No debe uno, no, pagar por los delitos del padre. Ni por los del abuelo.
Me paso horas explicando esto cada año, en clase, a futuros juristas y criminólogos. Que las penas no brotan como legado. Que transferir dolos es cosa muy del Antiguo Régimen, muy antes de la Ilustración. Así que cero dudas ahí, cero debate.
Cero.
Pero, ¿y la moral?
Sobre eso habla, sobre eso escribe, Ricardo Dudda en su último libro, Mi padre alemán (Libros del Asteroide, 2023). Al libro —ensayo, reportaje, crónica, experimento metaficcional sin invenciones— lo han nombrado finalista en un premio de No Ficción, y esa es la mejor manera de definirlo. A partir de la realidad. Cruda o amable, depende, pero a partir de la realidad.
Mi padre alemán juega con la exploración biográfica, con la búsqueda de los orígenes, con esos espacios y tradiciones que nos hacen ser como somos. Describe en cinco pinceladas sintéticas, cinco rasgos que se te quedan en mente, la idiosincrasia propia de Prusia, dragón que respetó Europa durante siglos y que ahora sale, únicamente, en los libros del cole (y a saber). A mí me parece un esfuerzo (casi un prólogo) ejemplar, porque juega con los tópicos para describir realidades. Y, ya lo dijo Baudelaire (que era mogollón de listo): los tópicos son una verdad que se repite demasiadas veces.
Pero Mi padre alemán no es un libro de Historia, sino un libro con una historia, la del protagonista. Que es quien le da título, o quizá su propio progenitor (analicen páginas e importancia). Un personaje hondo, entrañable, con lagunas y biografía re-creada, con caracteres para recordar fácil, con sonrisa enorme y carisma desbordao. Sé que es «truco narrativo», y que realmente no es así, pero ese contraste entre padre y mozuco, entre contador y contado, resulta gordísimo. Claro que te permite querer más al padre…
Pero decíamos: la culpa. La culpa moral, que de la jurídica ya quedó todo claro arriba. Porque este es un libro sobre (es un libro que trata parcialmente de) la Segunda Guerra Mundial. Y vuelvan a leer el título… seguro que saben por dónde voy. En este caso, por aclararles, quien anduvo en milicias fue abuelo y no padre, pero sirve. Hay hallazgos interesantes, ojo, en lo puramente literario, en lo exclusivamente narrativo. Hay una perversidad burocrática que expide citas para comprobar si estás muerto no. Hay soldados tirando patatas desde un tanque, hay indignidades que se olvidan en década escasa, hay un relato que estremece, conmovedor y duro, sobre el desplazamiento de tantos que perdieron. Hay, sí, esa frase de Dagerman que cita Dudda, la de que «el sufrimiento merecido es igual de duro que el inmerecido, se siente igual en el estómago, en el pecho y en los pies». No lo pensamos así, frecuentemente. Aunque sea por inercia, aunque sea sin malicia.
O con malicia, que de todo existe.
(Hay, también, su miaja de novela negra y espías, con ese pasaporte ensangrentado, con esa tetraskel que ya nunca significará lo que significó. Es imagen potente, poderosa, una que articula casi sin esfuerzo todo lo que habría de venir).
Y el abuelo. Todos los horrores del nazismo, encarnados. Se trata el asunto con delicadeza, respetuosamente. Es un acierto, sí, por parte de Dudda, porque nos permite ver facetas, matices. El descubrimiento pausado, quitando hojas, uniendo hilos, hasta que la verdad (la verdad que se sabe, la verdad que se puede saber) queda frente a ti. Algo que sospechas desde el comienzo de Mi padre alemán, algo que casi deseas no ocurra, tan simpáticos se te hacen los personajes (personas, son personas, en este caso son personas). Y, luego, el impacto. Y las confesiones, las conversaciones, el axis total. Otra vez, la elegancia. Otra vez, los silencios que hablan más que mil párrafos. Puede parecer paradójico, pero Mi padre alemán, esta autobiografía trenzada a partir de charletas y notas, se agiganta en los silencios. Como cualquier relato que uno desee oír.
Pero estamos siendo injustos. Sí, planteamos en términos de pérdida lo que es un libro de encuentros. Uno, fundamentalmente. Entre el hijo que crece y empieza a tener edad de padre; entre el padre que recuerda, y baja hasta el tiempo de niño. Allí se agiganta, te arranca sonrisas, te empuja a empatizar (de forma dulce, armoniosa), con ese Ricardo que tiene mucho de hippy jubilao, cuarto y mitad de optimista irreductible y una miaja de Münchhausen pícaro. El hombre que rememora, casi el dato, la altura de Burgos, el que bajó hasta la Europa Meridional persiguiendo sueños que igual (igual) ni siquiera había soñado (todavía). El protestante devoto de Vírgenes, el que aún habla con interjecciones alemanas, aún compra en supermercados alemanes, aún mira el mundo con ojillos de glauca germanidad. Yo tuve un tío (un tío casi legendario, un tío al que apenas conocí cuando joven) que estuvo por Frankfurt desde antes de Di Stefano hasta la época de Messi. Calculen. Luego, al volver, era igual… tenías que llevarle a esa tienda donde vendían el codillo o las salchichas, aunque estuviese lejos de casa. Y traducía mentalmente a marcos, pese a que ya pagó caprichines con euros. También trastabillaba con el lenguaje, juraba en «áspero», traía historias a mitad de camino entre realidad y ficciones. Volvió cansado, mi tío Pepe desde Alemania, volvió sin ser el mismo que fue. Él contaba sus rollos: temas del trabajo, de los tornos en la Mercedes, de productos que aquí aún no llegan. Pero siempre, siempre, parecía estar muy lejos.
He pensado mucho, sí, en el tío mientras leía Mi padre alemán. Ojalá le hubiese prestado más atención, ojalá me hubiese sentado con él, una tarde, después de ensalada y salchichas, libreta en mano.
Qué suerte ha tenido Ricardo Dudda. Cómo ha debido dolerle.
Y cómo habrá disfrutado este regalo que le (se) ha hecho.
MI PADRE ALEMÁN Ricardo Dudda LIBROS DEL ASTEROIDE (Barcelona, 2023) 216 páginas 18,95 € |