Ficción

sana, sanita

Clementina de Orleans. Así la llamaba él en tono jocoso cuando tenía un buen día.

Clemen era una mujer audaz, de melena oscura y canosa. Le gustaba cepillarlo y trenzarlo como le enseñó su avoa cuando era niña. «El dilema se resuelve cepillándose el pelo, miña nena». Y eso hacía a diario. Sus ojos oscuros y rasgados contaban una historia de terror. El paso del tiempo y su angustioso matrimonio la convirtieron en un cuerpo triste y encorvado. Apenas tenía voz y había aprendido muy bien a cubrir sus cicatrices con arcilla. También a arroparse cada noche con una manta lo suficientemente gruesa como para saber que, si estaba destapada, era porque Julián estaba allí, para hacerla plañir sin huida.

Julián era un hombre de ira escondida. «Julián el charlatán» lo llamaban en el pueblo. Su época favorita del año era la Navidad. Podía comer y beber hasta caer roto sobre la mesa. «Estoy celebrando el nacimiento de Jesús», terminaba vacilando con los ojos rodados hacia atrás. Era como un niño a vistas de sus entrañas. Un niño grande y atormentado al que servía desde los diecisiete años. A menudo, recordaba las palabras de su madre Piedad en el día de su boda: «Debes servir al marido, hija mía. Igual que sirves a Dios, con misericordia y devoción». Y así fue, durante treinta largos años.

El 25 de diciembre, Julián no despertó. A Clemen no le sorprendió, pues llevaba toda la semana dando tumbos. Del monte al bar / del bar a la cocina / de la cocina al cuerpo / del cuerpo a la paliza / de la paliza a la «sana, sanita».

Respiró profundo. Sintió un gran alivio.
Hoy no solo nació Jesús. Nacía Clementina, una mujer con voz propia.

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