Crónicas en órbita

«Out 1» y el hueco en el sentido

Juliet Berto en «Out 1: Noli me tangere» (1971), de Jacques Rivette. / © Sunchild Productions — Les Films du Losange

Le leí hace algún tiempo a Belén Gopegui un artículo en el que afirmaba que no éramos tantos los que estábamos en disposición de salvar el mundo. Se refería a aquellos a quienes la red de privilegios y exclusiones de nuestro presente tardocapitalista nos ha permitido formarnos y tener algo de tiempo para pensar, para conspirar, para juntarnos a hablar de lo que está ocurriendo. Y para ver películas, por supuesto. Además, añadiría yo, el peso del mundo termina recayendo en mayor medida sobre quienes quedan fuera de esta ecuación. En realidad, pienso que no somos tantos para casi nada, que siempre somos menos de los que querríamos, incluso en las madrugadas en que nos desvelamos de repente y nos acordamos de que estamos solos. Sin embargo, el último sábado de primavera terminamos siendo unos cuantos más de los previstos, en la sala 1 del madrileño Cine Doré, para pasar el día entero viendo las trece horas de Out 1: Noli me tangere (1971), de Jacques Rivette, un cineasta que precisamente dijo alguna vez que hacía películas con la idea de encontrar, en el proceso, a sus cómplices (lo explica mejor que yo, en este hermoso texto, Pablo García Canga).

Contra toda lógica de comodidad o beneficio —se podía entrar y salir libremente, sin pagar entrada, durante todo el día—, el equipo de Filmoteca Española nos brindó un hermoso reto: el de ver del tirón, desde las 10 de la mañana hasta media hora después de la medianoche, con apenas dos pausas para comer y merendar, una de las películas más largas jamás rodadas, que recoge en forma de intriga serial, podríamos decir, los rescoldos espirituales del mayo francés del 68. También podríamos decir que trata sobre una misteriosa sociedad secreta o sobre dos compañías de teatro que juegan alrededor de sendas obras de Esquilo, buscando la manera de hacerlas suyas, o que en realidad es el mismo Rivette quien lanza a sus actores y actrices hacia un ejercicio de moldeado en el tiempo, y en el espacio, para hallar la película por el camino, improvisando. Sea como fuere, unas 170 personas respondieron a la llamada. Algunas se bajaron antes de llegar a destino, otras fueron subiendo sobre la marcha. Fue reconfortante comprobar, en todo caso, que la cinefilia todavía es capaz de materializarse físicamente en una sala, más allá de los corrillos de Twitter y las puntuaciones de Letterboxd.

Jean-Pierre Léaud interpela al espectador. / © Sunchild Productions — Les Films du Losange

Las semanas previas a la proyección dudé sobre si buscar el texto de Balzac del que partió Rivette, revisar algunas de las películas del cineasta o agarrar bibliografía crítica. Desistí. Al fin y al cabo, no quería afrontarlo como una especie de compromiso para el que hubiera que estar preparado. Había convencido a J. para hacer el viaje a Madrid y tragarnos la película, y él a su vez nos había organizado un recital de poesía en un sótano de Delicias. Llegamos al lugar indicado y, en una habitación blanca, neutra, apenas amoblada, miramos aquel agujero en el piso, que dejaba entrever una escalera de ladrillo. Alguien nos indicó que todavía no podíamos bajar porque se estaba celebrando un club de lectura y pensé que quizá los personajes de Out 1 también se reunirían en lugares fuera de los mapas como aquel.

A la mañana siguiente desperté en un cuarto que no distaba tanto de la austera buhardilla donde Juliet Berto juega con cuchillos y lee cartas robadas en la película de Rivette. Me eché agua por la cara y caminé hacia Lavapiés, donde una hora antes de que empezara la proyección ya había algún que otro acólito haciendo guardia en la entrada. A las nueve y cuarto iban a empezar a repartir café gratis. Pero ¿por qué Rivette? En cuanto a mí, todo empezó con Expediente X. La primera serie a la que me enganché en mi vida. Mis padres la veían de vez en cuando y opinaban que algunos capítulos autoconclusivos no estaban mal. A mí me gustaban los otros, los que aludían a la trama conspirativa, que iban a razón de tres o cuatro por temporada, con cuentagotas, y casi nunca se resolvía nada. Al contrario. Las preguntas se multiplicaban. Esa era parte de la gracia. El misterio insondable. Darte cuenta de que no sabes nada para querer saberlo todo. Hay a quien le puede llegar a irritar esa sensación, el hueco en el sentido: yo ya me aboné a ella para siempre.

Un fotograma del filme, de 773 minutos de duración. / © Sunchild Productions — Les Films du Losange

Tardé todavía un tiempo en oír hablar de Jacques Rivette y saber que, de entre sus camaradas de la Nouvelle Vague, se le conocía por ser el cineasta del complot y del misterio como aprendizaje vital, o el aprendizaje vital como una aceptación del misterio. La primera película suya que vi me llevó por extrañas veredas hacia las aventuras gráficas a las que jugaba en las tardes de la infancia y la adolescencia. Es la más renombrada de entre las que rodó y se llama Céline y Julie van en barco. Está en Filmin, por cierto. No sé si llegué a ella por la influencia de Violeta, mi amiga más rivettiana, también presente en el Doré, o es que aparecía en alguna de esas temibles listas de filmes que hay que ver o en algún texto azarosamente encontrado. Qué más da: lo importante es que vino a ser la película con la que cristalizó, para mí, una cierta idea de lo que el cine podía ser o de lo que yo quería encontrar en el cine. La ficción queriéndose y sabiéndose juego. A medida que me adentraba en la filmografía de Rivette se iba haciendo más imperativo llegar hasta Out 1.

*

El único libro que me llevé para el viaje fue Laberinto de muerte, una novela de Philip K. Dick que no supe hasta que no la tuve medio leída que databa de 1970, es decir, de la misma época en la que Rivette debía estar preparando la película. En el libro, un variopinto grupo de personajes es enviado a un planeta llamado Delmak-O para llevar a cabo una misión. El problema es que ignoran cuál es exactamente su cometido, y cuando por fin les llega la transmisión con las instrucciones, esta se corta antes de aclarar nada. Eso llevará a estas personas cada vez más angustiadas y susceptibles a lidiar con la cercanía de los demás en un entorno incierto y hostil, arrojados a los extraños designios de un poder en la sombra. Dick, ya lo sabréis, creía que el FBI le espiaba y terminó sus días convencido de que vivíamos en algún tipo de simulación. Quizá su relación con la idea del complot fuera a la postre mucho más lacerante y riesgosa para su propia vida que la que pudo tener Rivette, pero en algún punto ambos coinciden en esa percepción del mundo como algo que está velado, tras una cortina.

Escena de «Out 1: Noli me tangere» (1971). / © Sunchild Productions — Les Films du Losange

A Colin (Jean Pierre-Léaud en Out 1) alguien le desliza por debajo de la puerta unos mensajes cifrados que podrían contener las claves que le permitirán cruzar al otro lado. La película, de hecho, prefigura una de las líneas maestras del thriller y el cine de espías posterior a aquel hiato revolucionario del 68 en el que pareció posible ponerlo todo del revés: quienes mueven los hilos decidieron tornarse más abstrusos e indiscernibles, ocultándose tras jeroglíficos y grandes moles de hormigón. Apenas quedaba nada en lo que creer y por eso era de vital importancia seguir creyendo, aunque solo se pudiera creer en un gato como el del Philip Marlowe de El largo adiós. Ante la omnipresencia del complot, lo que propone Rivette es trascender los límites del propio cuerpo, allí donde se nos quiere prisioneros, para encontrar a otros a quienes poder tocar.

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Tan solo puedo añadir que J. y yo salimos de ver Out 1 felices y algo hambrientos. Por razones que conocemos muy bien y que sería largo desgranar aquí, el mundo siempre seguirá necesitando ser salvado. Y esa noche no iba a ser una excepción. Pero, allí dentro, algo nos había ocurrido a unas cuantas personas. El domingo se nos unió otra amiga para pasear y ver un par de exposiciones. El centro de Madrid, con sus anchas avenidas y su esplendor monumental, se me antojaba más parecido a París que a Barcelona, aunque tenía pocas esperanzas de que al doblar una esquina apareciera como por arte de magia L’Angle du Hasard, el pintoresco local, mitad tienda anticuaria mitad laboratorio subversivo, donde acontece una de las secuencias más tiernas y desopilantes de la película. Por la tarde terminamos cobijándonos bajo el toldo de la terraza donde nos habíamos parado a tomar un café mientras arreciaba la lluvia.

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