En junio de 1982, sobre el cielo de Nueva York, cinco aviones escribieron con humo los primeros versos de La vida nueva, un poema de Raúl Zurita. A diferencia de Carlos Wieder, el esquivo poeta y acróbata imaginado por Roberto Bolaño en Estrella distante, Zurita no pilotaba ninguno de esos aviones. También a diferencia de Wieder —el misterioso artista de los cielos destinado a revolucionar la poesía chilena, el personaje de la novela de Bolaño, el militar, el asesino—, Zurita no apoyó, sino que padeció el golpe de estado de Pinochet de septiembre de 1973. Y esa diferencia sí que es fundamental: Wieder, en la ficción, practica la violencia; Zurita, en su obra poética y tan real como pueda serlo un canto, una cosmogonía o un sistema filosófico, la rechaza, la disecciona y la exorciza. Por lo demás, si reconocemos a Zurita en Wieder es por su solemnidad, por su grandilocuencia y por una tendencia al mesianismo —la tarea de la vanguardia es sacudir la totalidad de la vida— que Bolaño no le perdonaba, quizá porque sabía que solo podía acabar en derrota. Ahora, gracias a estos Ensayos reunidos que ofrecen prosas escritas durante varias décadas y en torno, fundamentalmente, a la poesía, la historia y el arte, sabemos que Zurita también se sabía derrotado de antemano. Pero perseveró, casi como un predicador en el desierto (también excavó un verso de tres kilómetros —Ni pena ni miedo— en la aridez de Atacama) bajo la premisa de que «solo en un mundo más benévolo, no sería necesaria la poesía». En el mundo que nos ha tocado, por desgracia, la paz es imposible y —piensa el poeta chileno— son necesarias voces como la suya, que se alzan contra el dolor e intentan corregirlo. Voces como la suya, cada vez más infrecuentes, que llegan a abarcarlo todo y reproducen el atronador murmullo de los muertos.
Si los poemas surgen a partir de fuerzas telúricas que ni siquiera el poeta llega a comprender, de intuiciones maduradas en el inconsciente y enmendadas al contacto con la experiencia, de, en el caso que nos ocupa, la penetración en el lamento de los pueblos y en los aullidos de las multitudes; los ensayos ofrecen las guaridas y los atajos conscientes a los que recurre el pensamiento de su autor, sus ideas más desarrolladas y buena parte de las imágenes y los símbolos que le obsesionan. De la lectura de estos Ensayos reunidos de Raúl Zurita se puede extraer que la figura central de su pensamiento está tomada del Éxodo. Explícitamente, Zurita alude a Moisés en el momento en que separa las aguas del Mar Rojo, una escena que lo tiene todo: el pueblo que sufre y que por fin da con su camino, el profeta capaz de consolar a los suyos y la naturaleza que se estremece —que se conmueve: paisaje y profeta invierten sus papeles— ante el padecimiento de los hombres. ¿Y Dios? Dios, iremos descubriendo, no es necesario para que Zurita encuentre y subraye el relieve sagrado de todo relato, de toda existencia.
Cuando escribe, Zurita piensa en la Biblia y piensa en el Bhagavad-gītā (texto sagrado del hinduismo), recurre a los clásicos griegos (Eurípides, Hesíodo y Sófocles), insiste en Dante y, sobre todo, tiene presente ese primer verso de la Ilíada («canta, oh diosa, la cólera del pelida Aquiles») sobre el que se levanta la lírica occidental. La poesía, nos dice, desde los poemas arcaicos, nos acompaña a través de un purgatorio. Entre el infierno (los siglos anteriores al lenguaje) y el cielo (un mundo sin conquistas, en paz, ¿socialista?), atravesamos un presente perpetuo. El lenguaje ha abolido el tiempo, así que sentimos las horas hasta la muerte (los siglos hasta que el terror de la violencia cese) como un espacio indiferenciado en el que charlamos, cantamos, lloramos, nos matamos y escribimos poesía. Vivimos entre dos límites o confines (que son los límites del lenguaje): el del dolor tan intenso que no puede ser nombrado y el de la dicha tan inmensa (¿la gracia?) que no necesita de palabras. La humanidad —señala Zurita con una mueca de horror equivalente a la del Ángel de la Historia descrito por Walter Benjamin— está atrapada y condenada a multiplicar la violencia y las guerras. Tantas han sido y son que también han ayudado a borrar el tiempo, que suceden simultáneamente, que, como en el poemario Zurita, se superponen y se confunden: hoy también ocurre el Holocausto, hoy también abren fuego contra la Moneda y muere Allende, ahora mismo también es 1572 y decapitan a Túpac Amaru en Cuzco. La Historia, sostiene el pesimista Zurita contra la Modernidad —también contra Marx—, ni avanza ni retrocede, solo es un proceso de acumulación y amontonamiento de víctimas inocentes. La poesía es el conjuro que, al menos durante unos cuantos versos, podrá devolverles la voz y la mirada.
Zurita escribe desde el Nuevo Mundo y sobre él se suele decir que es el poeta de los océanos y de las cordilleras, el poeta de los pedregales y de los desiertos. Es un tópico: estremecido ante los Andes, Raúl Zurita produce versos sobre la enormidad de las montañas. Pero estos Ensayos, en los que no concede a la naturaleza y al territorio una atención o importancia equivalentes al espacio que ocupan en su obra poética, permiten volver a enfocar y evaluar la relación entre poeta y geografía: descubrimos que el paisaje en Zurita es grandioso porque da la medida de los pueblos que lo contemplan. Los cauces secos, los ríos caudalosos, el gigantesco océano o las «espejeantes e innombradas playas de Chile» aparecen porque «arrasados, carcomidos o quemados», a diferencia de lo que ocurre en el Viejo Mundo, en América «los paisajes todavía existen». Y existen —de nuevo Dios y el individuo se esfuman— gracias a «ese torrente de hombres que estuvieron, que miraron antes y que, sumando pupilas sobre pupilas, miradas sobre miradas con sus violencias, espejismos y temores, los levantaron para que nosotros los veamos».
Así, son dos las responsabilidades que Zurita atribuye en exclusiva —se añaden a la pesada carga de fracaso, miseria e indefensión universales— a los hispanoparlantes de América: construir con su mirada un paisaje colosal y hacer presente mediante su habla la historia de la lengua que usan. «En la lengua servilismo y poder se confunden ineluctablemente», escribió el semiólogo Roland Barthes para defender que ningún idioma es neutral. El español hablado en América —sostiene Zurita— contiene en cada palabra la historia del desembarco, la cruz y la Conquista. «Ejercer el lenguaje es repetir las marcas que significaron la implantación de ese idioma» y eso, para casi 450 millones de personas, consiste en reproducir incesantemente un trauma. El chileno, el mexicano o el peruano aman su lengua porque han crecido dentro de ella, pero también la odian, porque reproduce todos los sueños frustrados, los crímenes y los arrasamientos de los últimos cinco siglos. Tres poetas, indica Zurita, han explorado con especial acierto esa relación paradójica, esa disputa que todo hispanoamericano sostiene con su idioma: Pablo Neruda, César Vallejo y Vicente Huidobro. Neruda es el creador del siglo XX más citado en estos Ensayos y su Canto general, ese monumental poemario que abarca toda la historia del continente (desde las Alturas de Machu Picchu hasta las tinieblas de la dictadura de Videla) es casi un espejo con el que Zurita quiere comparar su propia obra.
Raúl Zurita formó parte del CADA (Colectivo Acciones de Arte), fue uno de los impulsores de la neovanguardia y mantuvo un fructífero diálogo con muchos creadores de su generación que terminarían agrupados bajo la etiqueta de «artistas posmodernos». Sobre algunos de esos pintores y fotógrafos escribió catálogos o crónicas que aquí aparecen, también sobre novelistas que parecen tan lejos de su estética como Philip Roth (resulta complicado imaginar a Zurita riendo con las malicias de Nathan Zuckerman). Entonces, ¿él es un poeta posmoderno que ha adoptado una pose mística, de mesías o de Walt Whitman contemporáneo? En absoluto. Si algo queda claro en estos ensayos es que, aunque usa recursos habituales entre los escritores posmodernos (extratextualidad y apropiación de obras ajenas, por ejemplo; elogia en varias ocasiones el plagio), y aunque aprovecha ideas sobre los límites y las trampas del lenguaje de filósofos que habitualmente también reciben esa etiqueta (Barthes, Foucault), la obra de Zurita no es posmoderna, sino algo muy distinto: es una obra contra la Modernidad.
En sus Ensayos, Raúl Zurita carga contra quienes —también sus compañeros de militancia— creyeron que la humanidad progresa a través de los siglos impulsada por un misterioso motor. Él insiste en que no hay motor: solo millones de víctimas inocentes que arden inútilmente como combustible de una máquina que no existe o se averió ya en época de Troya. También carga contra la indolencia del arte contemporáneo o contra el ensimismamiento de los poetas actuales. Zurita es un autor contra la Modernidad porque es un autor contra el individuo. Ese individuo insignificante (especialmente en un continente asomado a océanos y cordilleras de escala insólita) y cuyas emociones —a las que Zurita no presta ninguna atención— hoy han crecido hasta saturar géneros completos. Pero mucho antes de pensar en el narcisismo de la literatura actual, Zurita ya reprocha a Baudelaire que considere que el poema es fruto del empeño y del trabajo de su autor, y no una creación colectiva.
Zurita —lo comprobamos en estos Ensayos— no es un escritor anacrónico: pertenece a nuestra época (fatalmente el volumen acaba con un comentario sobre los poemas de Najwan Darwish, poeta palestino que se compadece de su pueblo despedazado) pero vive fuera del tiempo, como los viejos dioses ausentes. «La poesía es el desesperado lenguaje con que lo sagrado trata de comunicarse con nosotros».
ENSAYOS REUNIDOS Enrique Rey RANDOM HOUSE (Barcelona, 2023) 328 páginas 20,90 € |