Analógica

La luz lo inunda todo

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Fue el 2 de octubre de 2018 cuando, al anunciarse el premio Nobel de Física, hubo más revuelo mediático por la identidad de los ganadores que por el logro científico en sí mismo. Y es que, por tercera vez en la historia, este premio recayó en una mujer, Donna Strickland. Habían pasado 55 años desde que Maria Goeppert-Mayer obtuviera el suyo.

Strickland compartía el cincuenta por ciento del premio con su director de tesis, Gérard Mourou. La otra mitad fue adjudicada a Arthur Ashkin por su trabajo en pinzas ópticas, una técnica que permite atrapar micro-objetos (por ejemplo, células) con haces de luz intensos para poder moverlos, girarlos o dejarlos fijos. El trabajo de Strickland merecedor del reconocimiento fue lo que se llama en castellano «amplificación de pulsos gorjeados». Nadie, ni en nuestro idioma, usa «gorjeados» para referirse a esta tecnología, sino que se usa el nombre en inglés, chirped, o incluso castellanizado, chirpeado, con permiso de la RAE. Esta técnica la desarrolló ya en su tesis doctoral, lo que puede llevarnos a la idea de que el éxito científico puede conseguirse a la primera. Sin embargo, en sus charlas Strickland hace un repaso de todo lo que intentó y no resultó útil en el proceso que la llevó al éxito. En mi opinión, toda una lección de honestidad científica en estos tiempos en los que parece que solo cuenta aquello que nos hace parecer infalibles. Con su trabajo, consiguió superar los límites que hasta ese momento parecían insalvables a la hora de desarrollar láseres de alta potencia.

Para elevar la intensidad de un haz láser debemos hacerlo interactuar con un material que lo amplifique, pero estos tienen sus limitaciones: si enviamos de entrada un pulso láser corto y muy intenso, podemos quemar el material o tal vez este ya no sea capaz de aumentar su potencia más allá del valor de entrada. Para explicar la solución de Strickland emplearemos una analogía. Consideremos un pulso láser como un pelotón de corredores, donde cada corredor es uno de los fotones que forman el pulso. Cada corredor lleva su dorsal (en nuestro caso, podemos tener dorsales repetidos): este representa la longitud de onda de cada uno de ellos. Debido a un fenómeno llamado dispersión, los fotones-corredores con distinto dorsal correrán a una velocidad diferente. Entonces, lo que a la entrada de la pista de carreras (el material por el que se propaga el pulso) era un grupo compacto (es decir, estrecho temporalmente), se dispersará al ir avanzando: los corredores más rápidos se situarán al frente del pelotón mientras que los más lentos quedarán rezagados. Esa reorganización de longitudes de onda en el interior del pulso es a lo que se llama chirp. El pelotón ahora está ensanchado, ocupa más espacio en la pista de atletismo (es decir, será un pulso ancho temporalmente) y será posible la amplificación del flujo de fotones en un material adecuado para ello: se irán incorporando corredores. En la meta (a la salida del amplificador) reorganizaremos a esos corredores compactándolos otra vez (comprimiremos el pulso óptico) y obtendremos el objetivo que buscábamos: un pulso láser estrecho, amplificado, que nos permite alcanzar niveles de potencia con los que poder desarrollar otras tecnologías, como la de las pinzas ópticas mencionada antes.

El desarrollo de estos láseres de alta potencia por encima de los niveles que se creían insalvables nos abrió muchas puertas hasta entonces selladas. Unas nos han llevado por caminos exóticos, como la posibilidad de explorar las propiedades cuánticas del vacío, o de reunir suficiente potencia láser como para obtener una prueba preliminar de la fusión fría como fuente de energía (recordemos la noticia de hace unos meses sobre este tema en el Laboratorio Livermore de California, experimento que ahora han logrado replicar). Otras nos han permitido corregir la miopía y mejorar la calidad de vida de mucha gente, campo en el que destaca el trabajo de Susana Marcos, investigadora española. En definitiva, el trabajo doctoral de aquella joven ha tenido un impacto, a nivel tanto científico como social y económico, que no se podía prever en el momento en el que ella realizaba sus experimentos a oscuras, literal y figuradamente.

El estudio y el manejo de la luz es una disciplina que nos ha ocupado desde siempre. La luz visible, a través de nuestros ojos, es la herramienta que mayor número de información nos proporciona a los videntes: lo primero que hacemos al llegar a un lugar es mirar alrededor para hacernos una composición de lugar. Hoy puede ser encontrar a ese amigo o amiga con quien hemos quedado; en otros tiempos el objetivo tal vez fuera cerciorarnos de que no hubiera un depredador a la vista. La Óptica es la disciplina que, históricamente, se ha ocupado de este tema. Ya en el siglo X, el físico y matemático musulmán Alhacén estudió las lentes y los espejos; su libro fue el texto de referencia hasta la Optika de Isaac Newton, en el que recogía muchas de sus ideas. Pero hoy en día hablamos de Fotónica, una disciplina que la Unión Europea ha catalogado de Tecnología Facilitadora Esencial en el programa común de investigación H2020.

El punto de arranque de la Fotónica se sitúa en 1960. El 16 de mayo de ese año, Theodore Maiman puso en marcha el primer láser de la historia, uno basado en el rubí. Desde entonces, en apenas sesenta años, la Fotónica ha dado lugar a todo tipo de descubrimientos y tecnologías que han penetrado en la sociedad a una velocidad asombrosa: nos rodean los lectores de códigos de barras de las cajas de supermercado, fuentes de luz como la iluminación LED que tenemos en las casas, la comunicación por fibra óptica… La rapidez en el desarrollo de las aplicaciones es tan alta que incluso estamos dejando algunas atrás por obsoletas: seguramente todavía tenemos en casa algún viejo lector de CDs o DVDs que ya no usamos, pero que hace no tanto eran una importante fuente de ocio. Ambos sistemas llevaban integradas fuentes láser para la lectura de la música o las películas.

Se habla de la Fotónica como de una revolución comparable a la electrónica en el siglo pasado. De hecho, una de las industrias clave en los próximos años será el desarrollo de chips fotónicos, un área en la que las instituciones europeas están invirtiendo para disponer de tecnologías propias. Esto incluye, por ejemplo, los biosensores fotónicos, en cuyo desarrollo Laura Lechuga es un referente mundial. Y, por supuesto, las tecnologías cuánticas basadas en los fotones entrelazados. Estos serían dos fotones, individuales y diferentes, pero que por un fenómeno puramente cuántico llamado entrelazamiento diríamos que comparten un mismo destino, si es que eso existiera. Físicamente, decimos que ambos fotones comparten una misma función de onda. De esta manera, aun estando separados en el espacio se van a comportar como una unidad. Esto nos lleva al último premio Nobel, el de 2022, otorgado a Alain Aspect, John Clauser y Anton Zeilinger por sus experimentos con estas partículas, con las que demostraron las llamadas desigualdades de Bell (John S. Bell, 1928-1990). El trabajo de Bell, que fue anticipado por la matemática y filósofa Grete Hermann (1901-1984), puso sobre la mesa la forma de cuantificar y verificar experimentalmente conceptos que refutan las teorías de «variables ocultas», que pretendían restablecer el determinismo de la física clásica en el mundo cuántico. Esa demostración experimental, siempre basada en el análisis de las propiedades de fotones entrelazados, y realizada mediante diferentes métodos cada vez más refinados por cada uno de los ganadores, ha sido lo que ha llevado a evidenciar las desigualdades de Bell y a la consecución del Nobel.

La luz, ya no solo la que detectamos con nuestros ojos sino toda aquella que compone el espectro electromagnético, es nuestra no-tan-nueva herramienta para generar conocimiento, para hacer ciencia y para facilitarnos la vida. Desde la radiación gamma producida en los púlsares, cuya primera observación fue realizada por Jocelyn Bell (esa vez, la doctoranda no acompañó a su supervisor en la entrega del correspondiente Nobel, por desgracia); pasando por los rayos X, que permiten descubrir fisuras en nuestros huesos y cuyo descubrimiento le dio a W. Röntgen el primer Nobel de Física de la historia (1901); la radiación infrarroja, presente en el mando del televisor y en los interferómetros de los observatorios LIGO-Virgo, que detectaron por primera vez las ondas gravitacionales (R. Weiss, B. Barish y K. Thorne, premio Nobel de 2017); las microondas, con las que calentamos la leche y también fotografiamos el agujero negro de la galaxia M87; hasta las ondas de radio que escuchamos en el coche. En definitiva, la Fotónica nos permite, manteniendo los pies en el suelo, explorar tanto lo más lejano como lo más pequeño del universo.

 


Martina Delgado-Pinar es doctora en física, investigadora sénior en el Laboratorio de Fibras Ópticas de la Universitat de València y profesora en el Departamento de Física Aplicada de este centro, tras haber hecho el posdoctorado (2008-2012) en el Centre for Photonics and Photonics Materials de la Universidad de Bath, Reino Unido.

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