La Taberna Flotante

El ángel azulamarillo

Taberna Flotante #17

«L’ ange au chandelier», de Marc Chagall (1973). / © Masterworks Fine Art Gallery

La idea la tuvo Arno —el viejo minero que había visto la forma amarilla en el desierto— mientras, acodado en la barra de la Taberna Flotante, contemplaba fascinado las evoluciones de la luminiscente forma azul en el interior de la pecera esférica, que ora parecía un pulpo que pugnaba por salir de su envoltura de cristal, ora un enorme zafiro arborescente.

— ¿Y si la llevamos junto a la otra? —exclamó señalándola con mano vacilante, como si se le hubieran contagiado las fluctuaciones de la proteica criatura.

— Pero has dicho que no ha vuelto a aparecer después de aquella noche —repuso el tabernero.

— Por eso precisamente. A lo mejor esta… llama a la otra de alguna manera. He marcado el punto exacto donde apareció, y puede que aún esté allí, bajo tierra.

Avisaron a Ijon Tichy, que seguía en Münchhausen, y al cabo de un par de días, al anochecer, fueron los tres al lugar del avistamiento, en la franja ecuatorial del planeta, y depositaron la pecera junto a la pequeña baliza parpadeante que Arno había clavado en el árido suelo.

No tuvieron que esperar mucho. Lo primero que surgió de la tierra fue un fluido opalescente que se fue hinchando hasta formar una gran burbuja translúcida.

— ¡Está duplicando la pecera! —exclamó el tabernero.

Y así era, en efecto. Había dos peceras idénticas, una junto a otra, solo que la segunda estaba invertida, con la boca pegada al suelo. Y por esa boca se fue llenando de un denso humo amarillo que brotaba de la tierra para condensarse en una masa ondulante que parecía la imagen especular de la forma azul. Luego ambas peceras giraron hasta hacer coincidir sus bocas, componiendo una versión tridimensional del símbolo del infinito. Y del infinito al cero: un círculo de cristal llameante que aureolaba a un ser bicolor, un ángel azulamarillo de cuatro alas con un rostro vagamente humano.

— Se parce a ti, Ijon —dijo el tabernero en voz baja.

Pero Tichy no lo oyó. Solo tenía ojos y oídos para la fantástica figura danzante y el zumbido musical que generaban sus ondulaciones. Como un sonámbulo, caminó hacia la mudable forma. Arno hizo ademán de detenerlo, pero su brazo se quedó a medio camino, frenado por una resistencia invisible.

La entidad bicolor envolvió a Tichy, lo engulló como una gran ameba translúcida, y el astronauta pareció disolverse en su interior.

— Y si súbitamente un ángel me estrechara contra su corazón, me extinguiría con su existencia más fuerte —musitó el tabernero, recordando los versos de Rilke, el gran poeta del siglo XX.

Pero no se extinguió Tichy, sino el ángel. Una nueva forma tornasolada —rojiza, azulada, amarillenta, violácea— brotó de la boca, la nariz y los oídos del astronauta para fundirse con la envoltura luminosa, que, súbitamente licuada, se derramó sobre el árido suelo, que la absorbió como una esponja sedienta.

— Se ha ido —musitó Tichy con la mirada perdida.

— ¿Cómo te sientes? —preguntó el tabernero.

— Libre…

— No pareces alegrarte.

— Me siento más libre…, pero también más solo.

— Sé lo que es eso —dijo Arno asintiendo lentamente con la cabeza—. Acabé en este maldito planeta huyendo de una mujer maravillosa.

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