita y leída, de los particulares de la comunicación en papel, José Antonio Millán (Madrid, 1954) reivindica el acto de escribir a mano, además de por las ventajas, los poderes y los gozos que conlleva —autonomía, permanencia, individualidad, psicomotricidad…—, como «una habilidad innata que ha moldeado la cognición humana durante miles de años», capaz de conectarnos con nuestros antepasados. Respecto al debate con los tecnoutópicos que instan a romper ese vínculo, para el autor es importante reconocer el falso dilema entre lo manual y lo digital, pues el mundo de hoy es híbrido. Ensayo ampliamente ilustrado —en ambos sentidos— y pluridisciplinar que se enriquece con aportaciones de disciplinas específicas como la epigrafía, la grafémica, la codicología, la paleografía, la diplomática o la grafoterapia, el propósito último que reconoce Millán en su esfuerzo es «despertar en el lector el sentido de maravilla ante ese logro intelectual que supone la escritura, y la admiración ante sus conquistas: no sólo las de los sabios y poderosos de cada época, sino de mucha gente común». Es lo bueno de Los trazos que hablan: que pertenecen a todas las personas, a todos los tiempos.

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