Horas críticas

Libros de la semana #131

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Mircea Cărtărescu. El hacedor de insomnios, de José Carlos Rodrigo Breto (Ediciones del Subsuelo)

«Mis ojos doloridos por el eterno insomnio de la vida», se citan Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont en la apertura de este libro. La referencia al mundo de los sueños no es banal: buena parte de este ensayo sobre la obra de Mircea Cărtărescu, uno de los escritores fundamentales de la literatura contemporánea, está dedicada a su monumental novela Solenoide, obra cumbre del poeta, narrador y crítico literario rumano —y reverenciada por otros autores como Guadalupe Nettel—, un destilado de mundos oníricos que se aleja del artefacto y de las consideraciones del pacto ficcional con el lector para iluminar la verdad: «No he escrito una sola palabra de ficción en mi vida», sostiene Cărtărescu, «pero esto ha dado rienda suelta a mi verdadera vocación: buscar, en realidad, en la realidad de la lucidez, del sueño, del recuerdo, de la alucinación y en cualquier otra parte». Doctor en estudios literarios y formado en literatura comparada y periodismo, José Carlos Rodrigo Breto se enfrenta a este riguroso y certero análisis bajo la premisa de la imposibilidad de abarcar la complejidad de la obra del escritor rumano, y modestamente presenta esta labor crítica de años como «alimento de un futuro ensayo que tal vez jamás logre derrotar». Justo antes incluye una cita de la propia Solenoide en la que Cărtărescu define la literatura como «un eclipse de la mente y del cuerpo del que escribe». Así pues, la operación que se emprende en El hacedor de insomnios es la de dotarnos de unas lentes adecuadas con las que encarar ese sol genuinamente cartaresquiano, la deslumbrante prosa y el brillante imaginario que emanan de obras como la ya citada o también El ruletista, pieza breve pero de amplísima resonancia que ocupa la otra mitad del libro. Rodrigo Breto, quien anteriormente ya se había ocupado de estudiar los milagros de otros literatos como Ismaíl Kadaré o Franz Kafka (tan vinculado a la obra de Cărtărescu), logra aquí abrir puertas a una estética narrativa de la herida y de la teratología literaria, disciplina con que Olga Tokarczuk se refería a su atracción por lo anómalo o lo malformado. Y paradójicamente, es la sublimación formal la que hace del autor, que va mutando y desdiciéndose en cada nuevo libro, «un callejón sin salida, pero bendita tapia o cerca o verja o reja que nos corta el paso». Desentrañar ese gabinete de curiosidades de Cărtărescu, su proyecto de inmortalidad, es el impulso que mueve a Rodrigo Breto: en el autor rumano, la mente se viste de carne y la carne, de cosmos; es decir: «siempre alguien nos sueña» y, por tanto, «somos seres soñados».


Matar el nervio, de Anna Pazos (Random House)

«Pensar en aquellos meses en Grecia siempre me avergüenza un poco. Me recuerda que fracasé en la empresa elemental de tener veintidós años y vivir subvencionada y despreocupada en un país extranjero. Visto con perspectiva, mi única obligación era generar los recuerdos de goce juvenil que me sostendrían en el gris posterior de la vida». El inicio de Matar el nervio (cuyo primer capítulo toma su título de una canción de Radiohead, “Cómo desaparecer del todo”, deudora a su vez de un libro de Doug Richmond) da la medida de su impacto como crónica del tránsito y del extravío: de un lado, la autora narra su periplo por varios países y una vuelta —literal— al mundo en busca de algo —o alguien— verdadero a lo que asirse a medida que el foco de su existencia se va desplazando; por otro, comparte el testimonio honesto y lúcidamente doliente de ese naufragio que es la juventud hasta la treintena en que ahora se halla —a sí misma—. Trotamundos que se gana la vida como periodista freelance, documentalista audiovisual y directora de un corto autobiográfico nada complaciente, el debut literario de Anna Pazos se sigue nutriendo de los materiales de la no ficción dotándolos de un estilo poderoso, con Didion o Cusk en la mesita de noche y un ojo capaz de detectar el alma —o su carencia— de los lugares por los que se desenvuelve su vida nómada, siempre algo ajena a la estabilidad. De Nueva York, por ejemplo, escribe: «La soledad era la peste autóctona de la ciudad». Escoltada por una galería de caracteres y relaciones bastante excéntricas, la escritora no solo va tejiendo las historias urbanas con las de la literatura y con su propia experiencia (incluida «el aura pestilente del fracaso» de una vida solitaria), sino que arroja su controvertida visión de ciertos temas que centran la actualidad de aquellos años rememorados. Como el #MeToo y la reticencia de Pazos a que «se reduzca la ambivalencia de las relaciones humanas a una cuestión de poder unilateral». O la precariedad e inhumanidad de las redacciones de los medios, a la que accede tras la estafa de la carrera de periodismo. Madurar, tras esos años de huida hacia adelante, equivale a hacer memoria y a la vez extirparla sin anestesia, hurgar en esa herida aun a riesgo de agravar el daño. Una obra inspirada por la honestidad, ave exótica en esta era de gustarnos en el espejo.


Abejas sin fábula, de Luis Gonzalo Díez (Galaxia Gutenberg)

El filósofo, satírico y economista político Bernard de Mandeville argumentaba en su obra La fábula de las abejas (también conocida, acaso más ilustrativamente, como Vicios privados, beneficios públicos) que sin la satisfacción de vicios e intereses propios —e individualistas— no hay prosperidad social, que equipara a un aumento del consumo. Esa metáfora utilitarista sirve de partida a un ensayo en el que el profesor de humanidades Luis Gonzalo Díez, especializado en la historia de las ideas políticas contemporáneas, aborda el culto al yo que impregna las derivas capitalistas de aquella rapsodia moralista para explicar una cultura que se legitima y normaliza invistiéndose de valores nobles mientras sirve intereses del todo egoístas: «El capitalismo seguirá siendo criticado, al igual que seguirá contando con sus defensores, pero lo que no se observa en ninguna de sus dos orillas es suspicacia, perplejidad o fascinación por la subjetividad que sirve de asidero tanto a la apología como a la protesta». El actual sistema es una declinación también de una cultura del sentimiento que en realidad pervierte, sostiene el autor de Abejas sin fábula, el contraste establecido por Mandeville, y también por Maquiavelo, entre hechos e ideales; de modo que el capitalismo ha logrado hacerse un lavado de cara amparado por su maquinaria del deseo perfectamente engrasada bajo la coartada de cierta idealización ilustrada y romántica, la misma que nos concede ser consumidores a tiempo completo al tiempo que «vivir encantados de habernos conocido»; una doble condición orgullosa cuyo peligro, según se argumenta en estas páginas, residiría en «el simple hecho de que hemos dejado de dudar de nosotros mismos». Díez recurre al reconocimiento de las pasiones del alma en Descartes, a los agustinistas franceses como el jansenista Pierre Nicole y el calvinista Pierre Bayle, a la construcción social de la moral en Hume y el propio Mandeville, quien nos forzaba a decantarnos por la inocencia o la riqueza. Algo que, a día de hoy, diagnostica el autor, se ha superado, vendiendo éxito y hedonismo en el mismo pack que empoderamiento y transparencia: «Podemos ser afanosos trabajadores matutinos, lujuriosos consumidores vespertinos y concienciados activistas nocturnos que inundan las redes sociales de eufóricos mensajes medioambientales». Touché.


Las luces de Hannover, de Abraham Guerrero Tenorio (El Paseo)

Dice Juan Bonilla de esta novela que resulta engañosa por estar «disfrazada de género», y no es nada desdeñable esa pista a la hora de acercarnos a Las luces de Hannover. El escritor jerezano, que comparte provincia con el autor de la obra en cuestión, formó parte del jurado del XXVII Certamen de Letras Hispánicas de la Universidad de Sevilla “Rafael de Cózar” que la declaró ganadora por unanimidad. Una cita inicial de Tiempo de silencio, la obra maestra de Luis Martín-Santos que se estructura en párrafos o escenas sin una guía narrativa clara y con diversas técnicas, podría servir de referencia a la hora de entender el interesante juego de arquitectura literaria que emprende aquí Abraham Guerrero Tenorio (filólogo y docente de lengua y literatura, ganador también de diversos galardones de poesía, entre los que destacan el Adonáis y El Ojo Crítico): sus capítulos bien podrían leerse de forma aislada, como si fueran una colección de relatos o de retratos de personajes en estado de bloqueo o ahogo, conectados por la escritura con un hábil despliegue de tonos y estilos varios. Y, no obstante, la novela va dibujando un todo en forma de rompecabezas, armado de forma precisa como un mecanismo de relojería, al tiempo que desquiciante juego de espejos en el que nada es lo que parece o nadie parece conocer a nadie (a lo Bonilla). El pulso vivo que logra imprimir Guerrero Tenorio al conjunto, junto con el fondo temático de asuntos socialmente sensibles, que el autor plasma con crudeza y explicitud, y que la ayudan a trascender el experimento —sin duda exitoso— de una trama intrigante, hacen el resto en una obra, con ecos del realismo social español y de la literatura latinoamericana del extrañamiento, de la que difícilmente se sale indemne. «Me nació una tristeza, digamos, desconocida, que no tenía que ver ni con que echara de menos a mi familia ni con el vértigo del cambio, sino con la literatura. Supongo que es una tristeza que aposentan todos los escritores mediocres como yo, los que creen que escriben algo en condiciones, pero que de pronto adivinan que no sirven para ello», cuenta el protagonista del primer capítulo de este libro. Un pesar que no habrá de albergar en ningún caso Guerrero Tenorio, que en estas páginas se postula como ágil escalador de altas cotas narrativas.

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