Entrevistas

Rafael R. Villalobos: «Hay un público que va a la ópera a desconectar la cabeza, les molesta pensar»

El director de escena sevillano lleva al Teatro de la Maestranza su versión de «Tosca», entre el 8 y el 17 de junio

El director de escena Rafael R. Villalobos. / Reportaje fotográfico: Manuel González Luján

Si hay un miedo que Rafael R. Villalobos (Sevilla, 1987) no tiene, es a que su trabajo pase desapercibido. Formado primero en el Conservatorio Cristóbal de Morales de su ciudad natal, luego en la Escuela Superior de Arquitectura de Sevilla y finalmente en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, ha logrado convertirse en uno de los directores de escena de mayor proyección internacional de su generación. Ahora regresa a la capital hispalense con su versión de Tosca, que fue noticia primero por el súbito abandono del tenor Roberto Alagna y su compañera, Aleksandra Kurzak, y luego por la sonada protesta que algunos espectadores lanzaron durante su representación en el Liceo de Barcelona.

Pero más allá de estas controversias, Villalobos es un creador seguro de sus propuestas y dispuesto siempre a sorprender. Así será sin duda en la siguiente representación de la obra de Giacomo Puccini, prevista en la programación del Teatro de la Maestranza —el coliseo que lo vio crecer— los próximos días 8, 11, 13, 14, 16 y 17 de junio. Mientras prepara su regreso a casa, el director atiende a Mercurio para despejar incógnitas pendientes y brindar algunas claves de su personalísima forma de entender el ámbito operístico.

Su Tosca vino envuelta en polémica, casi desde el estreno, por la deserción de Alagna y Kurzak. ¿Se lo esperaba?

La producción se estrenó en 2021 en Bruselas, luego viajó a Montpellier y la polémica se levantó, en efecto, con la deserción de Roberto Alagna. Luego quedó claro que aquello no tenía nada que ver con la producción, pero levantó un prejuicio en torno a la obra. Al final, de algún modo, el caso del Liceo ha colocado esa Tosca en el centro del debate, y eso no me parece mal, siempre que se haga en tiempo y forma y con los modales adecuados, y no como pasó en Barcelona, cuando una parte del público protestó durante las funciones, impidiendo que el resto pudiera disfrutar.

Uno de los adjetivos que le colgaron a su versión desde el principio fue «transgresora». Usted insiste, en cambio, en que es muy conservadora. ¿Qué cree que perturba a la gente de ella?

He llegado a la conclusión de que una parte del público va a la ópera a desconectar la cabeza, y les molesta pensar. Situarse como espectador pasivo es legítimo; de hecho, yo creo en el entretenimiento y la evasión como parte del ser humano. Pero la transgresión no tiene que ver con el sexo ni la violencia. Tiene que ver con el acercamiento que hacemos al hecho operístico, cuando este transgrede lo preestablecido, una idea previa de cómo tienen que ser las cosas en escena. En el caso de Tosca no es así, y sigo pensando que es conservadora. Se interpreta toda la música de la obra. En pocas producciones vas a escuchar todo lo que escribió Puccini, sin los cortes habituales. Lo que no se puede hacer es exigir una única forma de interpretarla, y me parece una barbarie interrumpir una función solo porque no responde a tus estándares.

Irritar a una parte del público, agitar el patio de butacas, ¿es un éxito en sí?

Quiero subrayar que el público de ópera es de los más exaltados y viscerales que existen. Como toda manifestación de música en directo, la propia propagación de las ondas hace que el espectador vibre físicamente, y eso hace más difícil contener algunas emociones. Por otro lado, un espectáculo de ópera no deja de tener algo muy cercano a los espectáculos de trapecio, un ejercicio extremo que hace que el público se exalte, bravee, grite a los cantantes. Dicho esto, no considero un éxito o un fracaso agitar al público. Sí lo es, en cambio, colocar al Liceo en el centro del debate, porque las instituciones que reciben dinero público tienen esta misión. Por eso me molesta que una parte de los espectadores crean que pagan para ver algo concreto. El dinero público está para otra cosa. Y siempre digo que los teatros de ópera y las catedrales han sido tradicionalmente los edificios en torno a los cuales ha girado la vida cultural y económica de las ciudades.

«Un espectáculo de ópera no deja de tener algo muy cercano a los espectáculos de trapecio»

No es la primera conexión entre música y cine en su obra, ¿qué le interesa al explorar esa relación?

Es curioso, me lo preguntan mucho pero nunca me he considerado especialmente cinéfilo, el celuloide no es algo natural para mí, yo soy de artes vivas. A lo sumo, me interesa la ritualidad de ir al cine, ver algo rodeado de personas y que haya un debate posterior. Lo que sí me interesa es que la ópera, como sumatorio de varias formas de arte, se expanda hacia formas que no estaban presentes en su inicio. Y me interesa el diálogo entre los autores de las óperas y otros creadores, entre los cuales están los cineastas, como pueden ser Cocteau o Almodóvar.

O Haneke…

Claro, de Haneke me interesa su universo, el tratamiento que hace de los personajes, creados desde la escala de grises, no hay buenos o malos… Me interesa cómo muestra esos conceptos donde es tan difícil discernir entre lo inequívocamente bueno y lo inequívocamente malo. Me interesa más su pensamiento que sus imágenes.

Pasolini era un escritor profundamente político, ¿le atrae esa dimensión?

Pasolini es un caso especial. El segundo acto de Tosca empieza con una cita suya que habla del compromiso del artista. Más que el artista político, me interesa el artista comprometido, aunque una cosa lleva a la otra. Como lo personal es político, tu expresión artística es comprometida. Pasolini afirma que un artista, desde que abre la boca, ya está comprometido, y ese compromiso siempre va a resultar escandaloso. Sobre todo cuando lo que hacemos lo hacemos desde lo público. No hay otra manera para mí de afrontarlo.

¿Hasta qué punto se parece la situación actual a la que vivió Puccini? ¿Y a la de Pasolini?

Esa es la idea, el pilar fundamental de Tosca. La historia de Tosca es política, habla de persecución a los artistas de izquierda en una ciudad como Roma, que es tres ciudades en una: la capital de Italia, con un estado dentro, el Vaticano, y también la capital de la moral europea. La relación tormentosa entre Roma y los artistas ya aparece en la obra de Puccini, no me he inventado nada. El problema es ver solo un triángulo amoroso y no que el personaje principal es perseguido y asesinado por sus ideas políticas, en contra de lo que Roma representa. Esa relación se repite en el tiempo. Y lo vemos en el caso de Pasolini, asesinado justo después de escribir Petróleo, tras haber acabado de montar Saló… El espíritu de la producción gira en torno a esa relación entre Roma y los artistas, y sobre el artista que decide alzar la voz.

De todos los aspectos de la dirección, ¿cuál le provoca mayor entusiasmo?

Aquí aparezco como responsable de dramaturgia, dirección y figurinismo. También he hecho en otras ocasiones espacio escénico, diseño de luces… En la RESAD me formé como escenógrafo, figurinista e iluminador antes de empezar a dirigir, y lo disfruto mucho todo, no sabría decirte qué me gusta más. Suelo decir que un director es un project manager: eres un gestor de recursos, de personas, del tiempo, del presupuesto… Tienes que gestionar el proyecto desde todas sus aristas. Eso es quizá lo que más disfruto. Y por supuesto soy increíblemente feliz en la sala de ensayo, es mi lugar en el mundo. Es donde me siento más seguro y desinhibido. Ahí soy yo, y me llevo a mí mismo al límite.

El divismo, ¿es un reto para los directores?

Bueno, ¿qué es el divismo? [risas] A ver cómo lo explico… Cuando estás haciendo una obra coral, una creación que implica a tantos artistas, el egocentrismo, no ser capaz de abrir tu mente a la confrontación de tus propias ideas, se vuelve un enemigo del arte. Porque es imposible que los integrantes de un equipo tan grande tengamos la razón en todo. Lo bueno es trabajar con personas con un background completamente distinto al tuyo, gente con otra educación, otras creencias, que vienen a veces de otras partes del mundo. Por otro lado, creo que esa figura, la del divo clásico, está quedando en el pasado. El paradigma está cambiando para bien. Pero también rompo una lanza por los cantantes, que son los que dan la cara, que están lejos de casa, con toda la presión sobre sus hombros. Hay que entender sus circunstancias para ser empáticos con ellos, saber ver cuándo actúan de determinada manera porque sufren un ataque de pánico o canalizan sus nervios y frustraciones. Otra cosa es el individualismo o el egoísmo: que alguien diga que deja Tosca porque no ve que sea adecuada, para hacer otra obra, como hizo Roberto Alagna.

«La Maestranza es el teatro donde soñé ser lo que soy»

¿Qué más está cambiando en la ópera?

Hay una frase que me molesta muchísimo en el mundo de la ópera: «Antes se decía que el poder lo tenían los cantantes, luego el director musical y ahora el director de escena». ¿Pero qué poder? A mí no me interesa el poder, yo solo puedo asumir mi responsabilidad. Una producción es algo muy grande, hay mucho dinero invertido, la obra terminará y quedará como un bien para el teatro, y lo que me interesa es ser responsable con eso. Y las nuevas generaciones lo tienen cada vez más claro, que esto no es una lucha de egos, de individualidades. Somos más conscientes de lo que significa en el año 2023 invertir esa cantidad de dinero, y de ese otro cambio de paradigma que ha sufrido la ópera. La ópera era explotación privada y dejó de serlo cuando dejó de dar beneficios a los empresarios. Si no fuera de aportación pública hoy, no existiría. Tenemos una responsabilidad con la sociedad que la sostiene con sus impuestos.

Y la crítica, ¿cómo se relaciona con ella?

También en la crítica ha cambiado el paradigma, y no se habla mucho de ello. La considero una parte fundamental de la industria, tiene mucho peso y merece todo mi respeto, siempre que se haga desde un punto de vista constructivo. Y siempre que se haga de forma sosegada: una crítica colgada media hora después de que el espectáculo haya finalizado carece del poso y de la reflexión necesaria para que alguien ponga por escrito sus opiniones, sus pensamientos. Antes las buenas críticas se plastificaban y hacías un álbum, y las malas solo servían para envolver los arenques. Que ahora se lancen al escarnio sin considerar que eso va a quedar per saecula saeculorum es repetir un modus operandi que pertenece al pasado. Por eso apelo a la responsabilidad del crítico y le animo a que se dé un tiempo de reflexión. Como artista, entiendes que no le puedes gustar a todo el mundo y no pasa nada. Pero yo solo las leo si conozco el criterio del crítico. Si no, prefiero evitarlo, porque puede ser muy dañino. Aunque más dañina puede ser una buena crítica. Una mala te puede sentar fatal, mandas a la porra al crítico y ya está, pero deja un poso que te hace pensar si tendrá razón. Pero la buena la recibes con alegría y no te haces preguntas.

Viene al Maestranza, donde Tosca es además muy querida. ¿Volver a casa es un estímulo añadido?

Es impresionante, no lo puedo decir de otra manera. Ayer mismo estuve en una audición para niños y conversé con los trabajadores del teatro que llevan allí desde el año 91, y decían: «Teníais que haber visto a Rafael con diez años correteando por el teatro, era superrepelente». «¡Lo sigo siendo!», les respondí. Este es el teatro donde soñé ser lo que soy. Pero más allá de eso, es una alegría y un privilegio trabajar en tu casa. También es una presión muy grande. Es mi casa, fue de los primeros sitios donde debuté, es la cuarta vez que trabajo en el Maestranza. Y es una emoción muy grande ver cómo esos trabajadores que te conocen desde que tenías diez años se alegran honestamente de tu carrera, y viven cada paso que das como si fuera algo de todos.

Me interesó mucho su trabajo con la bailaora María Moreno. ¿Le gustaría seguir ahondando en el flamenco?

Conocí el flamenco como espectador, pero nunca he sido un entendido. A María Moreno, con la que he trabajado ya dos veces, le dije «no tengo ni idea de flamenco», y ella me respondió: «¡Por eso mismo quiero que estés en mi espectáculo!». Ha sido un descubrimiento y he aprendido mucho. Cada vez que puedo me uno a la compañía para seguir dando vueltas a esos trabajos, y no descarto seguir haciéndolo, desde la honestidad y la humildad de saber que no soy para nada ningún experto en los códigos flamencos.

Libertad es una palabra que acude con frecuencia a su discurso, ¿es lo más importante, y también lo más difícil?

Es una palabra muy de moda, sobre todo en Madrid [risas]. Como fan de Saramago, la defiendo sabiendo que, de la misma forma que los derechos conllevan unos deberes, la libertad conlleva unas responsabilidades. Y vuelvo al Liceo: no puede haber una libertad por encima de otra, no puede haber unos derechos por encima de otros. Tu derecho a quejarte no puede estar por encima del derecho de otro a disfrutar. Mi libertad creativa y mi responsabilidad van de la mano. Y no sé trabajar sin libertad. Cuando empecé no lo tenía tan claro, pero ahora sí soy consciente de que las carreras, como la vida, tienen un final. Eso no depende nunca de ti, pero sí puedes decidir a qué le quieres dedicar tu tiempo, qué quieres hacer. No me interesa una carrera larga, sino una carrera coherente. Y eso pasa por ser libre de explorar los proyectos que yo considere, haciendo un buen uso de los recursos públicos.

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