En una escena de la película Novia a la fuga, Julia Roberts emplea una mañana entera en cocinar con esmero unos huevos para desayunar. Repite la acción nueve veces. Las nueve los prepara de manera distinta. Fritos, revueltos, pasados por agua, en tortilla francesa. Huevos benedict, huevos escalfados, huevos duros, huevos cocotte. Ese día, después de haber huido otra vez del altar, la protagonista tiene una misión: reconectar consigo misma. Lleva tanto tiempo mimetizándose con las parejas que ha tenido, adoptando sus rituales como propios, que hasta ha olvidado cuál era su forma favorita de tomar los huevos en el desayuno.
Que el amor se coloca en el estómago, por unas razones u otras, es algo que también defiende la escritora estadounidense Laurie Colwin. Su ensayo Una escritora en la cocina (Libros del Asteroide, 2023) se abre con un texto en el que recuerda una anécdota similar a la de Roberts en la comedia romántica de los noventa. El plato principal vuelven a ser huevos. En este caso, revueltos. Colwin los considera el plato infalible de cualquier cocinera veterana. Y también una prueba para comprobar si un amante tiene potencial para el futuro: «Durante un tiempo tuve un idilio con un muchacho que estaba, ahora me doy cuenta, loco de remate […]. Empecé a albergar sospechas, precisamente, a raíz de unos huevos revueltos […]. No entendía quién en su sano juicio querría ponerles a unos huevos cáscara de nuez moscada o tomillo molido, que sabe a serrín amargo y no vale para nada salvo que necesites un extraño polvillo verdoso de atrezo».
En el recetario de Colwin la vida lo atraviesa todo. Los sabores están abrochados al recuerdo. Cada preparación que la autora explica parte siempre de una anécdota personal. De un contexto que referencia por qué este es un plato significativo para ella. A través de esos retazos de cotidianeidad, la escritora compone una autobiografía poco usual en la que utiliza las recetas que ha ido aprendiendo y atesorando a lo largo del tiempo para hablarnos de ella misma.
De esas narraciones extraemos rápidamente que las cualidades de Colwin en la cocina son transversales a su escritura. Su estilo es ligero, divertido y nada pretencioso. Su cercanía a la hora de escribir y su alergia al perfeccionismo hacen que conecte con un público que, lejos de querer poner en práctica las sofisticadas recetas que aparecen en revistas satinadas, buscan los consejos y el consuelo de una cocinera que abraza la imprecisión, la torpeza y, además, provee de información útil para el día a día. No hay nada más práctico que contar con la receta de un plato copioso y grasiento, capaz de curar la peor de las resacas un domingo por la mañana.
El gran reconocimiento y prestigio que adquirió como columnista culinaria de la revista Gourmet —cerca de cuatrocientas cartas de seguidores llegaron a la redacción cuando murió, de manera repentina, a los 48 años— han convertido a Laurie Colwin en un caso auténtico: el de una escritora mucho más famosa por sus recetas que por sus libros de ficción. Colwin deseaba ser novelista —publicó cinco novelas y tres colecciones de relatos cortos—, y por ello no empezó a escribir ensayos sobre comida hasta los 30 años de edad, cuando ya había despegado su carrera literaria.
La comparación más habitual que suele hacerse a Colwin es con su coetánea Nora Ephron. Ambas eran escritoras jóvenes, acomodadas y residentes en Manhattan. Compartían fuertes convicciones sobre la vida y la comida que no tenían miedo a expresar. Practicaban un humor ácido cargado de ironía. Y tenían cierta predilección por la catástrofe, la cual sabían que funcionaba a la perfección como material de escritura —en su novela Se acabó el pastel, Ephron presenta a una protagonista que utiliza la cocina como una vía de escape para superar la infidelidad de su marido—. Sin embargo, Ephron y Colwin pertenecían a mundos completamente diferentes.
Mientras Ephron ejercía como anfitriona de glamurosas cenas en las que se servía caviar y champán rosado, la velada perfecta de Colwin se materializaba en una merienda. Que comenzase a las tres y media y acabase a las cinco. En la mesa: tarta de chocolate, panecillos de queso, sándwiches de pepino y pastas de mantequilla. Un menú que hacía feliz a todo el mundo y que, en consecuencia, hacía feliz a Colwin. Porque para la escritora, el principal interés de cocinar nunca estuvo en la comida en sí, sino en el acto social y de devoción al otro que la envuelve: «Compartir el alimento es la base de la vida social y para mucha gente es, de hecho, la única forma de vida social en la que merece la pena participar», escribe Colwin en el epílogo, sin confesar que, probablemente, ella forma parte de esa «mucha gente».
Cuando escribo estas últimas líneas, en el dedo corazón de mi mano izquierda cicatriza una quemadura de horno. El culpable es un pastel de puerro fallido, cuyo interior acuchillé más de diez veces ante su negativa a cuajarse y que, finalmente, me comí medio crudo. En una situación como esta, el libro de Colwin me ha enseñado que tengo dos tareas por hacer. Primero, llamar a mi madre («sin los consejos transmitidos de cocinera a cocinera, el ser humano se habría extinguido hace mucho tiempo»). Y después, preparar unos huevos revueltos.