Las sombras vuelven poco a poco a la playa de Pedregalejo. Antes de que las montañas dejen de esconder el sol, echan la barca al agua. La pesca del día sale de la noche: deben regresar a la orilla para el amanecer si quieren vender la captura como fresca.
La jábega, alargada y nariguda, sortea con el crujir de la madera el oleaje. Se adentra en la oscuridad, con un ojo en la orilla. Los figurantes apenas se distinguen desde la costa. Cinco parejas de choros reman, sin encogerse, de pecho. Reman. Sueltan. Reman. Sueltan. Siempre son impares en la barca. La persona, de pie, mueve la espaílla, el remo-timón vertical que se clava en el agua intentando someterla.
El copo se hunde, las levas lo salvan. Condenadas por las pesas, las redes amurallan la caleta desde el fondo del agua dejando un rastro de corchos, barriles o latas. El mar se queja, les devuelve rápido a una orilla sembrada de marengos. Junto a las rocas del espigón, en tierra, se forman dos bandas: la de levante y la de poniente. Seis, siete, ocho… Tirando de cada puntal, tensan los cabos que aguantan el combate, sudan gotas saladas. Intersección de rectas y curvas.
Los pies de los marengos terrestres se hunden en la arena pedregosa. Dos pasos hacia delante, un talón clavado hacia atrás. Huele a polvo de conchas tostado con sal. El mar se resiste a dejarles sacar lo que no es de ellos. Si quieren robarle, será a su ritmo. Los mayores, en la cabeza del puntal, descalzos, con los pantalones remangados y boina negra de trabajo, avanzan de espaldas a la orilla con las cuerdas al hombro. Los benjamines ayudan a recibir los cabos de vuelta a tierra con los pies en el agua. Una mano, otra mano. Una ola, otra ola.
Los marineros tiran con la suficiente fuerza para arrebatarlo del mar y con la delicadeza de quien no quiere herir las olas, ni romper las redes. Aparece el tesoro de la mañana: cientos de boquerones, sardinas y jureles saltan reflejando las primeras luces. Cuatro montones de cuerda y redes marrones se enrollan sobre la arena. Empujan la jábega playa arriba. Los pececillos agotan con energía los últimos minutos de vida.
El trabajo les ha hecho entrar en calor. Los pescadores se felicitan de que hoy todavía ha habido pesca. Cada vez son más hombres para menos peces. La carne escasea, no queda cerveza. En el bar del muelle, desde la última primavera, con un poco de café les hacen tres litros de agua sucia. Desayunan pescaíto frito saboreándolo por si fuera el último.
Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, quince años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.
Blanca Marín Zofío es malagueña nacida en 1989 en Minneapolis (MN, EE.UU.). Estudió Piano, Composición y se licenció en la Escuela de Arquitectura de Málaga. Pasó seis años en París, trabajando primero como arquitecta y en comunicación después. Ahora vive en Barcelona, donde está terminando el Máster en Creación Literaria de la Pompeu Fabra.